La ciudad en tiempos de algoritmos, corporaciones y derechos de autor. Una conversación con Conrado Romo
Fruto de más de una década de trabajo y de un prolongado periplo editorial, Copyright City (Fondo Editorial Tierra Adentro-Fondo [...]
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13 octubre, 2023
por Olmo Balam
"The common bedbug (Cimex lectularius)", dibujo en pluma y tinta, de A.J.E. Terzi, ca. 1919. Wikicommons.
Tras varios septiembres en vilo (sobre todo en 2021 y 2022), la Ciudad de México sorteó invicta su “temporada de terremotos”. Pero Cedemequis nunca descansa y era necesario otro disparador de estrés postraumático, aunque aquí lo más correcto sería decir pretraumático. Apenas comenzaba octubre y se pusieron a circular rumores –pues ninguno se ha confirmado o explorado con suficiente seriedad– de infestaciones de chinches: primero en la línea A del metro (que si bien no está oficialmente en CDMX, transporta a miles de mexiquenses de la periferia al centro de la ciudad); después por varios recintos educativos, ninguno más afectado que la Ciudad Universitaria de la UNAM y sus facultades: Química, Arquitectura, Derecho, Ciencias Políticas y Sociales; de comunicado en comunicado, cada una anunciaba el cese de actividades y la fumigación procedente para combatir el azote.
¿La razón? Numerosos videos y fotos que mostraban grupos de insectos en cavidades varias: paredes, gaviones, ranuras de ventanas, mochilas o hasta el cabello de una estudiante. Aunque el asunto fue motivo de una amplia cobertura mediática, en ningún caso se presentaron pruebas que mejoraran el fotometraje amateur promedio. Más allá de las entrevistas a tal o cual experto —sobre todo veterinarios y biólogos— para noticieros, programas de radio y redes, tampoco hubo una fuente ni gubernamental ni sanitaria que confirmara que, en efecto, se trataba de una plaga que había invadido la ciudad.
Al contrario, en la mayoría de esas intervenciones al aire, los expertos aseguraban, casi sin excepción, que es más probable encontrar chinches en la cama o la ropa de casa que en la intemperie urbana. Alguno más añadía que la incidencia de estos bichos en México y otras partes del mundo tenía su correlación con la emergencia climática global, lo cual implicaría pensar el asunto como un problema estructural. Eso no obstó para que se siguieran compartiendo fotos (muchos de ellos a dos pulgadas [¿o chinchadas?] de ser sólo memes o fake news) de insectos que no eran chinches, picaduras como filas de puntitos, paredes veteadas por manchitas marrones: signos de una ciudad sucia como sus habitantes —o al menos algunos de ellos.
Y es que como siempre que las plagas se ciernen sobre las ciudades, aparecieron los fantasmas de otra peste, esa sí de verdad: la higiene social y sus reacciones que iban desde la invitación a bañarse y otros chistes racistas, hasta recurrir de manera inmediata a los fumigadores para exterminar al invasor lo antes posible, sin importar si esto barre con los ecosistemas locales o si en verdad es necesario. El rumor, por supuesto, produjo las descargas de odio de siempre: la infestación no podía haber surgido sino en el transporte o en una universidad pública.
Para citar una nota que se hizo célebre por su encabezado: ¿de dónde viene todo este chinchentido?
Para complementar los relatos de la invasión chinchil a la Ciudad de México, se hacía mención –casi con orgullo– de que Francia sufría su propia plaga, a menos de un año de la inauguración de los Juegos Olímpicos de 2024. Las notas de allá casi replican la cobertura local, como en esta nota de Devoir (del 4 de octubre) que quiere dar contexto a una situación inconexa, esparcida a gran velocidad por los algoritmos, únicos vectores de contagio real:
Fotos y vídeos aficionados, que denuncian la presencia de chinches [punaises de lit], inundan las redes sociales desde mediados de septiembre, pero no todos los casos están probados. Vemos a estudiantes evacuando un anfiteatro en Aix-en-Provence tras una “acusación sospechosa”, a una influencer coreana con dos millones de suscriptores mostrando sus brazos cubiertos de mordiscos tras tomar el metro de París, pequeñas bestias malvadas avistadas en los asientos de un tren, paseando…
Los expertos franceses, traídos desde sus cubículos o consultorios para darle un poco de sentido al asunto, dicen casi lo mismo que sus colegas chilangos: “si esto preocupa tanto es porque el problema nos afecta a todos, con independencia de la edad o condición social, sean ricos o pobres”, como afirmó Pascal Delaunay, parasitólogo y entomólogo del Hospital Universitario de Niza. “Cualquiera puede ser víctima de una infestación”, insistió por su lado Karine Fiore, subdirectora del departamento de ciencias sociales, económicas y societarias de la Agencia Francesa de Seguridad y Salud Alimentaria, Ambiental y Ocupacional (Anses), en un cable que retomó Le Monde para esta nota sobre una situación que, de ser una plaga, tendría ya varios años:
Son tan grandes como una semilla de manzana y por la noche se dan un festín de sangre humana. Las chinches habrían infestado 11% de los hogares franceses entre 2017 y 2022. […] Si las lesiones cutáneas son las manifestaciones más frecuentes de sus picaduras, la infestación por chinches puede tener diversas consecuencias psicológicas o incluso psiquiátricas (trastornos del sueño, ansiedad, sensación de pánico).
André Comte-Sponville dice en su Diccionario filosófico que el enciclopedista tiene, en lo básico, dos temperamentos: el de Diderot –polifónico y expansivo– o el de Voltaire –individualista y acotado–. Uno de sus tataranietos, Bernard Werber, ha hecho honor a esa tradición francesa de curiosidad y recolección en L’Encyclopédie du Savoir Relatif et Absolu [La enciclopedia del saber relativo y absoluto].
Su nombre salió a flote, a propósito del chincherío parisino, cuando la tuitera Matilda Croft recordó lo que Werber recopiló sobre las chinches y su vida sexual: “De todas las formas de sexualidad animal, la de las chinches es la más sorprendente. Estas copulan con prolijidad. Algunas de ellas tienen más de 200 encuentros sexuales al día.” Entre varias cosas que se considerarían perversas en otras realidades, Werber agrega que las chinches no saben distinguir a los machos de las hembras –algunas variantes son hermafroditas–, sino que suelen aparearse con lo que se les ponga enfrente, incluidas otras especies (no especifica si sólo de insectos). Los machos, proclives al priapismo, tienen un largo pene “perforador”, de cuya punta corneada sale una probóscide con la que tendrían que inseminar a las hembras mediante el coito, lo cual no siempre ocurre, por lo que también riegan el cuerpo de su pareja con grandes cantidades de esperma para garantizar la fecundación. Sin embargo, esto no atemoriza a las hembras chinche, acostumbradas a arrimarse a numerosas parejas, lo que sea necesario para depositar los cinco o siete huevos diarios que es capaz de generar su cuerpo.
La enciclopedia de Werber, que surgió de su libro Le livre secret des fourmis (de la cual hay una traducción parcial en español: Las hormigas [Plaza & Janés, 1991]), se ha convertido ahora en un proyecto de vida que se extiende tanto en volúmenes impresos como artículos de su página oficial de internet. En ese portal, mezcla de Wikipedia —más cercana a Diderot— y blog personal –más del lado voltairiano–, tal vez haya una síntesis de ambos temperamentos: un tercer enciclopedista, maestro que aúna el shitpost y la erudición (dos cosas que, de todos modos, nunca van muy lejos la una de la otra). Sólo en ese ecosistema de contenidos, a mitad de camino entre la broma y la información verídica, podrían enmarcarse estos recuentos de libertinaje chinchesco, de alguna manera más coherentes y verosímiles que las noticias de la plaga.
En La metáfora de la colmena: de Gaudí a Le Corbusier (Siruela, 1998), Juan Antonio Ramírez explora, además del quehacer de las abejas (algunos de los seres que peor lo han tenido en su encuentro con los humanos), esas edificaciones construidas por insectos que siguen algo que, hasta hace unos siglos, sólo se llamaba instinto, pero otro, como el propio autor, no estarían en desacuerdo de llamar ingenio arquitectónico.
Si bien la colmena era ya un símbolo de orden y jerarquía desde la Antigüedad, fue a partir de los siglos XVIII y XIX que las creaciones de avispas, termitas y abejas comenzaron a compararse con la arquitectura. La metáfora, por supuesto, se ha transformado y admite otras interpretaciones: la colmena puede ser también el símbolo de la autoorganización (la abeja reina no es, tal cual, una reina), el hábitat del enjambre, esa colectividad que hace más que proyectar.
El hecho es que, en todo el reino animal, solamente los insectos han logrado equipararse a los humanos en la creación y modificación de espacios complejos. Eso no ha sido suficiente, al menos en los lugares donde hay “arquitectura” –Occidente, pues– para ganarle un mínimo de simpatía a los amigos invertebrados, considerados una plaga a la primera: y es que algunos siguen prefiriendo inhalar repelentes que tener que convivir con hormigas.
Si se trata de echarle gasolina al fuego de paranoias que parecen nuestras, pero no lo son (nada más gestionado que los deseos y temores), vale la pena recordar una historia de terror: “El almohadón de plumas”, de Horacio Quiroga. Parte de sus Cuentos de amor de locura y de muerte (1917), esta narración breve (que se lee casi siempre en tándem con otro clásico del escritor rioplatense, “La gallina degollada”) cuenta dos relatos: por debajo, el matrimonio que cae sobre Alicia, joven obligada a casarse con Jordán, tipo al que casi no conoce; y, de manera más explícita, cómo la joven novia sufre una anemia inexplicable, tan solo unos meses después de la boda, que se resuelve con su muerte. Luego de remover su cadáver de la cama, descubren que el almohadón –en el que Alicia se recargó durante toda su convalecencia– pesaba demasiado: “sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.”
Además de su calculada elaboración, y por el terror que sembró desde que fue publicado (una época en la que era común tener almohadas rellenas de plumas) hasta nuestros días, uno de los aspectos más memorables del cuento es la coda con la que cierra, un parrafito que trata de darle al cuento un aire (frío) de cientificismo y rumor probado: “Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes.”
Hay algo en la expansividad de las chinches que se asemeja a la metrópoli. Capaz de quintuplicar su tamaño, y expandirse por los rincones de colchones y todo tipo de tejidos, la chinche común comparte con los humanos la ambición y adaptabilidad que han llevado a nuestra especie por todo el planeta.
Cimex lectularius (nombre científico de la chinche) se encuentra en todo el mundo, en casi todas las zonas habitadas por humanos. Su adaptabilidad y éxito son un reflejo de la expansión homínida. Como las cucarachas, palomas, hormigas, caracoles, grillos, ratas, tijerillas, arañas y, sí, perros, gatos y pericos, son las criaturas más cercanas al humano citadino. Al paso que vamos, el día que el último ser humano deje de existir será también el final de toda esa fauna. Algún día vislumbraremos lo que es claro para los otros: que el medio ambiente de las chinches somos nosotros.
* Esta es una pésima broma que hace referencia al refrán médico que se hizo famoso durante la inútil campaña (más bien cómica, en retrospectiva) para eliminar la peste de tifo –originada por los piojos– en 1909: “El piojo resucitado es el que más pica, porque coge sangre nueva y se desquita”. El dicho y la historia de esa campaña de salud los refiere Mauricio Tenorio Trillo en Hablo de la ciudad: Los principios del Siglo XX desde la ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 2017 (edición electrónica).
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