31 mayo, 2015
por Regina Pozo | Twitter: reginapuma
Para Jaques Herzog —quien fue parte del equipo que diseñó el plan maestro—, la Feria Mundial en Milán fue un proyecto fallido. Herzog fue invitado a desarrollar este proyecto por el arquitecto milanés Stefano Boeri junto con William McDonoug, experto en sustentabilidad. En una entrevista para la inteligente revista en línea Uncube, Herzog reconoció que desde el 2011 todo el equipo de diseño ya estaba fuera del proyecto. Habían puesto como condición tener la libertad necesaria para intentar revolucionar la función de las Ferias Mundiales.
La idea fue atacar directamente el formato. Pretendían que el tamaño de los despliegues nacionales no fuera el único contenido para el público asistente a un evento con relevancia política y económica global. Buscaron una plataforma más democrática, donde el dinero invertido para mercadotecnia por cada país no dictara su postura ante la comunidad internacional. Para conseguir esa igualdad, propusieron un plan maestro dividido por ejes ortogonales, evocando la retícula romana, que generaba una gran calzada con entrada frontal a todos lo lotes, de forma rectangular y alargada, evitando grandes despliegues de escala.
Así, luchando contra la espectacularidad, el equipo de arquitectos trató de empujar un formato en el que se apremiara el contenido y no la vanidad nacional, como explicó Herzog: “los países necesitarían tratar en sus pabellones tópicos interesantes acerca de la producción de alimentos, la agricultura, el agua.” Para él, estas ferias tienen el potencial de informar y no sólo de distraer al visitante con espectáculos y simulacros. Herzog continúa: “hubiéramos preferido saber cómo países como Kenia, México, China, Laos o Alemania se enfrentan con el problema de alimentar a su pueblo.”[1] Este cambio radical no pudo vencer a las innumerables estructuras de intereses políticos y económicos que rigen esa organización, provocando que los arquitectos abandonaran el proyecto aun antes de que se empezara la ejecución.
Es cierto que algunos asistentes buscamos contenidos. A mi me sorprendió no encontrar que los distintos países representados no revelaran investigaciones sobre sus aportaciones a una conversación global. El tema Alimentar al planeta: energía para la vida, que fue el rector de dicha conversación, fue olvidado ante la mercadotecnia que presentaba productos estrella. Bélgica, cerveza y papas fritas; Italia, prosciutto y la cadena Eataly, como paladines de su cultura gastronómica. México, negociando entre tradición e innovación, tequila y nueva gastronomía. En este tipo de ferias se invierte en una descarada autopromoción que funciona a partir de los clichés del consumo, de lo que se vende. Aunque el término Expo se utiliza hoy también para eventos de tipo comercial, en sus orígenes, el complejo exhibicionario —como lo llama el historiador de arte Tony Bennett— se desarrolló como un aparato que permitía, de manera efectiva, canalizar mensajes de una élite a los cientos de miles de visitantes de la clase obrera en la sociedad industrial de la Inglaterra del siglo XIX. Es por eso que se llamaron, correctamente, exposiciones, término que hoy se ha tergiversado hacia su acepción comercial. Idealmente, Herzog quizo tratar la Feria como una auténtica exposición de contenidos cuando, en realidad, el evento en Milán continuó siendo una Feria que ofrece al visitante entretenimiento costoso desde plataformas para presentar discursos nacionales, cuyos conceptos fueron tematizados ya hace décadas.
Fuera
México ha participado en Ferias Mundiales desde 1876 y, tradicionalmente, se trata como un evento diplomático en el que el país decide invertir un alto presupuesto. El gasto en esta ocasión ascendió a 350 millones de pesos. Ese presupuesto se nota en el edificio diseñado por Francisco López Guerra. “El proyecto arquitectónico, inspirado en el maíz, grano simbólico que concentra nuestra historia y nuestras tradiciones,” es un edificio macizo, costoso, en el que entra en conflicto la necesidad de México de presentarse como un país innovador —pensemos en el nuevo logotipo de Proméxico que sirve de carátula al pabellón, mejor sin duda que el de seis colores que lo precedió. Pero la tradición nos pesa tanto que se debe expresar burdamente de manera formal: el totomoxtle, las hojas del maíz. Más allá de las implicaciones conceptuales, se puede analizar el pésimo resultado del proyecto arquitectónico.
La estructura imita las hojas de maíz pero no sirve de fachada. Es una suerte de segunda piel de lona plástica que esconde un edificio convencional, ortogonal y funcional, que pretende recibir al rededor de siete mil visitantes diarios. El desastre visual se debe, primero, a que las hojas exceden las proporciones de su referente, obligadas a torcerse y cerrar la fachada frontal, por lo que se debió sostenerlas con una estructura secundaria de vigas que rompen totalmente el efecto buscado. Segundo, la transparencia de la malla no ayuda para esconder tal error: además del aparente abrazo de las larguísimas y ridículas hojas, la estructura —de color distinto al de la malla y de pesadas proporciones— hace que el edificio tenga una materialidad que no corresponde a la de unas hojas. En tercer lugar, la estructura tiene mayor protagonismo que el deseado. Dicho esqueleto debiera haber sido pintado en un tono claro para perderse con la malla. Otro detalle sin considerar —por evidentes problemas de factura— fueron las puntas de las hojas, cuya desnudez hace que se preste demasiada atención al error: al entrar el visitante descubre los problemas mal resueltos para intentar mantener la tensión de la red.
Dentro
El mejor logro es la muestra curada por Juan Manuel Valle Pereña y, extraoficialmente, Daniel Tamayo, coordinador general de la dirección de Proméxico. El recorrido está marcado por una espiral ascendente, restrictiva, que luego desmiente y que controla el flujo de los visitantes al pabellón cerrado. Los contenidos de la muestra son acertados para el tipo de público. Lo mejor es la última sala donde confluyen, aunque de manera desarticulada, desde un fascinante facsímil digitalizado de Alexander Von Humboldt —quien retrató de manera realista la flora y la fauna mexicana en el siglo XIX— hasta una pintura de Daniel Lezama que alude a nuestra relación con el chocolate.
Brevemente, el mensaje inherente que se puede leer en el Pabellón de México es que somos una potencia cultural debido a nuestras tradiciones pero que son quizá ellas mismas las que están evitando que podamos mostrar una cara verdaderamente innovadora al mundo. Finalmente, la Feria de Milán permite disfrazar esas problemáticas detrás de pantallas costosísimas y contenidos espectaculares que, sin duda, distraerán la atención sobre las implicaciones de proyectos tan complejos como lo es un pabellón nacional en una feria internacional. Ya son varios los que nos han advertido en no confiar en el poder de seducción de una pantalla.
—-
[1] Florian Heilmeyer, ¨Putting an end to the Vanity Fair: Exclusive Interview with Jaques Herzog about the Expo 2015 masterplan¨ en Uncube Magazine, Vol. 32, Expotecture, 2015, 32.