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Columnas

Lo bello y lo justo en arquitectura (4)

Lo bello y lo justo en arquitectura (4)

6 enero, 2016
por Alberto Pérez Gómez

Richard Kearney, entre otros filósofos de la tradición hermenéutica, ha demostrado la importancia de la imaginación para la acción ética. Contrario a la opinión de críticos y filósofos que han postulado alguna contradicción irreconciliable entre la ética (identificada con la democracia, las normas racionales y el consenso) y la imaginación poética, Kearney arguye que las faltas mas graves en la moralidad humana son causadas precisamente por la falta de imaginación. La imaginación es precisamente nuestra capacidad de amor y compasión, permitiéndonos el reconocimiento y la valorización del Otro, la comprensión del semejante como uno mismo, mas allá de diferencias culturales y religiosas. La imaginación nos permite el juego en libertad, y representa asimismo nuestra capacidad de decir historias donde compartimos lugares comunes, el lenguaje y la visión de otros.

La primera vocación del arquitecto es un llamado a la configuración del espacio público, y la imaginación personal es nuestro vehículo. Aún cuando es fácil afirmar que históricamente la arquitectura ha tenido enormes consecuencias, la situación para nosotros es particular. A diferencia de nuestros antepasados hasta el siglo XVII, nosotros efectivamente “hacemos” historia. Esta condición es parte de nuestro mundo tecnológico: la auto aniquilación y el Apocalipsis está tan cerca como un botón al alcance de algún político idiota. El mundo cree sin cuestionar la auto-evidencia del cambio generado por la acción humana, un supuesto progreso sin límites. La dimensión lineal del tiempo es una particularidad del Cristianismo que se ha radicalizado y poniendo su acento en lo humano, se ha vuelto universal. Por esta razón nuestras diversas historias, tan variadas como nuestras culturas, es lo que compartimos como el fundamento de la acción, junto con un mundo natural indeterminado, algo enfermo y aparentemente fragmentado. No compartimos, como nuestros ancestros mas lejanos, una visión cosmológica: la percepción del universo como una totalidad fundamentalmente estática, limitada y evidente a los sentidos. Sólo al activar nuestra capacidad imaginativa para crear con compasión, en un mundo concreto y material, un mundo aún felizmente marcado por diversidad cultural, es posible negociar las infinitas posibilidades productivas que proporcionan nuestros instrumentos digitales. A pesar de múltiples dificultades, no podemos renunciar al proyecto, lo que involucra innovación, la esperanza de un mundo mejor. Nuestro momento histórico –que podemos llamar postmoderno– nos revela lo fútil de las Utopías ideológicas y del ideal de progreso infinito. Sin embargo, proyectar significa proponer y prometer, a través de la imaginación, un futuro mejor para la colectividad. Se trata de una práctica inherentemente ética y esto no es equivalente a la búsqueda obsesiva y absurda de la novedad para una sociedad de consumo, proponiendo novedades formales desconectadas de la historia.

La arquitectura frecuentemente proporciona lugares auténticos para el habitar humano, lugares que revelan al individuo un sentido, o un propósito en el orden global. Algunas veces, sin embargo, actividades edilicias motivadas por la simbolización y los valores estéticos han contribuido a grandes tragedias. Los programas estéticos que guiaron la ideología Nazi son quizás el caso mas extremo de esta situación. Los programas políticos del Nazismo emergieron de una mitología racionalizada y mal entendida, transformada en el dogma del nacionalismo étnico. Los edificios, transformados en ídolos, en signos de algo fijo e inmutable como la idea de la nación teutónica, fueron una terrible aberración.

Por todas estas razones, es importante recordar que aún cuando podríamos deplorar la perdida de riqueza simbólica del mundo a medida que se abre al nihilismo, parte de nuestra misión es continuar a debilitar y empobrecer los valores autoritarios de todo tipo de ideología o posición fundamentalista, incluyendo valores que van desde la religión organizada hasta la tecnología, esperando que en las grietas que se abren bajo nuestros pies pueda surgir una nueva, más genuina espiritualidad guiada por la compasión.

Verdadera falta de ética seria pretender que existen valores absolutos y superiores, articulados por alguna mitología, religión, nacionalismo, ideología o tecnología, a exclusión de otros. Para llegar a debilitar valores autoritarios, nuestra praxis debe permanecer fragmentada, cada problema arquitectónico debe ser cuidadosamente contextualizado y formulado. Las respuestas del diseñador son siempre especificas y no artificialmente estilísticas o universales. En toda circunstancia debemos estar preparados con Nietzsche y Heidegger a esperar pacientemente, tratando de escuchar el murmullo de las alas de algún ángel que quizá pase cerca de nosotros, y evitando a toda costa la pesadilla de la planificación y su deseo de soluciones totales.

Finalmente, permítaseme enfatizar: es en vista de estos peligros que la practica necesita una teoría, no como prescripción o libro de recetas, sino como orientación discursiva, contribuyendo a su sentido ético. El arquitecto debe poseer un lenguaje capaz de articular su posición en relación a una tradición histórica que es a la vez Occidental y local, y que debe dar razón de la realidad política y técnica de su hacer. Este género de historia es el que debe cultivarse en las escuelas de arquitectura.

A través de su única y peculiar conciencia histórica nuestra civilización universal puede reconocer los orígenes misteriosos en los artefactos humanos, productos de techne-poiesis. A través de la historia que reconoce las convergencias entre lo bello y lo justo en las obras de nuestros predecesores y de nuestra orientación hacia el futuro, podemos cultivar tanto nuestra responsabilidad como nuestra capacidad poética de creación, el proyecto como promesa e iniciativa, evitando tanto la pura acción intuitiva y la planificación. De esta forma, la arquitectura es capaz de revelar y celebrar el misterio original que aparece en la estructura primaria de nuestro ser encarnado en el mundo

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