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Columnas

El Metro de la Ciudad de México. Cincuenta años de arquitectura en movimiento

El Metro de la Ciudad de México. Cincuenta años de arquitectura en movimiento

6 septiembre, 2019
por León Villegas

La ciudad se concibe desde el movimiento y sus escalas se perciben desde la velocidad. Desde la construcción de la modernidad, las grandes ciudades explotaron en ondas expansivas hacia sus periferias, donde la velocidad del automóvil prometía instrumentar su bienestar, mientras que las centralidades luchaban por conservar su vida a escala humana resistiendo la máquina demoledora que representaba la modernidad. Lo individual y colectivo fue delimitado a partir del territorio y, en consecuencia, su movilidad. La dicotomía entre lo público y lo privado, presente en todos los ámbitos del habitar, se materializó en los medios de transporte. El transporte público es una declaración categórica de urbanidad, significa democratizar la vida en la ciudad haciéndola accesible para todos sus habitantes. El sistema de transporte conocido como Metro se ha convertido en el paradigma del transporte público a nivel global. Sus referentes más icónicos y antiguos —como el de Londres y París— dan testimonio de una práctica de ciudad que funciona no sólo como sistema de transporte sino como lugar de identidad y encuentro.

Hace 50 años, la Ciudad de México inauguró el Sistema de Transporte Colectivo Metro. Llegó en una coyuntura de gran construcción de infraestructura por parte del Estado Mexicano llamada el Milagro Mexicano. De éste, se desprendió una producción cultural que repercutió en todos los ámbitos de la vida pública y en especial en la arquitectura. Mario Pani había llevado a cabo sus grandes obras de vivienda colectiva —culminada con la Unidad Habitacional Tlatelolco— mientras que Pedro Ramírez Vázquez había ejecutado los proyectos que se convirtieron en los grandes símbolos que legitimaban la identidad mexicana moderna: el Museo Nacional de Antropología y la organización de los Juegos Olímpicos de México ‘68. En este último evento, la colaboración del artista gráfico Lance Wyman traería una nueva estética que resonaría mucho más allá de los juegos. Wyman se involucraría también en el proyecto del metro y construiría una identidad visual que se convertiría en un referente cultural para toda la ciudad. Desde entonces, la Ciudad de México, sus localidades y habitantes ya no se podrían reconocer sin su metro. La gran obra de infraestructura de transporte sería emprendida por la constructora ICA y tendría numerosos colaboradores —arquitectos, artistas e ingenieros— y se integraría simbióticamente al proyecto infinito que constituye la ciudad.

La ciudad abrazaría al metro y abriría sus venas para que la gente circulara, revelando en numerosas ocasiones sus tesoros enterrados. Basta remover un poco la inestable tierra de la capital mexicana para poner al descubierto sus capas superpuestas: de los vestigios novohispanos tempranos a las aún palpitantes ruinas de la ciudad mexica; llegando, inclusive, al distante pasado paleolítico. Destacan, entre sus muchos hallazgos, el de un adoratorio —casi intacto— dedicado a Ehécatl-Quetzalcóatl, revelado durante la construcción de la estación Pino Suárez; y el del esqueleto completo de un mamut que vivió hace 12,000 años, descubierto durante la construcción de la estación Talismán. Transitar por el metro es, por sí misma, una experiencia de descubrimiento.

Como sistema, el metro es monolítico; y a la vez, heterogéneo. Cada línea y estación tienen un carácter e identidad particulares pero no pierden la cohesión de su totalidad. Su iconografía, elemental y contundente, identifica un rasgo primordial de su localidad o dota de significado gráfico a lo que antes parecía solo un nombre o un concepto abstracto. Pero inequívocamente, el sistema es reconocible como uno solo mediante su señalética, y sus accesos urbanos. El metro es, discutiblemente, la obra pública construida más grande de la Ciudad de México.

Varias de sus estaciones son obras arquitectónicas excepcionales. Destacan, entre otras, la estación La Merced, con su monumental cubierta de paraboloides hiperbólicos, realizada por Félix Candela, la estación San Juan de Letrán que integra un edificio multifuncional realizado por Alberto Kalach o la estación Insurgentes de Salvador Ortega, un edificio de planta elíptica con motivos mesoamericanos y virreinales que se integra a una plaza pública que articula los tránsitos peatonales y vehiculares entre las colonias Roma y Juárez, y que además se convierte en multimodal al integrarse con la línea 1 del sistema Metrobús. El metro, como objeto construido, constituye patrimonio arquitectónico.

Cada línea del metro reafirma su carácter particular, respondiendo a variables que no sólo tienen que ver con la temporalidad de su construcción, sino con su concepción estética y los desafíos técnicos que enfrentaron. La profunda y claustrofóbica línea 7 con su sensación de caverna artificial es diametralmente diferente de la mayormente superficial línea B —diseñada en su totalidad por Nuño Mac Gregor De Buen—; o la sobria y a veces brutalista línea 9 que contrasta con la relajada línea 8 y sus murales de mosaico veneciano en cada estación. Los diferentes tipos de trenes que operan en cada línea añaden a la experiencia espacial de desplazarse por los túneles y vías elevadas, parando en andenes tan diversos como sus estaciones.

Las intersecciones entre las diferentes líneas conforman lugares de tránsito de gran amplitud. Son espacios que provocan experiencias espaciales potentes y que, en muchas ocasiones, se han aprovechado para la difusión de la cultura. El caso de la intersección de las líneas 3 y 5 en la estación La Raza llamada “El Túnel de la Ciencia” es destacable al ser un espacio de divulgación científica con una exposición permanente que involucra al usuario que realiza la correspondencia entre líneas del sistema a través de fotografías, hologramas y una representación inmersiva del cielo nocturno y sus constelaciones; cabe mencionar también, la intersección de las líneas 7 y 13 en la estación Mixcoac que alberga el Museo del Metro que presenta, además de la historia de la construcción del sistema, exposiciones de arte y de hallazgos arqueológicos. Otras intersecciones como las estaciones: Chabacano, Tacubaya y San Lázaro a menudo ofrecen conciertos públicos de géneros musicales varios, desde música clásica, salsa, rock urbano, reggaeton y techno; convirtiendo al metro en pista de baile. La estación Pantitlán sobresale entre todas las intersecciones al concentrar la correspondencia de 4 líneas. La escala de su construcción y la concentración de sus tránsitos genera una experiencia sobrecogedora.

El metro ha tocado profundamente la vida de la ciudad y más allá y ha inspirado muchas obras alrededor suyo: en la literatura cuentos como “La Fiesta Brava” de José Emilio Pacheco en donde antiguos rituales mexicas se desarrollan en sus entrañas; en obras musicales como “Metro Chabacano” de Javier Álvarez, pieza para cuarteto de cuerdas que junto con “Metro Taxqueña” y “Metro Nativitas” conforman una trilogía musical inspirada en el metro; en obras cinematográficas donde es escenario para historias de corte cyberpunk como Total Recall (“El Vengador del Futuro”) de Paul Verhoeven, o el video “Holding On” de Disclosure; por mencionar algunas pocas.

El metro es parte del imaginario de una ciudad que no deja de moverse. Los flujos de la gente que transporta entre lugares y significados son como las respiraciones de un cuerpo inquieto. Se trata de un lugar desde el que se va a otros lugares, una arquitectura ubicua que sólo se puede entender desde el movimiento. Cincuenta años nos ha movido más allá de su espacio físico, soportando catástrofes naturales, accidentes fatales y sus cotidianas tragedias normalizadas. A pesar de sus innumerables problemáticas, como la sobresaturación en horas pico y la cuestionable gestión de sus recursos para su mantenimiento, se sigue moviendo a diario hacia la dirección correcta, hacia la construcción de una mejor ciudad.

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