La casona y la semilla
La casona Hace mucho que no escuchaba hablar de Francesca Gargallo (1956-2022). Recordaba con vaguedad la vez que vino a [...]
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¡Felices fiestas!
16 julio, 2018
por Alfonso Fierro
Había oído hablar de La Tallera Siqueiros mucho antes de la tarde en la que fui. Todos mis amigos arquitectos o más o menos interesados en la arquitectura ya habían visitado el lugar, ya habían subido fotos a Instagram, historias frente a la celosía gris, selfies con los murales de Siqueiros de fondo… No me queda ninguna duda de que se trata de un lugar fotogénico, un lugar perfecto para estos tiempos de redes sociales y fugacidad. También había leído un poco al respecto. Fue así como me enteré del gesto inaugural de Frida Escobedo, la arquitecta encargada de convertir la antigua casa-taller de David Alfaro Siqueiros en Cuernavaca en un espacio cultural y de residencias artísticas (que se alojan en la casa original, según entiendo). El gesto consistió en desplazar dos murales exteriores de Siqueiros hasta formar una V que abría las puertas de la Tallera a la calle y generaba una continuidad muy sugerente entre el centro cultural y una plaza localizada justo enfrente. Los escalones de la plaza parecían ascender poco a poco hacia La Tallera misma. El paseante no sólo era invitado a pasar; de alguna forma, era llamado a pasar. Ya con un par de mezcales encima, más de un amigo envalentonado me sugirió que en una ciudad como Cuernavaca, cuyas casas no suelen voltear a la calle sino a jardines exuberantes protegidos por bardas, el gesto podía ser hasta contestatario. Y es cierto que, incluso a partir de las fotos en Internet, uno podía deducir que este movimiento de los murales en concreto y el movimiento en general eran el ancla del proyecto, la forma como Escobedo había respondido a la pregunta de cómo transformar la intimidad del espacio privado en un espacio cultural público: movimiento en y de los murales, movimiento de la luz a través de la celosía, movimiento de exposiciones y proyectos en un espacio maleable que lo permitiera.
Pero además, tratándose aquí de una arquitecta de la sutileza de Escobedo, tampoco resulta tan descabellado pensar que detrás de esto se esconda quizá un pequeño guiño al propio Siqueiros, un artista que dedicó parte importante de sus exploraciones teóricas y prácticas a encontrar la forma de volver la pintura mural un arte político de masas con la movilidad y el dinamismo del cine. Como Walter Benjamin, Siqueiros veía en el cine un medio revolucionario con un gran potencial político, algo que tenía que ver con la capacidad de este medio para captar la atención de las masas urbanas, así como con su técnica mecanizada (es decir, reproducible y diseminable). Para lograr ese famoso “mural cinematográfico” que tanto anhelaba, ese mural pintado de tal forma que la espectadora, al recorrerlo, sintiera como si los caballos estuvieran galopando junto a ella, como si los revolucionarios estuvieran marchando en sus narices o las ráfagas de fuego estuvieran saliéndose por las ventanas del edificio de enfrente, para lograr todo esto Siqueiros experimentó al derecho y al revés con cosas como proyecciones fotográficas, montajes, pinceles mecánicos, aerógrafos y un largo largo etcétera. “El objetivo fundamental” dice Mari Carmen Ramírez en un artículo al respecto, era “dinamizar la pintura sobre muros”. Aquellos que hayan entrado alguna vez al Polyforum a ver La marcha de la humanidad, ese mural-total de los años sesenta, entenderán perfectamente bien la importancia que el cine tuvo siempre para su obra: ¿Qué otra cosa es esa experiencia que preparó ahí –ese mural gigantesco acompañado de una plataforma giratoria, de un juego de luces y de una narración grabada por él mismo– sino una suerte de experiencia proto- o alter-cinematográfica, otro intento de una mimesis panorámica, de un arte total? Era el movimiento lo que Siqueiros tanto anhelaba para la pintura, un arte casi siempre asociado a lo estático. Con su singular capacidad para teorizar, Siqueiros lo puso así: “construir el movimiento mismo en la plástica; […] la visión viva del movimiento por el movimiento mismo y para el movimiento”.
Cuando Frida Escobedo empezó su intervención en La Tallera en 2010, no era la primera vez que releía a partir de la arquitectura a una figura del arte moderno en México. Un poco antes, ese mismo 2010, había sido la primer arquitecta en participar con un pabellón temporal para el Museo del Eco, la pequeña obra arquitectónica de Mathias Goeritz en la colonia San Rafael de la ciudad de México. Escobedo llenó el patio del Eco con bloques de tabicón en lo que parecía una ciudad gris y brutal, pero sobre todo una ciudad en movimiento ya que los visitantes podían llevarse las piezas de aquí para allá, reacomodarlas, reconstruir. Durante un par de meses, el patio del Eco albergó una serie de ciudades fugaces que aparecían y desaparecían cada vez que un visitante deseaba entrarle al juego. Había una teoría urbana detrás de este concepto, una teoría que creo que tiene que ver con la mutabilidad del espacio urbano y con la participación continua de los habitantes en estas mutaciones. Es aquí donde entra Goeritz y, en especial, la historia del Eco, que en apenas medio siglo ya fue espacio experimental, restaurante, bar, teatro, casa, territorio ocupado y museo. ¿Podemos decir que la apertura y la fluidez misma de la “arquitectura emocional” de Goeritz ha permitido esta serie de vaivenes y mutaciones? No lo sé. Pero la reflexión de Escobedo pasa por la historia loca de este lugar para proponer que las ciudades se van construyendo a partir de las participaciones y las interacciones de los habitantes en el proceso urbano, ya sea de formas visibles o invisibles, conscientes o inconscientes, extraordinarias o cotidianas.
Más adelante me gustaría volver a algo de esto, a las ciudades y sus movimientos, pero antes habría que preguntarnos qué Siqueiros se recupera en La Tallera. Y cómo. Recuerdo que, cuando veía las fotos de mis amigos frente a los murales, había algo que me provocaba una sensación rara, una incomodidad. Y es que tanto los dos murales exteriores como los del interior representan al Siqueiros menos evidentemente político. Es más, lejos estamos de lo figurativo como tal. En estos murales lo que vemos es a un Siqueiros preocupado por explorar geometrías, espacios abstractos y líneas o flujos dinámicos que parecen salirse de los murales hacia la ciudad, como en lo mejor de su obra. En pocas palabras, se trata del Siqueiros menos canónico: no hay aquí evidencia explicita a su socialismo militante ni tampoco mucho rastro del nacionalismo posrevolucionario que caracterizó algunos de sus murales más famosos en Bellas Artes, el Museo de Historia Nacional o Ciudad Universitaria. Desconozco los pormenores del asunto: quién eligió los murales, por qué, en qué circunstancias, si se eligieron simple y sencillamente porque eran los que ya estaban ahí. En cualquier caso, es un hecho que su presencia en La Tallera constituye un elemento arquitectónico susceptible a ser analizado. Más de un conocido me ha sugerido que se trata de un gesto conservador, algo así como una versión neoliberal descafeinada de la famosa “integración plástica” del muralismo con la arquitectura moderna en México: se recupera a un Siqueiros abstracto y tardío que esconde todo su compromiso político y vuelve su arte meramente estético, decorativo, desprovisto de cualquier tipo de potencial crítico.
Creo que vale la pena ir un poco más allá. De entrada, habría que recordar que Siqueiros, el más polémico y también el más joven de los “tres grandes”, era el único vivo durante los años sesenta y fue, por lo mismo, el blanco directo de los ataques de José Luis Cuevas y otros artistas de la Ruptura a lo largo de esa década. Desde entonces, creo que su figura es a la que peor le ha ido de los tres, ya sea por su compromiso con el socialismo, por el nacionalismo del movimiento muralista del que la Ruptura se desmarcó o por sus últimos años y el proyecto de La marcha de la humanidad, que muchos concibieron como un fracaso desesperado. Rivera y su folclore se han convertido en íconos del arte mexicano, mientras que la visión nihilista y violenta de la historia que aparece en Orozco lo hizo mucho más fácil de rescatar para los artistas de la Ruptura en adelante. Siqueiros, en cambio, parecía incomodar por todas partes. Su figura quedó hasta cierto punto sedimentada como la de un artista comprometido con ideales políticos cuestionables (i.e. estalinismo) y cuya obra más importante se desarrolló demasiado cerca del estado posrevolucionario y su proyecto de modernización nacionalista. La Tallera recupera una faceta mucho menos conocida de Siqueiros, una faceta incómoda que nos mueve de posición y nos invita a hacer a un lado algunas de las nociones recibidas desde los años sesenta para revaluar su obra entera desde nuevos ángulos críticos. Una de las cosas que se revela muy claramente, por decir algo, es que para Siqueiros la búsqueda de un arte políticamente comprometido siempre fue de la mano con la experimentación, en una línea muy cercana a la de alguien como Benjamin en “El autor como productor”, para quien no podía haber arte político sin cuestionamiento y experimentación en términos de técnica y de forma. Viéndolo desde este ángulo, La Tallera nos invita a repensar no sólo la figura de Siqueiros, sino también algunas de las dicotomías que han organizado nuestro discurso en torno al arte moderno en México: nacionalismo y cosmopolitismo, arte figurativo y arte abstracto, arte político y arte puro… La presencia de los murales abstractos de Siqueiros en el edifico de Escobedo sería entonces algo así como una “integración plástica” crítica, al mismo tiempo una reiteración y una revisión de esta práctica que tan firmemente vinculó la arquitectura con el arte plástico durante el siglo veinte en México.
Fui por fin a la Tallera un jueves cualquiera por la tarde. De camino al lugar, encontramos muy poco tráfico, pero, en cambio, una cantidad insólita de patrullas y pick ups de la policía circulando a nuestro alrededor. Justo a un lado de la Tallera habían hecho base otras cuatro o cinco patrullas. Los policías que fumaban recargados en los coches eran las únicas personas cerca de la plaza que se localiza enfrente del centro cultural. La Tallera estaba virtualmente cerrada: la cafetería inactiva, la sala de documentación de plano cerrada, algunos espacios inhabilitados, la librería con una pobrísima oferta y nadie que la atendiera. No había ningún otro visitante fuera de mi grupo. Al cobrarnos la entrada, el señor de la taquilla dijo que seguro estábamos ahí por la arquitectura y nada más. Aún así, había una cantidad francamente exagerada de guardias y vigilantes, que encima de todo insistieron en seguirnos, guiarnos y apurarnos de un espacio a otro hasta que nos empujaron fuera del recinto. ¿Qué movimientos se pueden dar en estas condiciones? Más allá de la ironía de que la antigua casa de Siqueiros, encarcelado más de una vez, esté vigilada con tal ahínco, un espacio cultural controlado de esta forma dice mucho de nuestra noción de espacio público, de calle, de ciudad, de país. La página de Internet del Proyecto Siqueiros dice que el artista dejó la SAPS y La Tallera al “pueblo de México” para que “fueran centros de análisis y experimentación para el “arte público” del porvenir”. Ojalá que sólo haya sido un mal día para ir, ese jueves por la tarde, pero tuve la impresión de que lo que sucedía ahí adentro de La Tallera se parecía y era tal vez un reflejo de lo que sucedía afuera, en esa ciudad de patrullas circulantes y casas protegidas de la calle.
Cuando salimos de La Tallera, mientras mis primos tomaban fotos del exterior para sus respectivos feeds, bajé por los escalones de la plaza y me interné un rato entre los árboles a un costado. En ese momento, y más tarde en la carretera de regreso, empecé a formular algunas preguntas desprendidas de la visita a donde fuera la casa-taller de uno de los artistas modernos más preocupados en pensar la relación entre arte, espacio público y sociedad: ¿Qué esperamos de nuestro espacio público? ¿Qué esperamos de nuestros museos y centros culturales, sobre todo aquellos ubicados en ciudades en crisis como Cuernavaca (una ciudad que, por cierto, ha invertido recientemente en otros espacios del estilo como el Centro Cultural Teopanzolco o el Museo Juan Soriano)? Supongo que una opción, la opción cínica, nos llevaría a decir que estos lugares al final sólo sirven –si acaso– para incrementar la plusvalía de las propiedades alrededor y de la ciudad entendida como una marca. Conozco a más de un “realista” que se inclinaría por este argumento. La otra opción, con su dosis de idealismo y toda la cosa, insistiría en que este tipo de lugares pueden ser fundamentales tanto para la construcción de un espacio público democrático como de ciudadanías y comunidades críticas. ¿Pero cuáles serían entonces las condiciones para lograr algo así en términos de accesibilidad al espacio, de proyecto cultural, de inclusión comunitaria, de gestión? En una entrevista para Arquine, Frida Escobedo expresaba el deseo de que su celosía gris de La Tallera se moviera con el tiempo, que crecieran plantas en sus huecos, que la gente olvidara cosas ahí, que cambiara. En otras palabras, que fuera un muro en el que distintas fuerzas –naturales, humanas, sociales– participaran en su continua (re)construcción. La idea resuena con aquello que exploró en el Eco e insiste en la importancia de la participación y la interacción de los habitantes en la configuración del espacio urbano. En su apropiación y su incesante reformulación. A falta de una respuesta a todas estas preguntas, quizá en la propuesta arquitectónica de Escobedo encontremos una intuición, un pequeño hueco como el de su celosía por donde empezar a escarbar en busca de un poco de luz.
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