Política que se puede tocar: Ada Colau y el municipalismo internacional
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22 septiembre, 2023
por Olmo Balam
Héctor García - Fundación María y Héctor García
El centenario de Héctor García Cobo (23 de agosto de 1923 – 2 de junio de 2012) ha provocado numerosas conmemoraciones en distintos puntos de la capital, incluidas exposiciones y muestras que celebran al que fue uno de los cronistas gráficos más importantes de la Ciudad de México durante el siglo XX. Este texto sobre el vínculo de García con la estatua de El Caballito, es la primera entrega de una miniserie de escritos inspirados en la obra del fotógrafo y su vínculo con la experiencia citadina. También es una manera de celebrar la inauguración del festival Mextrópoli 2023, que tendrá en la Plaza Tolsá su pabellón principal: una réplica a escala real de la terraza de la Casa Barragán.
Es tan conocida la historia que más bien se le llama “trote” a los múltiples traslados de uno de los dos monumentos que toda persona chilanga conoce como “El Caballito”: La estatua ecuestre de Carlos IV (1796-1804), obra del arquitecto y escultor valenciano-novohispano Manuel Tolsá —la otra y su sucesora, de Sebastián, con su acero amarillo y estilo más abstracto, es posiblemente la referencia principal para los más jóvenes—. Así como el monarca al que evoca, célebre entre otras cosas por su prognatismo, una penosa abdicación ante los franceses y –chismes de palacio– por cornudo, el monumento es famoso por las controversias que ha protagonizado. También ha sido testigo del crecimiento de la Ciudad de México a lo largo de dos siglos.
Nunca está de más recordar la historia de este monumento móvil. En principio, El Caballito sería un tributo al rey español que dominaba sobre un imperio moribundo mediante la alusión al carcaj (alegoría del México originario) que pisotea el caballo que monta. Tolsá, artista imperial –que construyó muchos otros íconos capitalinos, como el Palacio de Minería, la iglesia de Santo Domingo o el recinto de lo que hoy se conoce como Museo Nacional de San Carlos– expresó su obediencia a la monarquía en un momento crítico de la historia mundial: mientras él fundía la estatua, la Revolución Francesa, y después Napoleón Bonaparte, terminaban con la vieja hegemonía hispánica. Con ese contexto en mente puede interpretarse este retrato galante de un rey, por otro lado, pusilánime y sin un atractivo especial, como un anhelo reaccionario por un mundo que estaba a punto de desaparecer.
Tras 14 meses de trabajo, la escultura se inauguró en diciembre de 1803 y se colocó en una balaustrada elíptica que cubría buena parte de lo que hoy es el Zócalo. La gloria de la estatua sería corta, pues con el inicio en 1810 del movimiento independentista de México, el monumento se consideró, cuando menos, inapropiado para una joven república en vías de consolidar su democracia. En 1823 la moverían a un lugar más discreto, el patio de la Real y Pontificia Universidad de México ubicado entre las calles Corregidora y Pino Suárez, justo en donde hoy se alzan restaurantes de comida rápida o gentrificada. Ahí, rodeado de columnas, estuvo hasta 1852, momento en el que se la llevarían al cruce entre Bucareli y Paseo de la Reforma. Fue ahí que, como pieza central de la glorieta entre ambas avenidas, la estatua ecuestre viviría su periodo de estabilidad más largo: 127 años entre 1852 y 1979.
Fue en esa “sede” en la que Héctor García retrató al Caballito a lo largo de las décadas. En Miradas sobre un monumento, la muestra monográfica con la que el Museo Nacional de Arte (Munal) celebra al dúo de fotógrafo y estatua, se exhibe una veintena de imágenes de El Caballito y algunos documentos como libros, litografías o juegos de mesa que aluden al monumento. En cuanto a las fotos, son reproducciones digitales contemporáneas de negativos que salieron de la Fundación María y Héctor García, y retratan a la estatua durante la etapa tardía del “periodo Bucareli”, que terminaría en los años 80, cuando fue trasladada a la explanada que tiene el nombre de su autor: la plaza Manuel Tolsá, justamente frente al Munal.
En las imágenes de los años 50 y 60, García creó visiones de vida cotidiana, sin una actitud celebratoria específica. Su cámara captó al Caballito como una pieza inmóvil entre coches, publicidad cambiante y edificios pasajeros. Ocupando el centro de dos avenidas en las que se concentraba la industria hotelera y los cuarteles generales de diarios famosos (como Excélsior o El Universal), la estatua parece un viajero del tiempo perdido entre coches y edificios modernos, verdaderos rascacielos para los estándares de la época. También es interesante ver la inmediación de la estatua, por ejemplo, en las fotos donde la estatua comparte el espacio con el Edificio Corcuera, obra de Juan Sordo Madaleno, que en su momento fue uno de los primeros mastodontes de la ciudad, aunque sería demolido tras los severos daños que sufrió en el terremoto de 1957.
A pesar de que el emperador señala de manera resuelta hacia adelante, el gesto parece —a decir de las imágenes— como el reflejo de un poder ya extinguido entre toda esa publicidad de marcas extranjeras y productos anodinos (“Pida focos Westinghouse”, “Cerveza Carta Blanca” o, concesión al nacionalismo, “Chocolates de azteca”), así como peatones más concentrados en sobrevivir a los conductores. Que el Monumento a la Revolución le sirviera de fondo era uno más de los contrastes entre los que tenía que alzarse a diario el jinete y su montura. “Tierra de aluvión, acoge con la misma indiferencia la estatua de Carlos IV, el rey cornudo, que el anuncio ramplón de la Coca Cola”, se lee en la leyenda de un libro de Fernando Benítez, La ruta de Hernán Cortés, que los curadores de la exposición utilizaron para enmarcar un primer plano que el fotógrafo le hizo a la estatua, con el neón apagado (es de día) de un anuncio de refrescos. En otra imagen diurna, como tomada al inicio de la mañana, el escenario casi parece de película noir: en primer plano un hombre con gabardina y sombrero, al fondo el tranvía que pasa (sin demasiados pasajeros), y en el centro de la composición, la estatua con su perfil negro que incluso llega a contrastar mejor entre la neblina que los edificios.
La fotografía más llamativa —tanto porque la ampliaron más que a las otras y está en el centro de la exhibición— es la que muestra a la estatua cubierta de numerosos manifestantes vallejistas que llevaron la huelga de ferrocarrileros de 1958 a las calles de la capital. Como en otras imágenes de Héctor García que captaron la “guasa” y la falta de solemnidad de las clases populares, esta foto es a la vez cómica (los huelguistas se acomodan como pueden en las carnes abundantes del caballo y, sobre todo, la cara del monarca) y sublevatoria (de fondo, otra vez, el monumento a la revolución y, en la esquina inferior derecha, las azoteas de algunos edificios también atestados de gente). De manera intuitiva, el fotógrafo la llamó Jaque mate, una alusión ajedrecística más que altiva para el periodismo en el México del medio siglo, tan cuidadoso con las formas.
Aunque quizá Héctor García lo haya hecho, Miradas sobre un monumento no muestra fotografías de la estatua en la Plaza Tolsá, lugar en el que el Caballito ha compartido espacio con bailarines “prehispánicos”, vagabundos, mítines políticos, casilleros para la Feria del Libro del Palacio de Minería, comerciantes y toda clase de instalaciones o pabellones. Esta paz dentro del bullicio habitual de la calle Tacuba (con el sonido del metro corriendo por debajo) se vio interrumpida en 2013 cuando lo que parecía una restauración de rutina terminó por dañar la pintura y el metal originales de la estatua y comenzó a cubrir la cara del rey prognata de una lepra cobriza. Resultado de una turbia gestión de recursos públicos y la histórica negligencia de los gobiernos mexicanos con su patrimonio histórico, El Caballito entró de lleno al mundo de los memes digitales, territorio al que parece estar unido por vocación propia: su jinete fue denostado en vida, en varias ocasiones se le llamó “Caballito de Troya” —más de mala fe que con respeto— y, por último, fue la versión mexicana del Ecce homo de Borja (la pésima pero icónica restauración de un Cristo pintado al óleo en 2012).
Desde la óptica de la “larga duración” de los monumentos, el Caballito es como uno de esos amigos a los que les ha pasado de todo, pero ahí sigue no se sabe cómo. Su historia, y fotos como las de Héctor García, demuestran que las ciudades y sus lugares emblemáticos son existentes que, como nosotros, tampoco tienen asegurado ser eternos. Ni mucho menos la inmunidad al tiempo y su corrosivo sentido del humor.
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