“Selling Sunset” o el fetichismo de la mercancía
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21 marzo, 2024
por Sandra Loyola Guízar
Fotografía: Irvin Tobias/ Secretaría de Cultura de la Ciudad de México - Jueves 3 de marzo de 2019 Sobre Paseo de la Reforma, comienza la temporada floreado de la Jacaranda, esta típica flor de color azul violáceo, de forma tubular florece dos veces al año, en primavera y otoño. Fotografía: Irvin Tobias/ Secretaría de Cultura de la Ciudad de México
En el Valle de México podemos experimentar con claridad dos temporadas: la de estiaje y la de lluvias. [1] Los árboles de jacaranda florean alrededor de las fechas del equinoccio, durante el mes de marzo, y cuando eso sucede todo indica que el frío, junto con el polen invernal, los interiores gélidos y los perritos en pijama quedaron atrás.
El 8 de marzo es el Día Internacional de la Mujer y el color de las jacarandas está en las ropas, los carteles y las pintas de las masivas marchas feministas de todo el país. Aparentemente la razón del uso de ese color en las marchas tiene más que ver más con la lucha obrera que con las flores. En 1910, unas jóvenes migrantes de la fábrica textilera Triangle Shirtwaist, en Nueva York, reclamaron mejores condiciones de trabajo. En marzo de 1911, decenas de mujeres murieron encerradas en esa fábrica durante un incendio provocado. El fuego consumió sus cuerpos, las telas y las máquinas. En los periódicos se dijo que el humo que expedía el edifico podía verse desde casi cualquier punto de la ciudad y que era morado debido a los tejidos que se usaban en la fábrica de camisas. Desde entonces, la ira se pinta de ese color jacaranda cuando se mezcla con la impotencia, fuerza e infinita tristeza.
En 1912 el entonces alcalde de Tokio, Yukio Ozaki, obsequió a Estados Unidos tres mil cerezos, que se plantaron en Washington y, con el tiempo, florearon y la ciudad se convirtió en motivo de envidias internacionales. Pascual Ortiz Rubio, presidente de México (1930-1932), quiso cerezos y pidió una donación al gobierno japonés, el cual aceptó no sin antes pedirle consejo al jardinero Tatsugoro Matsumoto, migrante japonés que venía de Perú y tenía varios años diseñando jardines en México. Matsumoto explicó que los cerezos necesitan cambios marcados en la temperatura entre las estaciones del invierno y la primavera, algo que sucede en Japón y en la capital estadounidense, pero no en la Ciudad de México.
Jacarandá es una palabra guaraní, y se refiere a un árbol subtropical originario de Brasil. Matsumoto comprobó que esta especie había florecido en Perú, y consideró que los periodos de lluvia y sequía de la Ciudad de México serían más adecuadas para estos árboles, cuyas raíces además no son invasoras ni densas y, por lo tanto, no suelen romper las banquetas durante su crecimiento, que anualmente es de dos metros de altura.
Las jacarandas florean una vez al año en algunas calles y avenidas como Reforma. Durante el mes de marzo ocurren las masivas marchas feministas y las acompañan los árboles que rebosan de color morado. Sin embargo, no sucede lo mismo en el sur de América Latina: en Perú, por ejemplo, las jacarandas florecen en octubre o noviembre, porque la primavera en el hemisferio norte se espejea en el hemisferio sur. Por todo esto, entender las condiciones climáticas que le favorecen a estos árboles es complicado para mí y, seguramente, lo fue para el gobierno japonés o para Pascual Ortiz Rubio, pero no para un jardinero migrante como Matsumoto.
Escuché una entrevista de Marie Matsumoto, bisnieta de Tatsugoro. En ella cuenta que su bisabuelo dejó todo lo que tenía en Japón y migró, primero a Perú y después a México, siempre con montones de semillas en los bolsillos. Explica que “muchas jacarandas se plantaron solitas porque las semillas son chiquitas y tienen como alitas”.
Los jardineros, al igual que otros seres vivos, son agentes de dispersión, pero las jacarandas pueden dispersarse “solitas”, porque los seres vivos tienen la capacidad de aumentar el número de individuos y pasar genes a su descendencia para producir organismos diferentes a sí mismos. Las flores se encargan de esto: la flor es el sexo, el órgano reproductivo, y la jacaranda es hermafrodita. Esto quiere decir que en la flor está el estambre y el pistilo, y ahí se fusionan las células necesarias para formar una nueva célula llamada cigoto que se encierra en paredes protectoras. En la jacaranda esas paredes son unas vainas leñosas y tienen dos tapas con el borde ondulado que se abren al madurar, en su interiro hay un blíster de semillas aladas. Estos cartuchos se quedan pegados al árbol hasta el invierno, son úteros que protegen a las células fecundadas hasta que estén listas. Entonces se abren las tapas y las semillas usan el viento para dispersarse hasta encontrar tierra para germinar.
Las semillas penetran el suelo y comienzan a crecer para encontrar aire y luz. Las plantas encuentran formas para alimentarse e interactuar con el mundo sin moverse. No es muy claro cómo llegaron las jacarandas a México por primera vez, lo que sí sabemos es que llevar semillas de un país a otro, como lo hizo Matsumoto durante sus migraciones, es como un acto de reproducción asistida porque, efectivamente, los árboles y las plantas no nos necesitan para realizar todo lo que las define como seres vivientes. Las semillas nunca están —ni actúan— “solitas”.
En 2020 asistí por primera vez a la marcha del 8 de marzo en la Ciudad de México. Ocho días después comenzó la pandemia y el asilamiento obligado nos hizo darnos cuenta de que en la ciudad habitan muchos seres además de los humanos, y que esta configuración de habitabilidad no toma en cuenta la vida de todos los cuerpos. Me refiero, por ejemplo, a los animales, las plantas, los virus y las mujeres. La ciudad subyuga no sólo al medioambiente, sino también a las mujeres, que acabamos siendo pensadas como un objeto pasivo de explotación, como se piensa de la naturaleza. El mundo vegetal migra, vuela y atrae todo lo que necesita sin moverse. Es un error pensar como algo pasivo a los seres sésiles, es decir, aquellos seres que no tienen medios de locomoción y permanecen sujetos a un sustrato.
Durante la pandemia caí en cuenta, con vergüenza, de que yo pensaba que en el mundo y en la Ciudad de México había, sin más, personas y cosas. Pensé entonces en los virus, los árboles de jacarandas, el agua, en sus bacterias y en todo lo otro que tiene vida, o que hace posible la vida, o la complica, o la termina. Asumí por primera vez que el mundo es un espacio compartido y pensé en todo lo que habita las ciudades, todo lo no humano que la atraviesa, padece o interviene. Pensé en los árboles de Avenida Reforma, en cómo se visten durante la primavera y se polinizan para nacer en otros suelos de la ciudad, en sus viajes, migraciones y su envidiable capacidad de adaptación. Finalmente, las jacarandas no son de aquí, pero caracterizan a la Ciudad de México incluso más que otras especies nativas.
Marchar con las jacarandas y vestirnos de su color, y del color del humo de aquella tragedia que inmovilizó los cuerpos de las mujeres obreras que se quemaron junto a las telas que cosían, me hace pensar hoy en la potencia de los movimientos humanos y no humanos de una ciudad radicalmente compartida.
[1] Escuché a Elena Tudela en el podcast abcdmxyz. Ahí, al final, dijo que suponer que tenemos cuatro estaciones, como en Europa, proviene de nuestro pensamiento colonizado.
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