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La polis sin metro o Adiós a la ciudad 

La polis sin metro o Adiós a la ciudad 

25 octubre, 2021
por Olmo Balam

 

A las víctimas, a los heridos y a los damnificados

“Nuestra época está plagada de ilusiones. Una de ellas es la firme creencia en el crecimiento imparable de las ciudades.”

Consejo Nocturno, [2018], Un habitar más fuerte que la metrópoli, p. 36.

 

Y sí —para iniciar con una afirmación que termina en desprendimiento—, una ilusión que se vivió en Tláhuac durante algunos años (no muchos, ni tampoco de forma ininterrumpida), fue la de que la periferia podía llegar a ser parte de la ciudad. Cuando se inauguró la Línea 12 del metro, llamada con grandilocuencia la Línea Dorada, la gente de Tláhuac pudo imaginar que pertenecía a ese otro gran territorio, la Ciudad de México. De pronto, la gente de esta demarcación del Oriente capitalino podía llegar a las zonas céntricas de CDMX con tan sólo pagar una entrada o, en su defecto, un par de transbordos por el sistema colectivo.

Frente a esa ilusión la metrópoli contestó otra cosa, haciendo uso de su lenguaje de concreto, que es como se expresa el poder imperial. Una respuesta que sigue resonando hoy, cinco meses después de aquella noche de mayo en que colapsó el metro (así lo dijeron y replicaron los medios), específicamente el tramo entre las estaciones Olivos y Tezonco: “aquí no es la Ciudad” —dictaba el acontecimiento—, y que nadie se imagine lo contrario” —parecía concluir la metrópoli. A la ofensa directa que supuso el accidente, el horror de las imágenes transmitidas en vivo, y las historias que se contaron en las redes sociales y de boca en boca sobre las víctimas y sus cuerpos destruidos, se sumó la lógica necropolítica y sus teorías de la conspiración, los candidatos (era época de campañas) que fueron a fotografiarse en la “zona cero” y el cerco policiaco, casi militar, que impidió en los días siguientes que la gente expresara su luto e ira bajo el viaducto quebrantado. Como memorial premonitorio, el sitio de la caída quedó de manera cruel a unos metros del arco que celebra la llegada a Tláhuac y separa esta alcaldía de su vecina, Iztapalapa —demarcación con la que esta zona comparte muchos de sus rasgos culturales y urbanos.  

Y alguno podría decir que el problema de fondo era esa oposición, la de metrópoli y periferia, cuando ambas no son componentes de una misma lógica. Para seguir con el Consejo Nocturno, esta ilusión se sostenía en la ignorancia de que lo único que crece en las ciudades son precisamente las periferias: “una mancha metropolitana que hace entrar en una zona de indiscernibilidad la ciudad y el campo, la capital y la provincia, el centro y los márgenes.” (p. 37)

Pero sucede que esta línea del metro, inaugurada en 2012, venía con promesas de Utopía, de un esfuerzo finalmente recompensado. Si bien en su tramo profundo la Línea 12 apenas y se distinguía de sus hermanas, es en el tramo elevado en el que se percibía su verdadera naturaleza: por su horizonte chaparro y su suelo arcilloso, la gente de Tláhuac nunca había visto desde su perspectiva la ciudad, en específico, lo que iba desde Culhuacán hasta Tlatlenco. Era un metro digno, con luz, espacios amplios y donde se podía viajar con relativa calma. Era también la única línea en la que el ambulantaje estaba prohibido —aunque lo había y era caótico y alegre como en el resto del SCM— , por razones ahora indiscernibles. Contra el pesimismo, ese metro hacía que la gente fuera un poco menos un turista o un exiliado en su propia ciudad, que la crisis de presencia que azota el planeta se atenuara un poco. 

Durante algún tiempo, la Línea Dorada ofreció a este rincón de la ciudad una ilusión de cercanía, de metropolización, de formar parte de una smart city, de ese tipo de ciudades que se hermanan con otras del mundo en una de esas simulaciones que demuestran que el proyecto de la metrópoli es global y, valga la redundancia, cosmopolita. Pero, como decía Paul Virilio en El accidente original, “inventar el barco de vela o de vapor es inventar el naufragio; inventar el tren es inventar el accidente ferroviario”. En el momento en que se concibió la idea de un metro en la zona oriente de la ciudad (esto es, en una zona que sirve como periferia y por sistema debe seguir siéndolo), de alguna manera se inventó también la catástrofe del 3 de mayo. Y la amenaza estuvo siempre ahí incluso cuando la Línea Dorada funcionó más o menos normalmente, aunque nunca lo hizo: tan sólo en 2014, dos años después de inaugurada, tuvo que ser cerrada por completo; además de las múltiples veces que fue cerrada por mantenimiento. Tras el terremoto de 2017, cabe destacar, el uso de la línea quedó suspendida desde Olivos hasta Tláhuac durante un mes. 

Y aunque el chirrido ensordecedor de los convoys se ha detenido (ese sonido que en las curvas más pronunciadas se afilaba hasta parecerse a un grito de metal), el ritmo febril de la metrópoli no se detuvo: ni porque había una pandemia, ni porque había un tramo del metro como un fémur roto con los nervios al aire. A los exmetronautas de Tláhuac no les ha quedado otra cosa que tratar de salvarse y cruzar diariamente por la zona del desastre: “propedéutica de resiliencia ciudadana con miras a recomponer la unidad de fachada metropolitana ante cualquier forma posible de catástrofe, entre las cuales se incluye un levantamiento popular”. (Consejo Nocturno, 2018, p. 59). 

La pregunta como siempre es: ¿qué hacer? Mudarse de la ciudad o simplemente cambiar una periferia por otra sería la respuesta más práctica, pero sería una desobediencia adherida a la lógica imperial de la metrópoli, y a uno de sus mejores dispositivos, la esperanza, ese invento que ya trae consigo su accidente. Lo primero sería rehusarse a la promesa ya insostenible de la metrópoli que en Tláhuac (como lo es también en Ecatepec, en Iztapalapa, Los Reyes o cualquier otra periferia que venga a la mente) es signo de algo que está exhausto, que ya no puede más: el crecimiento de ese magnífico monstruo, ese esperpéntico tetragramatón titulado CDMX. Contra las devastaciones futuras y proyectadas de esa Utopía hay que pensar en algo para lo que no es necesario pedir permiso. Un punto de partida para nuevas geografías. Una secesión íntima, “porque lo íntimo es también dominio del poder” (Consejo Nocturno, 2018, p. 81). Una despedida como repudio a la metrópoli que nos ha lisiado. Pensar en eso que se resume en una palabra: “adiós”.  

Y después, otra vez como siempre, sobrevivir al apartheid y, sobre todo, no olvidar. 

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