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El foso

El foso

17 julio, 2017
por Jesús Silva-Herzog Márquez | Twitter: jshm00

 

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La obra pública es un foso de muerte. No es metáfora. El piso pavimentado es una trampa. Bajo la oblea de concreto recién aplanado, se abre un abismo que puede cazarnos en cualquier momento. No pasaron tres siglos ni los cuarenta años que se ofrecieron como garantía al atajo. Llovió, y de pronto, la calle se tragó a dos hombres. Los servicios de rescate tardaron 9 horas para sacar el coche de la gruta. No murieron por la caída del vehículo sino asfixiados, enterrados vivos. Una segunda negligencia los mató. Tras caer al precipicio, el abandono. Un mal rato, dijo el ministro, sacando la chequera. Así creerá él que se resuelve todo. Así creerá él que se mide todo, así creerá él que se compra todo.

Desde el punto de vista
de quien murió
o ha sufrido las consecuencias,
durante esos minutos
el universo se cayó,
se derrumbaron los planetas.
Fue una catástrofe cósmica:
galaxias desplomándose,
hoyos negros
devorando el espacio entero.

He regresado a las líneas que escribió José Emilio Pacheco en 1985, tras el terremoto de septiembre: “Absurda es la materia que se desploma”. La sorpresa de la caída súbita, la calle convertida de pronto en lápida. Pero la tragedia que puso fin a la vida de Juan Mena López y de Juan Mena Romero no es recordatorio del absurdo de la materia sino de los crímenes del poder. Esta tragedia tiene marca humana, sólo humana. El caos que nos estrangula es la corrupción. La corrupción asesina. Asfixia niños, envenena ciudades, engaña enfermos, sepulta paseantes. La tragedia reciente no fue una traición del subsuelo, una súbita rebelión de lo fijo. Estas dos muertes son acusación a un gobierno incapaz de garantizar una obra segura y confiable. Estas dos muertes son denuncia de una empresa criminalmente negligente. Colusión letal de gobierno y empresa.

Vale recordar que la obra no era un puente a Hawái. No se abrió un túnel entre océanos. La obra que el propio Presidente presumió como ejemplo de su benéfica Presidencia era la ampliación de un camino. Un acelerador. Eran menos de 15 kilómetros que se entregaron tarde y con un sobreprecio que duplicó el presupuesto original. Esa fue la obra que pavoneaba el gobierno repitiendo aquello de que lo bueno cuenta y cuenta mucho. Fue una obra que provocó, durante el largo proceso de construcción, más de 250 accidentes y ¡más de 20 muertos! Antes de que la obra fuera inaugurada por el presidente de la República se habían prendido las señales de alarma. Funcionarios de protección civil y vecinos alertaban de las visibles fallas de la obra. En un documento de la Ayudantía Municipal de Chipitlán que se difundió después de la tragedia puede advertirse el convencimiento del peligro: por el mal trabajo realizado en la obra, “el muro que se levantó está a punto de colapsarse”. No es necesario decir que nadie respondió al grito.

El gobierno que hace unas semanas presumía la obra como una catapulta de la competitividad sólo acierta a sacrificar a sus peones. Un funcionario menor, un delegado regional ha sido destituido. El secretario de Comunicaciones y Transportes culpabiliza a la lluvia y la basura. No ha presentado aún su renuncia. El Presidente pide que no se apresuren juicios ni condenas. No ha destituido aún al secretario de Comunicaciones. El Presidente tiene razón, por supuesto, si se refiere a las responsabilidades penales. Habrán de fincarse porque la muerte de estas dos personas no fue un acontecimiento fortuito. Pero se equivoca el Presidente y de manera grave al desentenderse del principio elemental de la responsabilidad política. El secretario de Comunicaciones y Transportes no necesita haber estado en el lugar de la desgracia dando las indicaciones explícitas que provocaron el hundimiento. Era el responsable político de la obra y debe, en consecuencia, asumir las consecuencias de su desatención. Exigir la renuncia del secretario de Comunicaciones no es pedir hoguera para las brujas. Es defender el principio elemental de la legitimidad democrática: un funcionario público es políticamente responsable de lo que ocurre en su esfera de poder. El presidente de la República debe ser el primer interesado en honrar este criterio. No hace falta esperar un segundo más para advertir las funestas consecuencias de la negligencia.

 


Este artículo apareció en el periódico Reforma y se publica aquí con permiso de su autor.

 

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