Serie Juárez (I): inmovilidad integrada
No todo se trata de dinero. Algunas cosas se tratan de dignidad. Por eso, desde el momento en que me [...]
23 julio, 2019
por Pablo Emilio Aguilar Reyes | Twitter: pabloemilio
Me sucedió esto el otro día. Después de pedir una bebida en una cafetería, me caché a mí mismo gozando de una particular autocomplacencia tras haber rechazado el popote que los baristas le imponen a uno de forma contractual. Se ha difundido enfáticamente la amenaza que representan los popotes de plástico, para el planeta en general y para la vida marina en particular. Por tal motivo odio los popotes, y tras la decisión de rehusarme a consumir mi bebida a través de uno, disfruté un placer ético al rechazarlo, pues pensé que gracias a mí, un popote menos terminaría su recorrido en las cavidades nasales de alguna pobre tortuga.
Sin embargo, hubo un problema; fue después que me di cuenta que, a pesar de haber ahorrado un popote, el vaso era de plástico (mi bebida era fría), la tapa era de plástico, y las servilletas que me dieron así como el ticket de la compra habían devenido basura. El precio verdadero de mi café frio había sido no sólo el costo de la compra, sino también el deshecho residual que acompañó a este así como a cualquier otro objeto de consumo. El costo monetario lo asumí yo, y el planeta pagó el otro.
La realidad actual es que el planeta está cada vez menos en condiciones de seguir cubriendo el precio que le imponemos con nuestra forma de vida. La hecatombe ambiental contemporánea acontece simultáneamente al momento en el cual yo me bebía mi café frío, mientras escribo estas líneas y al mismo tiempo que el lector las lee. A reserva de enumerar cifras desesperanzadoras, basta con mencionar que el periódico británico The Guardian ha sugerido acertadamente un cambio en la jerga catastrófica y, en vez de hablar de un cambio climático, más bien se ha de nombrar a este proceso como una crisis. Consecuentemente, no cuesta trabajo creerle a la comunidad científica cuando ésta advierte que la mayor parte del planeta será inhabitable después de la mitad de este siglo. Y yo con mi café frío.
¿Y de quién es la culpa? Del popote, claro está. Es decir, el popote como concepto, como metáfora de todo residuo material que queda después de cualquier proceso de producción y consumo. El popote es el chivo expiatorio, pero la verdad es que la culpa no es del popote más de lo que es la del vaso, de la tapa, de las servilletas y del ticket; de mí por haber consumido mi café, así como de la tienda que me lo vendió, del sistema sobre el cual se sostiene todo ciclo de producción y consumo actual y, sobre todo, de la subjetividad moderna que los sustenta.
Por tal motivo, es urgente articular una crítica del popote; es decir, no sólo ponderar las consecuencias ambientales que lo acompañan, sino cuestionar las condiciones de posibilidad que lo trajeron: ¿por qué apreció el popote en primer lugar? Al acatar la fabricación, el uso y la distribución del popote se está afirmando implícitamente que los escasos minutos que dura siendo succionado —lo que tarda uno en beberse un café frío— son equivalentes a los cientos de años que tardará en desintegrarse, si es que así lo hace. Insisto: el popote es un mero ejemplo, podría ser cualquier otro producto o servicio que genere residuo en cualquiera de sus manifestaciones, pero el fenómeno es el mismo.
Ante la situación ambiental que nos aqueja sobresalen dos posturas. La primera, que es optimista, sugiere que todos desde la obstinada trinchera de la individualidad combatamos la crisis climática cambiando nuestros hábitos; la premisa es la siguiente: “si todos hacemos un cambio, habrá un impacto positivo”. La segunda postura, en un afán pesimista, está enterada de que cualquier esfuerzo individual por mejorar será fútil, dado que nadie puede rebasar el impacto que ejercen las condiciones materiales que a todos nos restringen. La postura de este segundo planteamiento suena al tenor de lo siguiente: “la individualización de un problema sistémico solo perpetúa los ciclos de producción y consumo insostenible”. A grandes rasgos, la primera actitud nos invita a dejar de usar popotes, mientras que la segunda nos informa que la producción de popotes seguirá independientemente de si los usamos o no.
El meollo del asunto está muy por fuera del alcance de estas dos posturas, que son tanto verdaderas y falsas, así como insuficientes. Es decir, la crisis ambiental que atraviesa nuestro Antropoceno tardío podría ser irremediable aun mejorando cada uno nuestros hábitos, y aun cambiando el sistema actual de producción y consumo. Las formas de pensamiento y concepción del mundo que han generado la problemática ambiental no sólo anteceden tanto a los sistemas de producción actuales así como a nuestros hábitos en torno a ellos, sino que son sus condiciones de posibilidad. Para ponerlo en otras palabras, no sólo hay que cambiar los popotes, sino también la subjetividad que propició que los popotes existieran en primer lugar.
¿Cuál es esta subjetividad? Es la que me permitió comprarme mi café frío y la que justificó que aquel establecimiento me lo vendiera, a sabiendas aun así de que el placer fugaz, así como la utilidad económica que provocan son insignificantes con respecto a su impacto. Es la misma subjetividad que sustenta el sistema de producción actual. Es decir, es la cosmovisión moderna occidental, que desde hace ya siglos asume que la tierra (haya sido o no creada) está ahí para el aprovechamiento de las personas. Hemos aprendido históricamente a concebir a la naturaleza como una exterioridad, como objeto de conocimiento, después de control y, recientemente, de dominio. Nos gusta pintarnos a parte, en una categoría superior por encima de aquello que nombramos naturaleza. Lo sabemos ahora: esta división es falsa. La naturaleza no sólo es una exterioridad, sino también una parte indefinida de nuestra interioridad. Hay una inmensidad de naturaleza indomable dentro de cada individuo; fuerzas pasionales que le provocan a uno, entre otras cosas, satisfacer su impulso por un café frío aun tras racionalizar que debido a su impacto ambiental, ni siquiera vale la pena. De la misma forma, hemos caído en cuenta de que la tierra no está para nosotros más de lo que nosotros estamos para ella. Pienso en lo que dijo hace poco el teórico Slavoj Žižek: la utopía actual es creer que podemos seguir viviendo como hasta ahora lo hemos hecho, con cambios mínimos en nuestros hábitos pero con ningún cambio sustancial en nuestra forma de vida.
¿Cómo proceder? Mientras me bebía me café frío sin popote, pensaba que sería más noble la tarea de concebir otras formas de subjetividad alternativas, de pensar nuevas cosmovisiones y respetivas formas de vida, que ingeniar las ultimas tecnologías que hagan de la economía una más “sustentable”. Veo con cierto escepticismo el hecho de que la tecnología nos pueda sacar del padecimiento ambiental, ya que seguir pensando en términos tecnológicos implica seguir concibiendo a la naturaleza como fuente de recursos. Como bien lo anuncio Einstein, un problema no puede resolverse a través del mismo nivel de pensamiento que lo generó en primer lugar.
Ante la situación en la cual estamos, dentro de una olla en plena ebullición, tal vez la respuesta no sea el progreso; al contrario, quizás sea el regreso. Regresar de una economía global a una oikonomia, de la separación de labores a la versatilidad de las especializaciones y de la redes de competitividad a nuevas redes de colaboración. Sin medidas radicales, posiblemente se vuelva una realidad aquella cita que retomó recientemente Žižek al decir que la luz al final del oscuro túnel no es la salida, sino el faro de un tren que se dirige hacia nosotros. Sin embargo, Žižek se equivocó: sí es un tren el que viene hacia nosotros aunque no estamos dentro de un túnel, estamos dentro de un popote.
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