Gobierno situado: habitar
Un gobierno situado, un gobierno en el que quienes gobiernan se sitúan, que abierta y explícitamente declaran su posición y [...]
20 julio, 2023
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
La arquitectura es política en la medida en que, inevitablemente, pone en marcha una tensión, o si se quiere una distribución del factor de fuerza entre actos de demolición y construcción.
Achille Mbembe
El pasado
En 1980, año en el que la Bienal de Venecia cumplía 85, se presentó la primera Muestra Internacional de Arquitectura. Dirigida por Paolo Portoghesi, el título de la muestra fue provocativa para ser la primera: La presencia del pasado. Portoghesi invitó a arquitectos como Gehry, Koolhaas, Isozaki, Venturi y Bofill a construir, en escala real, las fachadas de una calle urbana. En aparente contradicción con las referencias historicistas —casi siempre irónicas— de las propuestas de esos arquitectos y el título mismo de la muestra, se la llamó la Strada Novissima. Entre quienes recibieron de mala gana tal provocación se encontró el filósofo alemán Jürgen Habermas, quien publicó un texto con el título “La modernidad, un proyecto incompleto.” Habermas veía la muestra veneciana como “una vanguardia de frentes invertidos” que “sacrificaba la tradición de modernidad a fin de hacer sitio a un nuevo historicismo.” Para Habermas —como antes para Benjamin o Darío o, para resumirlo burdamente: para mucha gente en muchos lugares—, la modernidad estética tenía uno de sus orígenes en Baudelaire y en su constatación de que “lo bello está hecho de un elemento eterno, invariable, cuya cantidad es excesivamente difícil de determinar, y de un elemento relativo, circunstancial, que será, si se quiere, por alternativa o simultáneamente, la época, la moda, la moral, la pasión.” La modernidad, afirmaba Habermas, “se rebeló contra las funciones normalizadoras de la tradición.” Aquí cabría introducir la distinción que poco después hiciera Marshall Berman en su libro Todo lo sólido se desvanece en el aire entre lo que llamó modernización (el proceso social, económico y material de cambio incesante, de “crecimiento” y “desarrollo”) y el modernismo (la reflexión crítica que se da en las artes y las ideas sobre lo que dicha modernización implica).
Para Portoghesi, diciéndolo con los términos de Berman, la modernización había triunfado en la arquitectura y el modernismo había callado. Ya no se trataba más de una rebelión contra todo lo normativo sino, al contrario, de la sumisión a estándares y normas, no sólo estéticas, sino también económicas y técnicas. En su libro Después de la arquitectura moderna, publicado al año siguiente de la muestra, Portoghesi afirmó que “la producción arquitectónica de lo que llamamos eufemísticamente mundo «civilizado» e identificamos unilateralmente con el mundo industrializado, a pesar de la confusión y la diversidad de los fenómenos que lo caracterizan, presenta un alto grado de uniformidad y monotonía, obedece a reglas consolidadas, y en los últimos años ha operado un proceso de «homologación» de dimensiones cósmicas imponiendo, más allá de todo límite geográfico, los mismos modelos a las culturas más diversas, trabajando a fondo para desposeerlas de identidad.”
El texto de Habermas fue incluido por Hal Foster en un libro publicado en 1983: The Anti-aesthetic: Essays on Posmodern Culture. Foster también incluyó ahí el ya famoso ensayo de Kenneth Frampton Hacia un regionalismo crítico: seis puntos para una arquitectura de resistencia. Frampton inicia su texto con una problemática cita del filósofo Paul Ricoeur: “Si bien el fenómeno de la universalización es un avance de la humanidad, al mismo tiempo constituye una especie de destrucción sutil, no sólo de las culturas tradicionales, lo cual quizá no fuera un daño irreparable, sino también de lo que llamaré en lo sucesivo el núcleo creativo de las grandes culturas.” ¿Qué implica que “un avance de la humanidad” conlleve, como daño colateral, la “destrucción sutil” de “culturas tradicionales” y que eso no sea “irreparable”? ¿Qué tan sutil fue la destrucción de las culturas amerindias? ¿Qué tan irreparable fue el daño producto del tráfico trasatlántico de personas esclavizadas? “Es un hecho: no toda cultura puede soportar y absorber el choque de la civilización moderna”, afirma Ricoeur, para concluir que “existe una paradoja: cómo llegar a ser moderno y regresar a las fuentes; cómo revivir una antigua y dormida civilización y tomar parte en la civilización universal.”
En su libro 1492. El encubrimiento del otro (hacia el origen del “mito de la modernidad”), Enrique Dussel plantea que cuando Ginés de Sepúlveda, en su De la justa causa de la guerra contra los indios, publicado en Roma en 1550, afirma que “el imperio de los que son más prudentes, poderosos y perfectos que ellos” (los indios) trae “grandísimas utilidades” que son “para el bien de todos”. Ahí, ya está “perfectamente constituido «el mito de la Modernidad.»” Ginés de Sepúlveda pareciera demasiado lejano a lo que plantea Ricoeur y más cercano al regionalismo crítico de Frampton, pero quizá estos últimos abrevan del mito que ya anticipaba aquél. La estrategia fundamental del regionalismo crítico, según la define Frampton, es “reconciliar el impacto de la civilización universal con elementos derivados indirectamente de las peculiaridades del lugar concreto”, que, según el mismo Frampton, se da a través de “un proceso doble de mediación”: “primero se debe «deconstruir» el espectro general de la cultura mundial que inevitablemente hereda y, en segundo lugar, alcanzar, mediante una contradicción sintética, una crítica manifiesta de la civilización universal.” Frampton es claro: el regionalismo crítico “es un vehículo de la civilización universal.” Basta recordar los arquitectos que nombra: Aldo Van Eyck, Jorn Utzon, Mario Botta, Alvar Aalto.
El laboratorio
Entre octubre de 1975 y agosto de 1977, un joven filósofo francés estuvo observando la manera en la que los científicos trabajaban en un laboratorio. No era cualquier laboratorio, sino el que Jonas Salk encargó diseñar a Louis Kahn en 1959. El doctor Salk describía al instituto y al edificio que lo alberga como un experimento en sí mismo: “para ver qué pasaba si” científicos de diversas especialidades eran reunidos en ese particular espacio de trabajo “diseñado para invitar al cambio tanto estructuralmente como en los laboratorios y espacios, y también organizacionalmente.”
El joven era Bruno Latour, quien recién cumplía 28 años y terminaba sus estudios doctorales. En el prólogo al libro que Latour escribió junto con Steve Woolgar a partir de su estancia en el Instituto Salk, Vida de laboratorio. La construcción de los hechos científicos, Salk explica que la estrategia de Latour fue “convertirse en parte del laboratorio, seguir estrechamente los procesos íntimos y diarios del trabajo científico, al tiempo que seguía siendo un observador «externo» que estaba «dentro», una especie de indagación antropológica para estudiar la «cultura» científica.” El laboratorio científico es un espacio aislado, separado del mundo “exterior”, para mantener libre de “contaminación” al experimento y poder transformar lo estudiado en un “hecho científico” o, como reza el título del libro: construirlo en tanto hecho científico. El laboratorio permite entender las condiciones en las que algo sucede de una manera determinada para, así, reproducirlas.
Pensar una muestra de arquitectura como un laboratorio permite reflexionar sobre las condiciones en las cuales se construye un hecho arquitectónico. Un hecho arquitectónico se construye de manera distinta a cómo se construye un edificio. Incluso si pensamos que todo, absolutamente todo lo que haya hecho algún ser humano para transformar conscientemente su entorno es arquitectura —desde elegir el mejor sitio para que el viento no apague la fogata o mover la silla en la terraza un poco a la izquierda para que la luz del sol no deslumbre, hasta el Canal de Panamá o la Presa Hoover—, la construcción de eso en tanto hecho arquitectónico es distinta a su construcción física. Dice Alejandro Aravena que “un hecho arquitectónico es la relación precisa entre forma y vida o, todavía más radical, entre una construcción y los usos”. En los laboratorios de la arquitectura —sean tratados o bienales; academias, escuelas o talleres— se investigan las distintas relaciones entre formas y vida o, mejor dicho, formas de vida y, sobre todo, los distintos grados de precisión de dichas relaciones. Y esos laboratorios también dejan cosas fuera, aunque con excusas menos legítimas que las de los laboratorios científicos. En el laboratorio arquitectónico que ideó John Ruskin no cabía el acero; en el de Nikolaus Pevsner, no cabían los cobertizos para bicicletas ni nada que fuera sólo un edificio. Pero hay momentos en que, de tanto dejar fuera, lo que se cocina en el laboratorio arquitectónico termina resultando irrelevante allá afuera.
En 1983 Latour publicó un ensayo titulado Dame un laboratorio y moveré al mundo. Ahí cuestiona la relevancia de la distinción dentro/fuera en el laboratorio científico. Explicándolo a partir de un análisis de los laboratorios de Pasteur, Latour dice que “el laboratorio se sitúa de tal modo que puede reproducir con precisión dentro de sus muros un evento que parece estar sucediendo sólo fuera y, luego, extender fuera lo que parece estar sucediendo sólo dentro de los laboratorios.” Esa relación entre el adentro y el afuera es, sin duda, distinta en el metafórico laboratorio de arquitectura, sea la bienal, el taller o el concurso. ¿Qué es lo que da validez al hecho arquitectónico? Latour define al laboratorio como “un instrumento tecnológico para ganar fuerza multiplicando errores.” Un error es un experimento en el que los resultados previstos no fueron obtenidos pero los que se obtuvieron permiten ampliar lo que hasta ese momento se había entendido para acrecentar el saber. ¿Qué es un error en el supuesto laboratorio de la arquitectura? Lo que hacen muchas bienales o exhibiciones, o libros y cursos académicos, es poner mayor atención en condiciones acaso marginales o incluso ignoradas por las prácticas convencionales. ¿Qué pasa si pensamos la arquitectura a partir de lo que implican la decolonización y la descarbonización; qué pasa si la pensamos desde África, hoy? Esas condiciones, intensificadas artificialmente, digamos, pueden producir, sin duda, resultados si no erróneos, sí tan singulares que habrá quien los suponga inútiles para construir un conocimiento universal. Pero, preguntémonos, ¿qué voces han contado la historia de la arquitectura en tanto conocimiento universal?
Lesley Lokko: “Se suele decir que la cultura es la suma total de las historias que nos contamos a nosotros mismos, sobre nosotros mismos. Si bien es cierto, lo que falta en esa declaración es el reconocimiento de quién es el «nosotros» en cuestión. Particularmente en arquitectura, la voz dominante ha sido históricamente una voz singular y exclusiva, cuyo alcance y poder ignora grandes franjas de la humanidad —financiera, creativa y conceptualmente— como si hubiéramos estado escuchando y hablando en una sola lengua. La «historia» de la arquitectura es, por tanto, incompleta. No está mal, pero está incompleta. Es en este contexto particularmente que las exposiciones importan”.
El futuro
Desde hace tiempo se viene repitiendo que se nos acabó el futuro. El no future punk se convirtió, a casi medio siglo, en una aseveración cotidiana más que en una consigna radical. A eso es a lo que la filósofa Marina Garcés llamó la condición póstuma, la cual “se cierne sobre nosotros como la imposición de un nuevo relato, único y lineal: el de la destrucción irreversible de nuestras condiciones de vida.” Ese relato único y lineal, inevitable, viene a imponerse como si el fin de los grandes relatos que había diagnosticado Jean François Lyotard como la condición posmoderna no hubiera ocurrido o, simplemente, se hubiera tratado de una hipótesis falsa. Al contrario, parece que ese relato único sobre la imposibilidad de frenar o cambiar de rumbo corrobora al eslogan thatcheriano “There is no alternative” y, de paso, aquello que hace veinte años escribió Frederic Jameson en un ensayo titulado Future City —y que partía de un análisis del libro de Rem Koolhaas The Project on the City—: “Alguien dijo alguna vez que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Ahora podemos revisar eso y atestiguar el intento de imaginar el capitalismo imaginándonos el fin del mundo.” Pero esa irreversibilidad, ese destino inevitable, pareciera encontrar, si no una salida, al menos otras maneras de encararlo y, quizá posponerlo, si lo entendemos desde distintas perspectivas —lo que nos llevaría a repetir, entre irónicos y cínicos pero, también, esperanzados, el estribillo de aquella famosa canción de R.E.M.: It’s the end of the world as we know it (and i feel fine).
En su ensayo “Humanos y terrícolas en la guerra de Gaia”, Déborah Danowski y Eduardo Viveiros de Castro escriben: “Para los pueblos nativos de las Américas, el fin del mundo ya sucedió, cinco siglos atrás. Para ser más precisos, la primera señal del fin se manifestó el 12 de octubre de 1492.” Sí, la fecha del fin de esos mundos es la misma, no por coincidencia, del nacimiento del mundo moderno. Según Danowski y Viveiros, la población indígena de América se mermó, durante el primer siglo y medio de colonización europea, hasta un 95%: un auténtico genocidio. Los sobrevivientes “pasaron a vivir en otro mundo, un mundo de otros, sus invasores y señores” manteniendo, pese a la marginación y la precariedad, formas de vida alternativas a las que el mundo moderno imponía. Ellos son, dicen Danowski y Viveiros hablando de los pueblos mayas —pero podemos extenderlo a todos los pueblos cuyos mundos fueron destruidos o disminuidos, marginados por la construcción del mundo moderno— “verdaderos especialistas en fines del mundo”. ¿Se trata entonces de pensar el futuro como el pasado? ¿Regresar a lo vernáculo, regresar a la cueva?
Danowski y Viveiros citan a Bruno Latour: “Ninguno de esos pueblos llamados ‘tradicionales’, cuya sabiduría admiramos con frecuencia, está preparado para ampliar la escala de sus modos de vida hasta las dimensiones de las gigantescas metrópolis técnicas en las que hoy se amontona más de la mitad de la raza humana.” Pero lo citan para cuestionarlo: ¿por qué habría que pensar en ampliar la escala y no, al contrario, en ajustar la de las gigantescas metrópolis técnicas en las que nos amontonamos? ¿Se pueden imaginar narrativas de otros futuros posibles, ni postapocalípticos ni premodernos, sino híbridos? ¿No es, siguiendo en parte a Danowski y Viveiros, lo que ya ponen en práctica muchos quienes han tenido que sobrevivir al margen?
De algún modo estas preguntas hacen pensar en lo que escribió Frampton en sus propuestas para un regionalismo crítico: “Hoy la arquitectura sólo puede mantenerse como una práctica crítica si adopta una posición de retaguardia; es decir, si se distancia igualmente del mito de progreso de la Ilustración y de un impulso irreal y reaccionario a regresar a las formas arquitectónicas del pasado preindustrial.” ¿Dónde está hoy la retaguardia y qué formas arquitectónicas resultarían irreales o reaccionarias y en qué contextos?
África
¿Por qué centrar esta bienal en África? Lesley Lokko señala la necesidad de pensar soluciones a los problemas que enfrenta el continente africano: “si hay un lugar en el planeta donde los temas de igualdad, raza, esperanza y miedo convergen, es África.” La edad promedio en el continente africano es de 19 años. En Europa es de 44. Pensar en fines del mundo y en futuros cancelados es distinto cuando aún no se cumplen los 20. Ese perfil demográfico es parte de lo que busca mostrar Lokko en esta bienal, preguntándose, en parte, cómo piensan y operan estas prácticas mayoritariamente jóvenes —aunque el promedio de edad de los participantes, 42 años, se acerque más al europeo: la arquitectura, se dice, no es profesión para prodigios—, donde más de la mitad de quienes participan son de África o de ascendencia africana y la mitad mujeres. Lokko también quiere mostrar cómo se piensa más allá del estricto código disciplinar, pues afirma que “las ricas y complejas condiciones tanto de África como de un mundo en rápida hibridación exigen una comprensión diferente y más amplia del término «arquitecto»”.
En ese contexto, África juega el doble papel de una condición geográfica y geopolítica muy real y concreta, y de un horizonte que puede ayudarnos a pensar en lo que se ha intentado, al mismo tiempo, dominar y excluir en la construcción de lo que imaginamos como el mundo moderno, incluyendo su arquitectura. Como ha escrito el pensador camerunés Achille Mbembe, se trata de “pensar lo africano no como los estados-nación y sus fronteras territoriales que los conforman, sino como un proyecto de la diáspora —las personas de origen africano esclavizadas en otras partes del mundo— y, en consecuencia, transnacional.” La escritora Léonora Miano, también camerunesa, ha planteado que “África podría ser el nombre de un proyecto de civilización original y soberano: el espacio cuyas poblaciones no estarían federadas por elementos exógenos, sino por la voluntad de caminar juntos hacia un horizonte que se han dado en común.” Un proyecto que, siguiendo en esto a la politóloga francesa Françoise Vergès, ve en África “un espacio propicio para la elaboración de nuevas utopías” que, por sus propias condiciones, sirvan para cuestionar “la ideología del desarrollo, la visión de un dominio absoluto del mundo por el hombre y el fantasma de una economía del exceso, de una plenitud que colmaría la vida humana.” De nuevo Mbembe: “Es en el continente africano donde la cuestión del mundo (a dónde va y qué significa) se plantea inevitablemente de la manera más nueva, más compleja y más radical.”
¿Es este un discurso identitario, excluyente, contrario al universalismo moderno? Identitario y excluyente, no. Crítico de la supuesta universalidad moderna, sin duda. El filósofo Kwane Anthony Appiah, nacido en Londres pero de padre ghanés, es un defensor del cosmopolitismo. Antes de regresar a estudiar a Cambridge, Appiah creció en Kumasi, una ciudad de casi 3 millones y medio de habitantes. “Kumasi está integrada a los mercados globales, pero nada de eso la vuelve occidental, estadounidense o británica: sigue siendo Kumasi.” Además, Appiah asegura que, como cualquier ciudad, Kumasi no es en absoluto homogénea. Para Appiah, la búsqueda de una cultura auténtica es como pelar una cebolla: al final no queda nada. Y tiene razón. Pero el cosmopolitismo defendido por Appiah no puede asumirse sin que se cuestione cómo el ideal cosmopolita ilustrado se construyó en paralelo y, para muchos, en complicidad con el colonialismo europeo. Para mantener los ideales cosmopolitas, dice el pensador argentino Walter Mignolo, “debemos decolonizar el cosmopolitismo.” Y, como escribió Frantz Fanon en su ensayo de 1956 Racismo y cultura, “hemos atestiguado la destrucción de valores culturales, de formas de vida. Lenguajes, formas de vestir, técnicas desvalorizadas.” Por otra parte, sigue Fanon, el “respeto a las culturas nativas” se vuelve mero exotismo, una forma de simplificación que “no permite confrontación cultural.” No hay saberes totalmente cerrados, dirá Mbembe, afirmando que debemos “salir de la problemática de los orígenes y la clausura.” La universalidad, volvamos a Fanon, “reside en la decisión de reconocer y aceptar el relativismo recíproco de diferentes culturas, una vez que el estatus colonial se ha excluido irreversiblemente.”
Con su propuesta para la 18ª Muestra Internacional de Arquitectura en Venecia, Lesley Lokko reformula de algún modo lo que Portoghesi planteó hace cuarenta años al reivindicar la presencia del pasado: el laboratorio del futuro implica la presencia de lxs otrxs, de otras voces y otras historias que ya no pueden pensarse sólo desde el margen. “¿Qué queremos decir?”, se pregunta Lokko, “¿Cómo lo que decimos cambiará cualquier cosa? Y, más importante, ¿cómo lo que digamos interactuará y se mezclará con lo que lxs otrxs dicen?”
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