Anatomía de un monumento
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31 mayo, 2015
por Jerson Hondall | Twitter: JersonHondall
Hay importaciones que son humanas. Este año, dos mil quince, marca el centenario del nacimiento de una. Es por ello que, en un evento casi aislado, la semana pasada se reunieron en Bellas Artes Dolores Martínez Orralde, Lily Kassner y Felipe Ortega para celebrar a quien simple y sencillamente representa lo que hoy se ha teorizado como “multidisciplinariedad”: Mathias Goeritz.
Difícil cuestión resulta el homenajear a quien en el siglo XX encarnó una polimetía propia de da Vinci; “un golpe de aire fresco”, como propiamente lo ha definido Fernando González Cortázar. A Lily Kassner algo le queda claro: Mathias Goeritz fue un hombre totalizador; irónico que, cuando se piensa que lo totalitario tendría una connotación negativa, en el homenajeado es todo lo contrario, pues a través de su práctica artística, el alemán llegado a México en 1949 logró que pintura, escultura, arquitectura, experimento y emociones confluyeran. Para Kassner, el museo de “El Eco” representa precisamente esa reunión de diversas artes, ese Gesamtkunstwerk que hoy muchos intentan y pocos logran. Las creaciones del ese día homenajeado –quien a su llegada a México entabló rápidamente una estrecha relación con Germán Cueto, Rufino Tamayo, así como otros artistas de la ruptura– a través de sus partes, revelan un gran todo. Autónomo o comisionado, el trabajo de Goeritz no se clasifica de manera sencilla, a excepción de la tonalidad dorada (transmisora de esperanza), no presenta un leitmotiv: las Torres de Temixco, diversos vitrales en la Catedral Metropolitana, las Torres de Automex, la celosía del Hotel Camino Real, las Torres de Satélite, etc. En constante experimentación –en “La Serpiente del Pederegal” se valió de materiales como concreto y placa de hierro, hasta ese momento no utilizados en México– Goeritz se inventó a sí mismo.
En la opinión de Felipe Leal, Mathias Goeritz es un referente urbano que irrumpió en su época; guiado por un enorme espíritu emocional, logró un sincretismo producto de las más diversas experiencias de vida. A través de las diversas expresiones estéticas, rompió la barrera que separaba al espectador del hacedor. Goeritz fue un poema plástico en cuyos versos se lee la coexistencia de pintura, arquitectura, música, danza y escultura. Leal no evita sonreír pensando que, afortunadamente, la Ciudad de México guarda aún ciertos íconos urbanos con sello Goeritz.
¿Y qué hacer para recordar a Goeritz en éste, su centenario? se pregunta, ante una sala un tanto vacía, Dolores Martínez. ¿Revalorar su pensamiento? Sí. ¿Hacer eco del Eco? También. ¿Difundir aún más este tipo de eventos? Más que necesario. Tan necesario como organizar otros, y no sólo en museos dedicados a la promoción del arte o a la arquitectura. Al final del día, quizás esa sea una de las tantas ventajas de Goeritz: su centenario permite una celebración con un sin fin de aristas.
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