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La arquitectura como un cuento o del remate arquitectónico

La arquitectura como un cuento o del remate arquitectónico

25 septiembre, 2023
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog

No hay nada, son puras paredes.

Visitante anónimo a la falsa azotea de Barragán en la plaza Manuel Tolsá, 2023

 

Una obra sólo necesita ser interesante.

Donald Judd

 

¿Qué hace que un espacio sea más o menos bello o más o menos interesante? La pregunta no es simple y hasta podría ser confusa —y no sólo por culpa de quien escribe—. Por un lado las categorías estéticas, por así llamarlas, de lo bello y lo interesante, eso que es lo único con lo que una obra necesita cumplir, según escribió Donald Judd en su ensayo “Specific Objects”(1964),  y que ochenta años antes que él Henry James anunció como única obligación de la novela en su conferencia “The Art of Fiction” (1884).

Pese a toda la complejidad que implican en tanto juicios de valor, las categorías estéticas no parecen suficientes para agotar aquello que define o determina a un espacio arquitectónico. Por otro, ni siquiera la idea de que sea el espacio lo que define o determina a la arquitectura en tanto objeto específico, para abusar del título de Judd. Y esto porque, primero, no está claro que el espacio sea de suyo un interés o tema dominante de la arquitectura universal —es decir, en toda época, geografía o cultura. Ya en su libro Changing Ideals in Modern Architecture, 1750–1950, el historiador Peter Collins decía que “la noción de espacio como un elemento esencial de la arquitectura debe haber existido de una manera rudimentaria desde los tiempos en los que los humanos construyeron sus primeros refugios o mejoraron sus cuevas; pero es un hecho curioso que, hasta el siglo XVIII, ningún tratado de arquitectura usara esta palabra, mientras que la idea de espacio como una cualidad específica de la composición arquitectónica no se desarrolló con plenitud hasta los últimos años de dicho siglo.”

Pero también, en segundo lugar, porque tampoco está del todo claro que la experiencia del espacio sea central o esencial para entender o tener una experiencia de la arquitectura, como escribió el filósofo Roger Scruton: “Tomada literalmente, la teoría de que la experiencia de la arquitectura es una experiencia del espacio es obviamente indefendible. Si el espacio fuera todo lo que nos interesara, entonces no sólo gran parte de la actividad del arquitecto parecería decoración inútil, sino que resultaría incluso difícil entender por qué molestarnos en construir en absoluto. Si me paro en un campo abierto, puedo tener una experiencia plena de todos los espacios contenidos en San Pedro en Roma.” Por supuesto, la reducción al absurdo de Scruton tiene, valga la redundancia, su lado absurdo, o quizá dos. Uno, pragmático, es el que señala que si llueve o si el sol del mediodía calienta demasiado, el espacio del campo abierto no protege y cobija como sí lo hace la grandiosa Cúpula de San Pedro —o una simple lona, podría objetar Scruton quien, conservador confeso tanto en lo político como en lo estético, advierte en la diferencia entre la gloriosa cúpula como arquitectura y la simple lona como mera construcción una oposición tan clásica como esencial al definir lo que la arquitectura es—.

Y eso, la definición de la arquitectura o del espacio, podría ser el otro absurdo en la reducción al absurdo de Scruton, pues el espacio no se distingue ni se experimenta sin haber sido definido —en el doble sentido que ya Bernard Tschumi apuntó como una paradoja: definir, como un acto lingüístico y conceptual y como un hecho material y arquitectónico: poner límites o linderos. El espacio de una plaza en la ciudad, por ejemplo, se define no por el vacío mismo sino por los elementos que lo delimitan —de un lado una fachada de Silvio Conti, enfrente otra de Manuel Tolsá, digamos—.

Constrúyase entonces, al interior de un espacio abierto como la Plaza Tolsá —y pasemos de largo esa nueva paradoja: el interior de un espacio abierto— otro espacio: la famosa azotea de la casa que Luis Barragán diseñó y habitó a unos cuantos kilómetros de distancia, en Tacubaya. Esas serían las instrucciones básicas del proyecto que ganó el concurso para el pabellón de la décima edición de Mextrópoli, el festival de arquitectura y ciudad que, junto con dicho pabellón, se inauguró el viernes pasado —y concluye hoy, lunes, con una serie de conferencias en el teatro del Palacio de Bellas Artes—. La decisión del jurado para premiar la copia de la azotea de la Casa Barragán ha sido, quizá, una de las más polémicas en los diez años del festival (junto con el primer año: una mesa larga de 40 metros). Ambos casos, la larga mesa y la falsa azotea, fallan al proveer alguna sombra útil al visitante, característica casi general de todos los pabellones construidos a lo largo de estos diez años, tanto si son resultado de concursos como de los que se instalan en distintas universidades —como si hubiera un rechazo, consciente o no, al sentido etimológico de la palabra pabellón, que según los diccionarios al derivarse de la palabra mariposa en latín, alude a toldos ligeros, como alas de mariposa, que se despliegan rápida y temporalmente en un espacio abierto para ofrecer sombra y protección, rechazo que podría inspirar a un Tanizaki chilango a escribir un breve ensayo titulado “Olvido de la sombra”—. Pero la polémica, tanto con la mesa como con la réplica, no tiene que ver con la poca o nula sombra, sino que apunta en dirección a lo interesante: ¿cuál es su chiste?, se cuestionó en ambos casos. Dejando de lado por ahora la mesa —pues el chiste, aunque se repita una y otra vez, tiene sentido; o es chiste sólo en la singularidad del momento en que se cuenta—, ¿cuál puede ser el chiste del pabellón titulado, con precisión, “Fuera de lugar”?

Al esperar para entrar al pabellón recién inaugurado, me crucé con un joven que les decía a sus amigos, a unos metros de distancia en la plaza: no hay nada, son puras paredes. La frase me pareció maravillosa, digna de ser usada como lema de una publicación arquitectónica —aún no tengo claro si orgullosamente, en portada, como un subtítulo, o como denuesto expresado de manera crítica: ahí no hay nada, son puras paredes. La afirmación del joven parecía confirmar, por un lado, lo que señalaron quienes rechazaron la decisión del jurado: no tiene chiste. Pero quizá, leída de otra manera, confirmaba algunas de las intenciones que el mismo jurado intuyó en la propuesta: cuestionar ciertas condiciones del espacio original —como que un espacio cerrado y privado como lo es la Casa Barragán, con acceso restringido tanto por su límite de cupo como por el costo de la entrada, sea declarado patrimonio de la humanidad—. Para mí, entrar al espacio vacío de la falsa azotea, tras escuchar el no hay nada, son puras paredes, fue una revelación —¿podría pretender que una confirmación?— de que la azotea real, en Tacubaya, tampoco tiene chiste. O, más bien, que la original es el remate de un chiste —y no se lea ninguna intención peyorativa al sugerir que la casa entera de Barragán es el chiste. Dicho de otro modo: la réplica en la Plaza Tolsá, es el remate de un chiste pero sin el chiste, el tará del truco sin truco, una moraleja sin fábula. Y ese es su chiste.

En mis años de estudiante, la palabra remate era usada como una muletilla fácil por correctores perezosos que los aprendices, quizá igualmente perezosos, terminábamos por identificar con un obelisco en una avenida o una maceta en un pasillo: algo al final de un camino, real o sugerido, que detiene la mirada. Pero remate se puede entender en arquitectura —y otras cosas— de otra manera: el tará del truco o el chiste del chiste. Digamos que acaso lo que hace que la experiencia de un espacio como arquitectura interesante —o buena— se podría explicar con la teoría del chiste de Hannah Gadsby. Todo chiste, dice ella, tiene dos partes: el montaje —o puesta en escena, conformación: set-up— y el remate —la punch line—. El montaje construye la tensión, el remate la libera.

En la casa de Barragán, la vivienda entera construye una tensión particular que se va liberando de distintas maneras. Una de las más contundentes, acaso, en la famosa azotea. Quizá esto es más claro para quienes tuvimos la suerte de visitar esa casa acompañados y guiados por Humberto Ricalde. Humberto describía en el recorrido las operaciones formales y espaciales de Barragán: las compresiones y distensiones —sístoles y diástoles, les llamaba—, abría y cerraba puertas para mostrar cómo el espacio se reconfiguraba en cada caso, señalaba las vistas y los trucos ópticos: claroscuros, contraluces, reflejos. Pero también, entre guiños y sonrisas irónicas, sumaba al análisis datos y anécdotas, imaginarias o reales, sobre los usos y costumbres del diseñador y habitante de la casa. Al llegar al vestíbulo de las habitaciones en el segundo nivel, donde unas escaleras conducen a la puertita que llevan a la famosa azotea, Humberto abría, sin pedir permiso, las puertas de uno de los muebles donde aún se guardan las botas de equitación de Barragán. Si todo iba bien en la visita y el guía oficial no ponía una mirada amenazante, sacaba una de las botas y la ponía a su lado, alzando pícaramente las cejas para mostrar la altura de las botas, a medio muslo dada las diferentes estaturas de Barragán y Ricalde. Con miradas cómplices, Humberto conectaba con rapidez la alta bota con el fuete colgado tras la puerta y la cruz en la pared para, al final, mirar sonriendo a la puerta que lleva a la azotea: el remate que liberaba la tensión del chiste insinuado y del chiste construido con puras paredes y puestas y ventanas. ¡Ay, Luis, las fiestas que pudo ver esa azotea si no hubieras torturado tanto los deseos de la carne! ¿O las hiciste? ¿Hay acaso ahí secretos guardados con tanto celo como si fueran un diamante hecho con tus cenizas?

Regresando a Scruton, el filósofo dice que la experiencia de la arquitectura en sí no importa sino por el placer o disfrute que procura, y que “en el caso del disfrute arquitectónico, cierto acto de atención, cierta aprehensión intelectual del objeto es parte necesaria de ese placer.” Para Scruton, la experiencia de la arquitectura y el placer que procura son imaginarios, no porque no sean reales sino porque dependen de esa forma particular de la atención, que describe a partir de las ideas de Kant. La experiencia de la arquitectura es imaginaria en tanto requiere, según Scruton, de la participación activa de la mente, que teje lo que vemos y sentimos con lo que sabemos, pensamos y recordamos. Así reconstruimos como una unidad coherente el objeto de nuestra percepción —siempre parcial y más en el caso de un edificio: la puerta, la ventana, el piso, puras paredes—. El chiste del pabellón sin chiste es revelar que la azotea de Barragán, como puro espacio, no tiene ningún chiste. En la Plaza Tolsá no se ha construido ningún montaje previo, ninguna tensión antes de entrar a la azotea falsa —o es, si acaso, una totalmente distinta a la que acompaña al original— y, por tanto, no hay ninguna tensión que liberar, ninguna punch line. Y, para cerrar con otra paradoja, eso es lo que vuelve interesante al actual Pabellón Mextrópoli: mostrar que por sí mismas, en tanto espacios, ni el original ni la réplica fuera de lugar tienen chiste, que, al final, sin el recorrido y la narrativa, sin la experiencia imaginada —como entendió el visitante con quien me crucé— no hay nada, son puras paredes. Y, también, que quienes visitamos el pabellón “Fuera de lugar” no podremos volver a visitar la azotea original sin que en nuestra imaginación la experiencia vaya acompañada de El Caballito de Tolsá.

 

PS.

Para no alargar innecesariamente este de por sí largo texto, dejo sólo como apuntes finales, y más para mí que para la paciente lectora, la referencia a un texto de Brian Bogdon titulado What’s so Funny: Modern Jokes and Modern Architeture, y el recuerdo de Humberto Ricalde, otra vez, describiendo la descripción que Manfredo Tafuri hace de la descripción y análisis que Sergei Eisenstein hizo de las Cárceles de Piranesi: la arquitectura como montaje —y, luego, el remate—.

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