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Columnas

La asombrosa influencia

La asombrosa influencia

28 noviembre, 2016
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog

“La ejemplificación más viva de un arquitecto que se ha preocupado no únicamente por los problemas particulares y limitados de la profesión, sino por todos aquellos que afectan e interesan a la comunidad ha sido y es Le Corbusier.” Eso escribieron Raúl Cacho y Guillermo Rossell en el primer número de la revista Espacios, de la que era director el segundo, publicado en México en septiembre de 1948. El artículo de Cacho y Rossell se titulaba A la defensa de Monsieur Jeanneret y se preguntaba —para, por supuesto, demostrar lo contrario— si se podía pensar que Le Corbusier fuera un reaccionario. ¿A quién se le ocurriría, en 1948, acusar en México al arquitecto más reconocido del momento de ser un reaccionario? El texto publicado en Espacios fue una respuesta a uno publicado poco antes en la revista Arquitectura y lo demás por el pintor Diego María Rivera —su nombre completo era Diego María de la Concepción Juan Nepomuceno Estanislao de la Rivera y Barrientos Acosta y Rodríguez, pero supongo que con publicar el María Cacho y Rossell suponían bastaba para vengar el atrevimiento del muralista al criticar al famoso arquitecto.

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El texto de Diego María Rivera se publicó en el número 11 de Arquitectura y lo demás, fechado entre mayo de 1947 y marzo del 48. Ahí Rivera dice que la arquitectura en el siglo XIX “se asfixió definitivamente bajo el peso espantoso de la ornamentación pomposa de sus uniformes de gala” y que sólo sobrevivió un gigante: Wright. “La luz del gigante americano se proyectó hasta Europa” pero no tuvo frutos, pues ahí “el árbol de la tradición tenía raíces podridas y el tronco muerto, pasto de parásitos infectos.” Al contrario, allá se produjo un “neorromanticismo dandysta” cuyo resultado “era a veces hasta grácil y limpio —Neutra, Gropius, Jacobsen—, pero otras, seco, pedante, fifí y odioso —Le Corbusier y familia.” Unos años después, en una conferencia impartida en Bellas Artes en 1954 y titulada La huella de la historia y la geografía en la arquitectura mexicana, Rivera afinó su crítica. Hablando del calificativo de la recién terminada Ciudad Universitaria como corbusiana, Rivera dice: “yo que fui camarada de le Corbusier desde antes que fuera arquitecto, cuando era pintor no de mucho talento, protesto a nombre de Le Corbusier. No en balde Le Corbusier, con más o menos talento, ha trabajado 35 años; no hay derecho para semejante aseveración.” El problema para Rivera no era en principio Le Corbusier, sino quienes en México lo imitaban como antes habían imitado, dice, el estilo Luis XV. Entre ellos tal vez incluía al joven Juan O’Gorman, quien le diseño a finales de los años 20 su casa-estudio en San Angel, de espíritu indudablemente corbusiano. O’Gorman, como él mismo se reprochó después, también había crecido a la sombra del cuervo.

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La sombra del Cuervo, arquitectos mexicanos tras la senda de Le Corbusier, es el más reciente libro escrito por Miquel Adrià y publicado por Arquine, en el que explora la influencia del famoso arquitecto suizo francés en las ideas y las obras de siete arquitectos mexicanos. Abre O’Gorman, por supuesto, cuya biografía Adrià resume en una frase: nació corbusiano y murió wrightiano —bajo el peso en parte de la crítica de Rivera. Cierra Teodoro González de León, quien estuvo año y medio trabajando en la oficina de Le Corbusier en París —en el número de Espacios en el que Cacho y Rossell defienden a Monsieur Jeanneret se anota a González de León como corresponsal en Europa. Entre estos dos están Luis Barragán —que en sus dos viajes juveniles a Europa conoció a Le Corbusier y se interesó en su obra—, Mario Pani —que al parecer no le prestó mucha atención a su trabajo mientras estudiaba en París al tiempo que Le Corbusier publicaba L’Esprit Nouveau aunque luego lo citara como referencia para varias de sus obras— Juan Sordo Madaleno, Augusto Álvarez y Pedro Ramírez Vázquez. Las filiaciones e influencias que explora Adrià en este libro son de distinta intensidad y naturaleza: la declarada y luego, ya se dijo, renegada fascinación del joven O’Gorman y la siempre confesada admiración de González de León o la doble referencia en Barragán, en el segundo, el de los edificios y casas en las colonias Cuauhtémoc o Condesa, y en el clásico, cuando la azotea de Carlos Béistegui reaparece sublimada en su propia casa en Tacubaya, por ejemplo.

En su libro La ansiedad de la influencia, Harold Bloom plantea que la historia poética es indistinguible de la influencia poética y que los talentos débiles idealizan mientras las figuras de imaginación capaz se apropian de sí mismos, pero nada sale de la nada y apropiarse de sí mismo implica la inmensa ansiedad de estar en deuda. Acaso se pueda decir lo mismo en la arquitectura: a unos la sombra bajo la que se cobijan los abruma, a otros los impulsa.

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