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Columnas

Hablan los animales

Hablan los animales

17 enero, 2020
por Christian Mendoza | Instagram: christianmendozaclumsy

(From L-R): Edward Norton as “Rex,” Jeff Goldblum as “Duke,” Bill Murray as “Boss,” Bob Balaban as “King” and Bryan Cranston as "Chief" in the film ISLE OF DOGS. Photo Courtesy of Fox Searchlight Pictures. © 2018 Twentieth Century Fox Film Corporation All Rights Reserved

Amado Nervo (1879-1919) fue un escritor mexicano que, casi durante todo el siglo XX, fue nombrado principalmente como poeta, aunque en los últimos años del XIX trabajó dentro de los géneros del periodismo y la narrativa. De hecho, sus novelas cortas y cuentos muestran a un autor mucho menos azucarado que lo se le puede apreciar como poeta. Quienes llegaron a memorizar sus versos para una declamación en el patio escolar de la primaria, podrán recordar el sentimentalismo del Nervo poeta. Sin embargo, obras como El Bachiller (1895) causaron en su momento escándalo dada su violencia y amoralidad. 

Incluso, Nervo incursionó en la ciencia ficción distópica. ¿Un escritor adelantado a su tiempo? El canon de este campo narrativo que más se ha divulgado por lo general refiere más a autores de la segunda mitad del siglo XX, y si bien es verdad que la ciencia ficción distópica definió mejor sus reglas de manera posterior la literatura decimonónica, es el final del siglo XIX (occidental y mexicano) una temporalidad perfectamente posible para especular sobre catástrofes ambientales, como lo es “La última guerra”, cuento de Nervo. 

Antes de aproximarnos al cuento, conviene apuntar un par de precisiones sobre la historia finisecular de México. La implementación del positivismo durante los últimos años del siglo XIX trajo consigo no sólo a las materias primas que dirigirían al país a una industrialización moderna, sino también una serie de discursos que buscaron aplicar parámetros científicos a fenómenos sociales. Probablemente, fue en este rubro donde el positivismo tuvo más consecuencias para el panorama mexicano. Es verdad que, mientras las ciudades de Estados Unidos ya habían erigido sus primeros rascacielos, el paisaje urbano de la capital mexicana se mantenía periférico, a pesar de la apertura de vías de trenes y de la instalación de alumbrado público. Esto no imposibilitó que discursos científicos fueran discutidos en distintas áreas, como la política y la literatura, campos que resemantizaron el vocabulario del supuesto conocimiento cuantificable propuesto por el positivismo. Pero si la gestión política buscó medir los males morales de las sociedades en los fríos términos de la estadística —como demostrar, por ejemplo, por qué las vecindades son una infección no en la economía sino en la moral de la sociedad—, la literatura comenzó a preguntarse sobre el crimen y la enfermedad mental, dado que la psiquiatría y una incipiente criminología comenzaban a ser disciplinas practicadas institucionalmente. Aunque el registro que la literatura utilizó para reflexionar  al respecto fue más pesimista que celebratorio del progreso, espejismo con el que se buscaba envolver a la vida cotidiana de México. 

A menudo se olvida que las postrimerías del siglo XIX, además de estar marcadas por las lógicas de una dictadura militar, fueron también el momento en el que efervescieron ideas sobre la higienización y el discilplinamiento del cuerpo individual y colectivo. De la catalogación de “desviaciones” sexuales al supuesto “saneamiento” de espacios como lo fueron las vecindades, el contrato social —impuesto— del siglo XIX fue uno que aspiró a la mayor limpieza posible, tanto subjetiva como física. A este marco de comprensión del cuerpo se le debe sumar la inminente destrucción del régimen que traería la Revolución, de la que comenzaban a escuchar Nervo y sus contemporáneos a través de noticias que les llegaban de las lejanías del país. Este contexto es propicio para especular ficcionalmente sobre una sociedad en crisis, las cuales fueron traídas por una idea de ciencia con la que se pretendía “reordenar” a la sociedad mexicana y, lo más seguro, por un gobierno opresor que se negó a escuchar las necesidades de las minorías ya que, su último y paradójico fin, fue alcanzar  el progreso a toda costa. 

“La última guerra” narra la historia del planeta después de la extinción de los humanos a lo largo de cinco pequeños capítulos. A la manera de Comte y Spencer cuando describieron las etapas evolutivas de la humanidad, Nervo narra la historia del planeta a través de sus revoluciones y de la diversidad de ideologías que las motivaron, hasta llegar a la última, la definitiva. Antes de revelar quiénes fueron los agentes de este suceso histórico, el cuento se detiene en enfatizar una jerarquía entre animales y humanos. En dicha dicotomía, los humanos son una elite social que goza del privilegio de ser reconocidos, precisamente, como humanos —en la acepción que es defendida por la Carta Magna o la Constitución mexicana, la que asume universalmente que todos los hombres son iguales ante el Estado— mientras que los animales son un signo de retroceso, un mero instrumento que resuelve necesidades de la humanidad mediante servicios para los que han sido amaestrados, sin que ellos hayan tenido la opción de poder negarse a esta clase de labor. Esta brecha que señala el narrador no es, entonces, meramente especista, sino también económica. 

Los animales, hartos de solamente recibir órdenes, se reúnen en el Ajusco en una asamblea que precede a su rebelión. Uno de sus líderes políticos, un perro “algo exaltado” llamado Can Canis, lee un manifiesto con el que busca generar esa conciencia de clase para que los animales se hagan conscientes de la diferencia injusta entre los animales y la humanidad: “El hombre desaparecerá del haz del planeta y hasta su huella se desvanecerá con él. Entonces seremos nosotros, dueños de la tierra, volveremos a serlo, mejor dicho, pues primero que nadie lo fuimos, en el albor de los milenarios, antes de que el antropoide apareciese en las florestas vírgenes y de que su aullido de terror repercutiese en las cavernas ancestrales. ¡Ah!, todos llevamos en los glóbulos de nuestra sangre el recuerdo orgánico, si la frase se me permite, de aquellos tiempos benditos en que fuimos los reyes del mundo.” A continuación Can Canis relata cómo era la tierra antes de la aparición de los hombres: “El mar divino fraguaba y desbarataba aún sus archipiélagos inconsistentes, tejidos de algas y de madréporas; la cordillera lejana humeaba por las mil bocas de sus volcanes, y en las noches una zona ardiente, de un rojo vivo, le prestaba una gloria extraña y temerosa.”

En el quinto capítulo la guerra ya ocurrió, y se nos da un testimonio de que fue particularmente sangrienta. Nervo no imagina la negociación de un consenso que termina favoreciendo a “los buenos”, su mirada más bien se dirige hacia la violencia con la que una minoría —los animales— debe combatir a sus subyugadores. Con un dejo pardódico, se aclara que este era el destino inevitable de la humanidad. En su afán obsesivo por construir el progreso, no midieron algunos límites que iban a volverse en su contra; todo lo contrario, siguieron hacia delante, hacia su fin ineludible: “Los autóctonos de Europa desaparecieron ante el vigor latino; desapareció el vigor latino ante el vigor sajón, que se enseñoreó del mundo…, y el vigor sajón desapareció ante la invasión eslava; esta, ante la invasión amarilla, que a su vez fue arrollada por la invasión negra, y así, de raza en raza, de hegemonía en hegemonía, de preeminencia en preeminencia, de dominación en dominación, el hombre llegó perfecto y augusto a los límites de la historia… Su misión se cifraba en  desaparecer, puesto que ya no era susceptible, por lo absoluto de su perfección, de  perfeccionarse más… ¿Quién podía sustituirlos en el imperio del mundo? ¿Qué raza nueva y vigorosa podía reemplazarle en él? Los primeros animales humanizados, a los cuales tocaba su turno en el escenario de los tiempos…”

En pleno siglo XXI, se sabe que las ciudades son los sitios con mayores emisiones de carbono del planeta. Y que no sólo las ciudades, en abstracto,  son las que provocan ese daño. Las opciones de movilidad, la manera en la que se construyen viviendas o negocios, los hábitos de consumo de una clase son algunos de los factores sobre los que tanto han alertado activistas y científicos. ¿Será que no tenemos la suficiente evidencia objetiva y cuantificable como para que no decidamos de una vez por todas detener lo que sea que debemos detener? Como, por ejemplo, las dinámicas económicas tal y como las conocemos. Sucede que sí hay evidencia, y que las dudas que se tienen hacia la validez de la crisis que ya está ocurriendo parecieran más bien defensas veladas del progreso. Antes de responderle al planeta, debemos continuar esa línea recta, hasta llegar a los límites de la historia. Ese retorno a lo orgánico que se plantea en “La última guerra” no es un argumento en pro de lo sustentable: aboga por la extinción de quienes causaron el problema, los humanos, de ahí que se le pueda pensar como una prosa distópica. Habrá que preguntarse si, más bien, no es una posibilidad de utopía. 

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