Espacios | Los lagos de Plitvice: Naturaleza con protección sistémica
Espero que para los lectores, que hayan conocido este sitio, esta narrativa les reviva bellos recuerdos, y para quienes no [...]
2 junio, 2021
por Jose Maria Wilford Nava Townsend
Si usted toma la carretera que va del Puerto de Veracruz a Poza Rica, tras haber viajado aproximadamente cien kilómetros verá de frente primero, y luego tendrá que rodearle, una bella peña que destaca en la llanura, denominada Cerro del Metate o de los Metates.
El esbelto promontorio esmeralda, se desnuda de la espesa selva que lo circunda hacia la punta, donde las verticales paredes de roca basáltica hacen imposible el crecimiento de vegetación. Alrededor de la peña, el contexto de campos cultivados siempre verdes y el mar, le convierten en un hito paisajístico imperdible, lo cual hace hasta cierto punto incomprensible que durante mucho tiempo haya quedado al interior de la espesura que lo viste, un peculiar y único espacio urbano Totonaca.
Quiahuztlán está más identificado en una primera búsqueda superficial de información para internautas, como el sitio donde pactó Hernán Cortés su primera alianza con los grupos Totonacas de la región, hartos de pagar tributo a los Mexicas, para construir un ejército que pudiera quebrantar el dominio Azteca. Más complicado es encontrar sus orígenes, muchos siglos antes, cuando tras la caída de las grandes ciudades del período clásico, en lo que se conoce ahora como Epiclásico, habitantes probablemente originarios de Tajín, fundaron una ciudad amurallada aprovechando la topografía del cerro que se levanta unos trescientos metros. Estamos hablando de setecientos años antes de la llegada hispana a las costas de Veracruz. El lugar, como toda la región, sufrió primero las invasiones Toltecas y posteriormente, ya en el siglo XV, terminó como hemos dicho, subyugado por el imperio Azteca.
El asentamiento presenta, conforme uno penetra la zona arqueológica, algunos muretes que sugieren paramentos amurallados, estratificados casi como anillos alrededor del cerro. Al ascender, se alcanza una meseta donde sucede el evento inesperado, diferente a otras experiencias del urbanismo prehispánico. Si le toca al visitante uno de esos días donde la humedad del Golfo se convierte en densa neblina atrapada en el cerro, la experiencia puede llegar a ser metafísica.
Dos grupos destacan en el trabajo de desmonte arqueológico: El Cementerio, y el conjunto oriente. Sin intención de quitarle mérito por supuesto al segundo, el relato de hoy se centrará en el primero. La razón es personal y visceral.
Tras dejar al auto estacionado en el sitio pertinente para ello, un sendero serpenteante, en continua pendiente ascendente, atraviesa por los ya comentados fragmentos de muralla. Eventualmente, una vegetación bastante manicurada para amabilizar la densidad selvática al turista, nos permite acceder a la plataforma del cementerio. El mundo entonces se transforma y la expectativa común, que espera visualizar los grandes basamentos de piedra en forma piramidal con los que comúnmente asociamos a las zonas ceremoniales del urbanismo prehispánico, poco a poco se ve atrapada por un inusitado cambio de escala. Los basamentos están desde luego, y los templos, pero la dimensión es diminuta, para entenderla y pidiendo disculpas a les amables lectores por el sentimentalismo de la imagen, rapto una foto donde uno de mis hijos, José María, literato de 23 años hoy día y declarado enamorado de la literatura fantástica, pasea a sus anchas por entre las casas para el alma, ¿será uno de los orígenes de su visión del mundo des-antropocéntrica? Ojalá, pero sigamos con el relato de la experiencia espacial.
Perfectas miniaturas de estructuras monumentales se reproducen una y otra vez, en una organización espacial que requiere muchas horas de análisis para poder encontrar un patrón geométrico, si es que existe uno que puedan leer los ojos de los vivos. Aquí, habitan los muertos, que alejados del escepticismo con que la modernidad occidental ha desencantado la otra vida, disfrutan de un cobijo arquitectónico para el alma. A la buena manera de la espacialidad habitable prehispánica, los espacios abiertos y cerrados se suceden en un equilibrio orgánico, donde la razón presente en evidencia clara, no se sobrepone cruelmente a las sensaciones sentimentales. Por el contrario, convive en balance con ellas, ya que a los muertos se les visita y se les habla, o de otra manera no aportan en la producción de la vida cotidiana, según lo estima la filosofía nahua.
Algunas otras estructuras completan espacialmente el conjunto del cementerio, cuyas plataformas nos permiten cambiar de horizonte, encontrar las relaciones místico-geométricas entre el sitio, el mar, la peña que lo resguarda, el paisaje tierra adentro, y los astros, pero para ello hay que ir muchas veces, hay que estar mucho tiempo y, sobre todo, hay que renunciar a la incredulidad pragmática de nuestros tiempos, hasta poder dialogar nuevamente con los muertos, desde su propio espacio y tiempo
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