Gobierno situado: habitar
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6 febrero, 2018
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
Más cómodo, más económico. El primer anuncio para un automóvil —el carruaje a motor Winton— se publicó en 1898 en la revista Scientific American. “Ahórrese el caballo y los gastos y la ansiedad de mantenerlo. Usar un carruaje a motor cuesta alrededor de medio centavo la milla.” Poco después los anuncios de los Winton empezaron a presumir, junto con la independencia del caballo y del cochero, la velocidad: en las alas del viento, se lee en grandes letras en uno de ellos. De ahí en adelante, la velocidad será la promesa principal de la publicidad de los automóviles, aderezada, según la época, con ideas como economía, seguridad, lujo o buen desempeño. El corto de 1976 dirigido por Claude Lelouch, C’etait un rendez-vous, acaso sea el mejor resumen de esta ideología del auto: ocho minutos de un coche recorriendo a toda velocidad las calles vacías de París para que el piloto al final llegue al encuentro con su amada. Pero la velocidad resultó, como otras de la modernidad, una promesa incumplida. La realidad es más cercana a la que presenta otra película francesa, Trafic, dirigida por Jacques Tati, que con sus 92 minutos nos ofrece una duración más cercana a la que le tomará a un automovilista atravesar hoy una gran ciudad que los 8 del corto de Lelouch.
Durante las campañas electorales, candidatos de distintos partidos y en distintas ciudades parecíann obsesionados con prometer, como propaganda de automóvil, mayor velocidad. Se entiende por qué la promesa. Según TomTom Telematics, la ciudad de México es la más congestionada en América del Norte, haciendo que los trayectos duren normalmente 59% más de lo requerido y, en horas pico, hasta 103% extra. Un automovilista chilango le suma poco más de 9 días de su vida al año al tiempo necesario para trasladarse sin tráfico. Pero el problema del tráfico, como se ha repetido muchas veces, es que la única manera de evitarlo es evitando los autos. Por eso Lelouch filmó su corto un domingo de agosto a las 5:30 de la mañana. Y aun así hubo otro problema: el riesgo de la velocidad.
Conducir a toda velocidad en una pista de carreras implica un riesgo para el piloto y los otros que compiten contra él. Todos ellos asumen ese riesgo. Pero la velocidad en una carretera o, peor, en una ciudad, pone en riesgo al conductor y a muchas más personas y lo que para un automovilista es un sueño de velocidad moderada, para un peatón puede resultar fatal. Diversos estudios muestran que si el 4% de los atropellados por un auto a 20 kilómetros por hora mueren, a 50 kilómetros por hora el porcentaje de riesgo mortal para el peatón sube hasta el 80%, mientras que a 60 el porcentaje de fatalidad es casi total. Y no sólo el porcentaje de accidentes mortales incrementa sino que a mayor velocidad la capacidad de reacción y el campo de atención del conductor disminuyen también drásticamente. Así que en la promesa de mayor velocidad lo que realmente debemos leer es una amenaza, poco encubierta, a la gente de a pie: «¡quítense de mi camino, estorban!»
En la Ciudad de México circulan más de 4 millones y medio de automóviles, pero sólo un poco más del 25% de los viajes diarios que se realizan en la ciudad se hacen en auto particular. La gran mayoría de los habitantes del antiguo Distrito Federal se desplaza en transporte colectivo, público o concesionado y algunos en bicicleta o caminando. Sin embargo, en cuanto a inversión pública la proporción se invierte radicalmente: casi 80% de los fondos del estado dedicados a movilidad van en beneficio del transporte privado. Además de ese evidente privilegio, esa minoría motorizada ocupa la mayor cantidad de espacio en las vías públicas: las banquetas son estrechas y lograr que se confine un carril para el uso de transporte público o de bicicletas es siempre una batalla contra los automovilistas que asumen que la calle es un espacio lógica e inevitablemente destinado al coche, pues así ha sido durante muchas décadas. Si otras formas de movilidad como autobuses y bicicletas son juzgadas como invasoras del espacio del automóvil, ya no se diga de peatones y actividades como jugar, comprar y vender o protestar, que, en la mentalidad de la mayoría de quienes usan principalmente automóviles privados como medio de transporte, son inconcebibles en el espacio de la calle y deben prohibirse definitivamente. Prácticamente ningún automovilista piensa que ocupar y usar un bien público como la calle con un bien privado como el coche debiera exigir algún tipo de retribución a la ciudad. La tenencia, por ejemplo (que es un impuesto sobre la posesión del auto y no sobre su uso), se ve como una afrenta y la corrupción para no pagarla obteniendo placas de un estado distinto a donde se vive ya es norma, sobre todo entre quienes tienen automóviles más costosos.
Pero es a esa minoría a quienes buscaban seducir los candidatos con su promesa de velocidad. Construyamos más calles, eliminemos multas por rebasar la velocidad permitida y también los cobros por estacionarse en la calle (aunque es cierto que, al menos en la Ciudad de México, tanto fotomultas como parquímetros siguen la mala costumbre de gobiernos recientes de propiciar negocios privados a partir de la prestación de servicios públicos). Quitemos topes y esos pasos para peatones que obligan a disminuir la velocidad. Hagamos todo lo posible por ir más rápido. La promesa de mayor velocidad en auto es así una manera de ignorar a la mayoría. Si se habla de transporte público es como una concesión a una obviedad y casi, aunque no se diga, con la misma lógica del automovilista promedio: no se pude pensar en dejar de usar el coche mientras no haya mejor transporte público, aunque la mayoría de la población así se mueva.
En resumen, tanto la manera de usar el automóvil como el modo en que muchos en cargos de gobierno atienden a sus usuarios, así como las ofertas de cumplirles sus deseos, no son más que reflejo de una política del privilegio, misma que ha dominado por años en el país. Lo peor es que, en el caso del automóvil, la realidad demuestra que el privilegio no resulta en demasiadas ventajas: la promesa de mayor velocidad no podrá cumplirse nunca si se siguen multiplicando los autos. Sería más fácil —y tal vez menos ridículo— que nuestros políticos prometieran a los automovilistas clases de baile y música en vivo para que, ante el inevitable tráfico que los automóviles siempre generarán, puedan al menos entretenerse en sus horas perdidas con coreografías a la Lalaland.
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