Undécima llamada en el Metropólitan: las conferencias de Mextrópoli 2024
Hasta hace poco, no más de una década, todavía era aceptable pensar, desde la experiencia inmediata, que el “contexto natural” [...]
26 abril, 2024
por Olmo Balam
En el jardín zoológico de las mitologías, “cuya fauna no es de leones sino de esfinges y grifos y centauros”, la población de seres vivientes debería exceder a la de la realidad, “ya que un monstruo no es otra cosa que una combinación de elementos […] sin otros límites que el hastío y el asco”. Bajo este postulado —escribían Margarita Guerrero y Jorge Luis Borges, al comienzo del Manual de zoología fantástica (1957)—, la biodiversidad fantástica jamás podría superar a la natural, porque las criaturas efímeras y casuales de la imaginación “nacerían muertas”, sin la gracia de Dios.
Este optimismo de la vida frente a los monstruos de la razón se escribió hace más de medio siglo, en un momento en el que no era tan notorio el impacto y destrucción a los que el ser humano y, sobre todo, sus clases dominantes, estaban sometiendo los ecosistemas y especies de todo el planeta. Ahora, en el auge del Capitaloceno (prefiero el término que usa Francisco Serratos, con su componente político, al más aceptado de Antropoceno), es dable pensar que el jardín de criaturas de la industria cultural podrá superar, en una generación, a los manuales de taxonomía: tal vez no por vía de la proliferación ecosistémica, pero sí por obra de la sexta extinción masiva.
Lo que es peor todavía, la única diversidad que conoce el Capitaloceno, la de las franquicias (casi siempre asociadas a grandes conglomerados de medios), va en camino de desbordar a la naturaleza con un torrente incontenible de lo que sólo deberían seres imaginarios: avatares, autómatas, algoritmos, inteligencias artificiales, animales y virus modificados genéticamente. Y, en la superficie de todo ello, personajes diseñados para ser comprados y coleccionados: pokemones, botargas y mascotas para los empaques de comida ultraprocesada, contenido descargable, y todo lo que sea susceptible de convertirse en un funko o una skin de Fortnite.
Pienso en esto por causa de El fin de lo maravilloso | Cyberpop en México, una colección de arte frito (por ponerle un nombre) que, desde principios del año, se exhibe en el Museo del Chopo. Se trata de una muestra colectiva bajo la curaduría de Karol Wolley, quien recopiló la obra de artistas mexicanos contemporáneos, y que se compone principalmente por obra plástica (pinturas y esculturas en diferentes medios, que van desde el óleo tradicional hasta el pixel art o el grafiti; u obras fabricadas con impresoras 3D y materiales reacondicionados [refurbished]).
De esta manera, El fin de lo maravilloso es una exposición multidisciplinaria que tiene un eje temático: la cultura de consumo y su impacto en la imaginación de quienes nacieron o se criaron en los años 90, justo cuando caía el Muro de Berlín y, con ello, la humanidad se encaminaba hacia el Fin De La Historia. Vemos aquí la cosmovisión de toda una generación (a la que pertenezco) que creció inundada de contenido: videojuegos, películas, programas de televisión, anuncios, comida chatarra y juguetes (de fayuca o no).
La muestra se divide en tres secciones: “Desolación”, que construye un discurso sobre el cyberpop (una categoría fluctuante y en la que, de verdad, no habría que clavarse, pues ese es el chiste) como crítica social, es decir, al tardocapitalismo, que además de producir un sinfín de merch, parece incontenible en su capacidad de provocar angustia. En “Recuerdos” hay obras en formatos diversos que exploran la nostalgia asociada a los productos culturales. “Bucle” contiene obras más elaboradas en lo discursivo: reflexiones sobre las etapas del arte que se ha vuelto no sólo hiperreal sino hiperreferencial (al punto en que todo es un metadiscurso de otra cosa): desde las redes sociales hasta las propias exposiciones apoyadas por universidades e instituciones privadas (como esta, que tiene patrocinios como el de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Iberoamericana o el Grupo Habita y participación de las galerías Helen Escobedo y Alternativa). Entre los artistas que se presentan están Israel Urmeer, Andy Medina, Wendy Cabrera Rubio, Mariana Ledesma, Guadalupe Salgado, Alicia Valladares o los miembros de colectivos como Biquini Wax EPS y Yope Project.
Mientras los padres de muchos de estos artistas iban a las salas de los museos —a enfrentarse con obras de arte abstracto o instalaciones (y uno que otro pabellón)— y decían frases como “mi hijo podría dibujar eso”, sus niños noventeros estaban garabateando pikachús, transformers, caballeros jedi y del zodiaco, gokús o la “S” de los grafitis gringos (la infame Cool S). Destilados de la cultura globalizada que venían, de manera inevitable, acompañados de fuertes campañas de publicidad para vender tazos, muñecos, disfraces y cosas que ahora son basura o piezas de colección para frikis. De ahí que el arte de este siglo haga referencia a prácticas como el fan art y la fanfiction (no por nada los dosmildieces fueron la década de Tumblr, Deviant Art, Wattpad y ciertas partes de Twitter e Instagram), así como el arte del pasado —aunque nada menos confiable que la idealización del pretérito— pudo contener en sus referencias a la mitología grecorromana, la historia europea y, durante el siglo XX, a las vanguardias. Pero, si hace cien años todo ese reservorio servía para generar armónicos o resonancias para construir discursos, en este arte (y es el problema que se aborda con gran habilidad en la curaduría de la exposición) ya no hay más que referencias.
Lo más interesante es cómo esta exposición interpela a la generación que creó las propias obras. Esto sucede, por ejemplo, en el anzuelo para nerds incels que puede ser una pintura como Digital_Smash_World_Contra_3 (Gibrán Mendoza, 2023). Se trata de un cuadrilátero de videojuego de pelea en el que se enfrentan personajes de franquicias de diversos medios: Tiny Tunes, Super Mario Bros, Pokémon Stadium, Spiderman, Dragon Ball (incluso puedo nombrar sus sagas: Namekusei, el torneo de Cell, GT), Calvin & Hobbes (de donde viene el sticker del niño que mea, visto en incontables microbuses, carros de Nascar y patinetas). La interfaz, por supuesto, es un callback a videojuegos de Nintendo 64, Dreamcast o el primer Play Station. Un millenial promedio sabrá las referencias y, al mismo tiempo, poca cosa más. Estoy casi seguro de que no faltarán quienes caigan por accidente a esta exposición, vean la cornucopia de monitos y quieran hacer gala de su capacidad para “entender la referencia” (sí, como el meme del Capitán América). Quizá no les alcance para saber que la curadora es mujer, pero si lo supieran, como lo hacen con las chicas en incontables streams, chats, apps de ligue y secciones de comentarios en grupos de Facebook, de seguro le exigirán pruebas de que sabe el correcto y exigido uso y significado de esas referencias pop.
El batiburrillo de franquicias, marcas y personajes no da más de sí que ese reconocimiento que no lleva a otra cosa que a una erudición que sólo se efectúa cuando se desembolsa dinero en su nombre. Sin estirar demasiado lo que puede evocar una obra como esta (y muchas de las que están exhibidas en la expo), la mezcolanza sólo tiene un elemento que falta, pero hace ruido: la politización. Aunque no está en el discurso curatorial y muchas de las obras son hábiles en disimularlo, hay una advertencia contra la despolitización del arte en tiempos en que es posible usar como skin o avatar lo que uno quiera: ahí está VR Chat o la Rana Pepe, personajes y sitios web que han dado refugio y un remedo de sentimiento comunitario a trolls y militantes de la ultraderecha y el fascismo globalizado.
Sí, es posible tener a todos los personajes en un sólo lugar (ese era el lema [Everyone is here!] de Super Smash Bros Ultimate, el juego definitivo en lo que se refiere a crossovers), siempre y cuando no hablen del mundo que está afuera, ni de las dinámicas —coloniales, extractivistas, racistas y militares— que, en gran parte, han hecho posible toda esta multiplicidad de monos y franquicias. De ahí que casi todas las referencias vengan del Norte Global y que, al aplicar este procedimiento a productos culturales fuera de esa esfera, haya una sensación, sí, de humor, pero también de desasosiego. Es el caso de Accesorio de Itzpapalotl. Dientes que son colmillos pero que también son garras. Códice Borbónico Fan Art. Códice Florentino Fan Art (2023), obra de Ileana Moreno que se compone de cuatro impresiones 3D, accesorios inspirados en códices prehispánicos utilizados como base para mercancía oficial de una franquicia que jamás debió existir. Y es que no falta mucho para ver a axolotes, cacomixtles y tlacuaches convertidos en personajes para una película de Pixar, el único lugar donde parece que tendrán derecho a existir mientras sigue la destrucción de bosques y humedales.
Otro ejemplo es la pieza central de El fin de lo maravilloso que, desde su primera exhibición en la galería Kurimanzutto en 2020, ya se ha vuelto un clásico (instantáneo, como sopa Maruchan [esto es un cumplido, aunque no lo parezca]): A na, a yuum, iasis/ laissez faire-laissez passer, de Biquini Wax, la escultura en tamaño real de la ballena Keiko, cuyo interior implosionado de muñecos de plástico es una crítica a lo que sus creadores han llamado NAFTAlgia: esa distorsión de los afectos (que algunos llaman infancia) expresada y comandada por los productos industriales de la liberalización económica del Tratado de Libre Comercio. La estatua, colorida y repugnante, viene acompañada de un video satírico en el que uno de los integrantes de Biquini Wax lleva puesto un filtro de Instagram que transforma su cara en una parodia de la ballena asesina, que es entrevistada en acuarios y restaurantes de comida rápida para un falso documental: “Salí en Nat Geo, como las orcas vulgares”, dice este mamífero híbrido mientras baila la canción que Michael Jackson compuso para su película: Liberen a Willy (1993), un filme en el que se resumen los 90 tal y como se vivieron en las urbes del hemisferio norte de lo que ahora llamamos Abya Yala: parques acuáticos, Reino Aventura, un inolvidable blockbuster veraniego de Warner Bros y, lo que es mejor, una economía en la que se podía comprar y encontrar casi todo tipo de mercancía. La resaca de esa emancipación, lo sabemos todos —aunque algunos quieran negarlo—, no ha sido más que un vómito sostenido de plástico: como en el mejor día de reyes o la mejor navidad de la historia, todos esos juguetes y figuras coleccionables salieron del cuerpo reventado de una orca. ¡Que viva la libertad, carajo!
La exposición termina con el glitch, el vaporwave o los setups e interfaces de videojuegos y apps en las que nos movemos: literalmente, incluso la comida y el transporte se han vuelto como un programa diseñado para vender cada vez más. Una proliferación que ahoga y se funde en una masa iridiscente, inquietante: el mejor preludio al grey goo, la plaga gris que, se supone, va terminar con el mundo por obra de la nanotecnología molecular. El fin de lo maravilloso, que es el fin del mundo, no parece estar muy lejos de lo que sugiere su ingente diversidad de seres fantásticos: microplásticos, estratigrafías acrílicas y recubiertas de laca, referencias que se autorreplicarán con inteligencias artificiales alimentadas por artistas precarizados de todo el mundo. Basura sonriente y de colores. No hay mucho que hacer además de disfrutar el espectáculo (ya no hay más en esta sociedad), resultado final de un proceso desbordado de creación, progenie sin control, imaginación fecundada en exceso, todo con su inevitable anglicismo.
Debo decir que, además de una risa dizque irónica (una mero tic reflejo ante el horror), El fin de lo maravilloso me dejó con una profunda sensación de cringe aplicado a mi fuero interno. Pena ajena por mi capacidad de entender y reconocer a casi todos estos personajes “icónicos”. Y, más que nada, causada por el gusto culposo (el definitivo, diría yo) de dejarme llevar en brazos de una plaga más poderosa y redituable que el covid-19: la nostalgia, esa peste procedimental.
La exposición colectiva El fin de lo maravilloso | Cyberpop en México se exhibe en el Museo del Chopo y será posible visitarla hasta el 26 de mayo de 2024.
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