Una arquitectura sin rostro
Adolf Loos decía que la arquitectura puede ser un arte sólo en dos casos: el sepulcro y el monumento. Es [...]
2 octubre, 2013
por Javier Barreiro Cavestany
Que el autoritarismo sea una forma arcaica de ejercer el poder es tan cierto como su capacidad para renovarse a través de imágenes y discursos modernos. La eficacia de esa regeneración es aún mayor cuando el lenguaje que adopta elude toda carga ideológica explícita. Así, la estrategia de legitimación logra seducir asimilando el aire de los tiempos, y la presunta autonomía estética puede asentarse en códigos innovadores, de manera que sea improbable detectar inconsistencias o manipulaciones.
En este sentido, la operación mediática y cultural promovida por el Estado mexicano en ocasión de los XIX Juegos Olímpicos de 1968 constituye un auténtico caso de estudio. No sólo por su magnitud, sino por la originalidad de su enfoque, tanto en términos formales como de su impacto social; por cómo incorporó las tendencias artísticas en boga, involucrando a la flor y nata de la intelectualidad, de la arquitectura y del arte, para difundir una imagen de país moderno y tolerante, para promover un orgullo nacional compacto e impulsar transformaciones urbanas funcionales a un modelo de desarrollo y de continuidad del poder.
El conjunto de programas abarcó desde la imagen gráfica y el arte público hasta las infraestructuras y el diseño urbano, incluyendo innumerables publicaciones y una olimpiada cultural. Todo ello arropado en una campaña de imagen y comunicación “integral” (concepto entonces desconocido), que anticipa los derroteros de la era mediática actual a la vez que pone al desnudo la presunta neutralidad de los lenguajes.
En los años sesenta se produce en Occidente el último florecimiento de estéticas que no requieren de expedientes externos para validar su sentido: el arte pop y su antídoto, el minimalismo; el op art y l’arte povera. En la década siguiente surgirían Fluxus y el land art. Todas expresiones cuya fuerza no depende del vínculo inmediato con la actualidad, sino de una materialidad icónica que se confronta con el momento histórico mediante imágenes en abierta rebelión con los códigos dominantes, y cuyas formas prefiguran universos que trascienden la contingencia.
Estos avatares no eran desconocidos en los ambientes intelectuales y artísticos mexicanos de los años sesenta, donde se abrían paso posturas que contestaban abiertamente los ya exangües presupuestos del muralismo, con figuras como Goeritz, Mérida y otros de matriz informalista, promotores de un nuevo tipo de abstracción.
No deja de sorprender cómo los organizadores de los XIX Juegos Olímpicos captan esa transformación y comprenden su idoneidad para forjar la imagen de un evento que buscaba, precisamente, afirmar una identidad desligada de toda carga ideológica, desechando el figurativismo posrevolucionario para incorporar los nuevos códigos; así como un par de décadas atrás la arquitectura mexicana renegara del estilo neocolonial y del art déco neo-indigenista para abrazar el racionalismo más vanguardista. Una actualización justificada, en los años treinta, con unos ideales políticos al servicio de la justicia social; y en los años cuarenta y cincuenta, con unas ansias de modernidad y desarrollo que no cuestionaran las estructuras y los mecanismos de poder dominantes.
La desideologización estetizante de la imagen y el énfasis en las manifestaciones culturales constituyen facetas complementarias de la estrategia mediática de las Olimpiadas; dos formidables cajas de resonancia que refrendan esa complicidad entre arte y poder recurrente en la historia del México contemporáneo, y que anticipa de manera asombrosa el renovado papel de la imagen y de la cultura como vehículos de comunicación masiva y consenso social en las décadas por venir.
El broche de oro del programa fue una impresionante Olimpiada Cultural, organizada con el declarado afán de nivelar el espíritu competitivo y exaltar la cultura y el arte. En ella participaron figuras como Eugène Ionesco y Arthur Miller, Martha Graham y Peter Brook, Maurice Béjart y Duke Ellington, entre muchos otros. Mathias Goeritz fue el artífice y promotor de La Ruta de la Amistad, el mayor proyecto de escultura urbana de la modernidad. Juan García Ponce era redactor estrella del departamento de publicaciones; experiencia que relataría 20 años después en su corrosiva Crónica de la intervención.
Octavio Paz, entonces embajador en la India, estaba incluido en el programa de conferencias y recitales. No sabemos si llegó a participar. Lo que sí sabemos es que, tras la matanza de Tlatelolco, renunció al cargo. Un hecho que tiene su embarazoso contrapunto en una declaración pública del presidente Díaz Ordaz, donde dice que Paz ha renunciado a su cargo pero, según le consta, sigue cobrando su sueldo en la Secretaría de Relaciones Exteriores.
La participación entusiasta de intelectuales, artistas y arquitectos recuerda la de las recientes Olimpiadas en Pekín, donde (salvo aisladas protestas por la ocupación del Tíbet, por el pisoteo de los derechos humanos o las devastaciones ambientales) nadie quiso perderse la fiesta y, de paso, sacarse su tajada; con los mayores arquitectos del mundo a la cabeza. Las acrobacias de autojustificación podrían sintetizarse en ambos casos (la China actual y el México de entonces) en el célebre consejo de Franco a uno de sus ministros envuelto en una polémica: “Haga como yo, no se meta en política”.
Algo que el presidente del Comité Organizador (el arquitecto Pedro Ramírez Vázquez) lograría extender al gobierno republicano español en el exilio, el cual, informado de que España (con la que México había roto relaciones diplomáticas) participaría en las Olimpiadas, decidió “irse de vacaciones” durante ese periodo. Ramírez Vázquez consiguió incluso convencer a los gobiernos de las dos Alemanias a apartar por unas semanas su rivalidad ideológica, bajo la fraterna Oda a la alegría de Beethoven, ejecutada al izarse ambas banderas, y proteger a los atletas afroamericanos de la condena de su propio gobierno, por haber saludado desde el podio con el puño en alto.
“Lo que está en juego es el nombre de México”, le diría el presidente Díaz Ordaz un par de años antes, al comunicarle su nombramiento a la cabeza del Comité Organizador, mientras ponía a su disposición todo el poder y el presupuesto necesarios para llevar a cabo la empresa. Una de esas frases que lo resumen todo sin decir (casi) nada. Podemos adivinar qué representa “el nombre de México”, donde la vacua grandilocuencia que apela al nacionalismo más pueril busca legitimar un sistema autoritario ante el mundo.
El eslogan elegido para el evento, en plena Guerra Fría, era igual de retórico: “Todo es posible en la paz”. Si la manera tan poco pacífica en que terminó la fiesta olímpica ha sido objeto de múltiples lecturas, lo que merecería un análisis pormenorizado es la discordante relación entre los dos ámbitos en los que el poder buscó autorepresentarse. Por un lado, la originalísima imagen gráfica, concebida como vehículo para ganar credibilidad de país moderno, con capacidad organizativa y gran riqueza cultural. Por otro, una arquitectura y un diseño urbano que perseguían el doble propósito de generar las infraestructuras necesarias para los juegos y de responder a un proyecto de ciudad en plena explosión demográfica y expansión económica.
Lo que llama la atención es cómo en el caso de la imagen, el evento fuera ocasión para producir algo tan renovador (síntesis de op arty arte huichol), mientras que en la arquitectura se producen unos cuantos ejemplos de monumentalidad espectacular (el Palacio de los Deportes de Félix Candela, la Villa Olímpica de González Rul, Agustín Hernández, Ramón Torres y Héctor Velázquez; la alberca y el gimnasio olímpicos de Recamier, Rossen, Gutiérrez Bringas y Valverde, entre otros), destacables más por su virtuosismo estructural y fotogenia mediática que por su calidad formal y contextual. Son obras que representan el ocaso de la espléndida modernidad mexicana, para dar paso a ese brutalismo —tan a contrapelo de lo que sucedía a nivel internacional— que dominará la arquitectura institucional en los años siguientes, reflejando la imagen monolítica del régimen que lo promueve y cuya difusión está ligada a unos pocos nombres: Agustín Hernández, Teodoro González de León, Abraham Zabludovsky, Pedro Ramírez Vázquez.
Este último bien puede ser considerado uno de los mayores estrategas urbanos del siglo XX. No sólo por la relevancia de los proyectos que realizó en poco más de una década —el Estadio Azteca, el Museo de Antropología, el Museo de Arte Moderno, la Secretaría de Relaciones Exteriores, la Basílica de Guadalupe, entre otros—, sino por su papel decisivo en la reconfiguración de la ciudad de México, hasta bien entrados los años setenta, cuando fue Secretario de Obras Públicas en el gobierno de López Portillo (1976–1982).
Lo revelador de la estrategia mediática de México 68 acaso radique en cómo su intento de institucionalizar las expresiones más avanzadas de la época anticipa —aun tras los sucesos sangrientos que aguaron la fiesta y abrieron nuevos cauces de renovación social— el reflujo pasmoso que llega hasta nuestros días. Porque entre los escombros del Estado autoritario que inicia su derrumbe en esos años, el proceso de homologación de los discursos no ha dejado de imponerse, aun con la indiscutible ampliación de los márgenes de tolerancia.
La rebelión creativa que caracterizó al arte occidental del siglo XX hasta los años 60–70 se ha convertido hoy —con las notables excepciones del caso— en una broma o en la caricatura de sí misma. El mercado y el poder (el poder del mercado) lo han comprendido antes que nadie; incluso lo han promovido, de la mano de curadores y críticos autoencumbrados a jueces que han abolido la discusión propiamente estética. Por eso el arte actual es, en su mayoría, un ejercicio de ilusionismo conformista o, en el mejor de los casos, un divertimento ingenioso.
Claro síntoma de ello es cómo las fronteras entre arte, moda, diseño y publicidad se han borrado casi totalmente. Lo relevante ya no es la forma emblemática que logra conmover, a la par que perturba nuestras certezas sobre el mundo, sino el look capaz de servirse de cualquier tema como pretexto para su autocelebración. Por eso, en el arte actual predomina un formalismo disfrazado de conceptualismo. Sus adalides enuncian contenidos (polí-
ticos, sociales, históricos) intrínsecos a unas formas de calidad harto dudosa, escamoteando un vacío ligado a su falta de necesidad.
En este sentido, la operación mediática y cultural de México 68 merecería un análisis mucho más atento del esbozado en estas líneas, porque encarna de forma contradictoriamente fascinante el final de un modelo de ciudad y de institución susceptible de ser controlado y planificado, a la par que abre el horizonte a un tipo de comunicación masiva donde la afirmación del puro signo responde a esa desideologización de los lenguajes, funcional al autoritarismo subyacente en muchas sociedades (incluso democráticas) actuales. Un autoritarismo de cuño casi opuesto al de los regímenes fascistas históricos, que buscaban organizar a las masas en función de un proyecto político y donde las expresiones promovidas desde el Estado estaban al servicio de una ideología.
La aparente autonomía de las estéticas actuales coincide con la neutralidad de su propio discurso ante pode-res que buscan desorganizar a la sociedad para gobernar con ese modelo de democracia denominado CCC (ciudadano, consumidor, contribuyente: que vota, consume y paga impuestos), donde la participación corre el riesgo de limitarse a otorgar periódicamente una suerte de cheque en blanco a la clase dirigente para que administre los asuntos públicos.
Las estéticas dominantes se corresponden hoy con esa apatía social generalizada, con un papel más afín al producto de consumo sofisticado que a la experiencia estética revulsiva. La actual arquitectura de objetos espectaculares no opera con los mismos mecanismos ni cumple la misma función que el arte, pero propone un despliegue formalista similar, donde la teatralización del espacio público oscila entre la exaltación del poder (institucional o corporativo) y el diversivo social.
Si los Juegos Olímpicos del 68 terminaron en un baño de sangre, las conexiones entre consenso político e imagen mediática distan de explicarse con un esquematismo ramplón. En estos 40 años el mundo ha cambiado profundamente, lo cual no obsta para que un moderno Estado autoritario como China escenifique su gran show mediático —eso sí, con un dispositivo de seguridad a prueba de protestas y sublevaciones— para legitimarse ante el mundo como nueva potencia del siglo XXI.
*Texto publicado en Arquine No. 46 | Proyectos olímpicos: México y China | “Modernidad y autoritarismo”
Adolf Loos decía que la arquitectura puede ser un arte sólo en dos casos: el sepulcro y el monumento. Es [...]