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Columnas

Espacios romanos, Emérita Agusta, Arcos y Moneo

Espacios romanos, Emérita Agusta, Arcos y Moneo

La memoria viaja al año 2018, a orillas del Guadiana, donde hacia el año 25 previo a nuestra era el emperador romano Augusto manda fundar una ciudad, cuyo objetivo fue ser puente de desarrollo, aprovechado la facilidad de distintas vías de comunicación en el suroeste de la península ibérica. Como pueden ver, estimadas y estimados lectores, el ejercicio urbanístico de la antigüedad no era ajeno a la logística de la comunicación, y el tejer redes fue desde siempre, parte irrenunciable de los procesos civilizatorios en la historia de la humanidad. La segunda estrategia que daba sentido a la nueva ciudad, era el “poblar” a la romana, con los veteranos de las guerras cántabras a quienes en pago de sus servicios se debía dotar con tierras dentro del imperio. Los ejercicios de “poblamiento” de las expansiones imperiales, nunca consideran como verdaderos pobladores a los habitantes previos, ya que no pertenecen a su universo cultural, el cual debe ser impuesto como agente “civilizador” de la región conquistada, ¿le suena a algo conocido y no necesariamente tan lejano en el tiempo?

Los veteranos del ejército romano, obviamente querían vivir con todas las comodidades de la capital imperial o de sus provincias ya desarrolladas, lo que deriva junto a su ubicación como puente entre caminos, en un rápido crecimiento de Emérita Augusta, como se le denominó oficialmente. Solo diez años después, la colonia romana de la que hablamos, se había convertido en la capital de la provincia de Lusitania. Así, la ciudad contaba con templos, termas, un monumental puente que cruzaba el río conectando con las vías terrestres, acueductos, el circo, y por supuesto, un teatro y un anfiteatro donde poder celebrar desde los espectáculos más refinados, hasta los más agresivos como parte del esparcimiento lúdico de sus pobladores.

La historia viene y deviene, Roma pagó su expansión al tiempo siendo invadidos sus territorios por diversos grupos externos al Imperio, que deseaban vivir como romanos a la buena o a la mala. Así que, la oleada de migrantes pasó de los intentos pacíficos en búsqueda de oportunidades ahí donde se movía la economía a gran escala, a las penetraciones violentas para hacerse del control de dicha economía. Colectivamente, el mundo actual se mueve de la misma manera, la migración es inevitable y como cualquier otro animal, el ser humano se moviliza hacia donde aparentemente, hay más posibilidades de subsistir.

Es por ello que las transformaciones posteriores de la ciudad fueron reusando el espacio y las construcciones, las más de las veces desarmándolas para usar los restos como fuente de material para nuevas edificaciones, en otras ocasiones aprovechando fragmentos para completarlas. Así llegará un momento en que, del esplendor imperial romano, no quedarán más que fantasmas solo visibles para la memoria de algunos pocos habitantes locales, o para aquellos estudiosos capaces de identificar y leer las piezas del rompecabezas.

La evolución en el estudio de la arqueología durante el siglo XX, traerá como consecuencia el “descubrimiento” y consiguiente visibilización del universo romano que dormitaba en la ciudad. Recuerdo bien la visita que en 1982 hice con mis padres y hermanos a la hoy denominada Mérida, en la actual provincia de Extremadura. No olvido ni los fragmentos de acueducto, ni el puente ni el teatro, sin embargo, no recuerdo en absoluto el anfiteatro, ni el circo, que sí visitaría en el año señalado durante el comienzo de este relato. Por supuesto, el museo romano, obra de Rafael Moneo, no se había materializado tampoco en 82, pero durante muchísimo tiempo mi padre insistió en que deberíamos regresar a la Mérida extremeña para estudiarlo. La vida no me permitió hacer esa visita con él, pero si compartir algunas de las fotos que obtuve, y comentarlas con emoción. Mismas fotos que hoy comparto con ustedes esperando transmitirles mis impresiones.

El conjunto que comprenden hoy día, teatro, anfiteatro y museo, implica una sola visita integral, que puede realizarse pasando primero por el museo para después adentrarse al espectáculo de las ruinas o viceversa. Dependiendo del tipo de visitante, el orden de los factores en este caso, puede, si no alterar, sí matizar la comprensión de la experiencia. Yo lo relataré desde mi propia percepción, subjetiva y llena de las estructuras ideológicas con que me fui formado, y en las cuales he evolucionado desde el pensamiento crítico y autocrítico que me facilita rectificar y seguir aprendiendo.

Mi llegada junto con el grupo apuntado a la visita del Congreso REHABEND 2018, enfoca como primer plano la fachada principal del museo. Ciega (arquitectónicamente ablando) excepto por el acceso que se enmarca en un contundente arco de medio punto, acentuado por el nicho que guarda una de las muchas esculturas encontradas en la ciudad. Este gran plano de tabique aparente, que recuerda de manera inevitable la tienda de regalos Morris de Wright en San Francisco, funciona como un gran cartel lingüístico, tanto de lo que se espera desde un punto de vista arquitectónico en la visita a la zona arqueológica, como del sistema de configuración espacial del interior del museo.

Como grupo, pasamos de largo para primero explorar las ruinas, lo cual a mí me vino bien de manera extraordinaria, ya que me permitió ir leyendo paso a paso, el porqué de las decisiones estructurales y formales con que Moneo configuró la espacialidad del museo y, si ustedes me lo permiten, intentaré plasmar junto con la narrativa que acompaña las sensaciones de cada trozo de arquitectura, en los siguientes párrafos.

Al avanzar, unas enigmáticas escalinatas perforan lo que otrora, habrían sido unos contundentes volúmenes de mampostería, donde el color dorado de la piedra matiza con el intenso azul del cielo primaveral extremeño. La subida implica, en cuanto al espacio, el aprovechamiento de la colina para las graderías del teatro, en especial la del teatro, como bien lo aprendieron en Roma a través del mundo helénico. Al trascender la escalera, encontramos una serie de puertas estructuradas todas por arcos de medio punto, en su mayoría de sillar de cantera, pero en algunos casos de tabique de barro, probablemente referente al nivel de gradería y costo. Los túneles al los que dan acceso, nos direccionan por medio de sus bóvedas de cañón corrido al interior del recinto teatral. En un nivel más bajo, se abre en un tercer plano el escenario, y en un segundo, los arcos de otra jerarquía en escala, para el acceso de artistas y de personalidades, que se colocarán en las primeras gradas de la tribuna.

Penetramos por fin al interior del teatro, donde la escenografía de dos niveles, casi completa en la parte baja, pero fragmentada hoy día en el siguiente nivel provee la escala es justa para impedir que la vista se fugue más allá del escenario; le contiene, respalda y permite que trabaje de manera acústica. El sonido viajará solo hacia los espectadores si fugarse a otros lados. Al deambular por el espacio, no deja de sorprender el preciso funcionamiento entre circulaciones y asientos: Práctico, rentable, perfectamente balanceado y legible para el asistente, no en balde, el modelo a nivel funcional, se mantiene hasta nuestros días. Tras 2000 años, quizá solo la actual aportación de accesibilidad universal, vendría a ser lo único en verdad evolutivo entre el flujo y la zona de contemplación. Bajar al escenario, nos da la otra dimensión de escala, la que percibe el artista frente al público, directa y abarcante.

En la tangente al escenario, a cada extremo, los arcos que dan puerta al túnel de salida-entrada de artistas y personales principales, nos permiten trascender el espacio contenido para la escenificación de la obra teatral, para pasar el peristilo del teatro, donde se socializa previo o posteriormente al evento, pero antes, la simple disposición de los elementos pétreos en forma de sillar (piedra labrada con precisión geométrica en todas sus caras) se convierten en una lección de estereotomía, arte de la geometría aplicada a la cantería casi olvidado ante el imperio del concreto armado y el acero.

El Peristilo permite diversas perspectivas de la parte posterior correspondiente a la estructura que forma la escenografía del teatro, que, a mi entender, ha sido inspiración directa en la ejecución de una de las fachadas del museo que realizan Moneo y su equipo. Esta sección se encuentra dividida con claridad en un eje que ranura el volumen y deja entrever un fragmento de las tribunas. Al mismo tiempo, se convierte en un elemento que dirige hacia otro eje: aquel que liga el teatro con el anfiteatro.

Encaminándonos hacia allá, encontramos un nuevo túnel, éste con la bóveda derruida pero las arquerías que la contenían aún de pie, dándole al espacio un juego peculiar de luz y sombra, que no tendría originalmente. Ese es el romanticismo que produce la ruina.

El anfiteatro, nos muestra una dimensión desde la arena, que no deja de ser imponente a pesar de que el edificio es de mucho menor escala que su hermano escenográfico, más arruinado también o menos reconstruido, es complicado percibir con claridad la calidad integral del edificio, pero destaca por debajo del graderío, el sistema de túneles que ligan las mazmorras de gladiadores, con las jaulas de los animales y de los prisioneros destinados al sacrificio. Estos espacios a su vez, tienen en su escala y su relación directa con la arena, un dejo de drama previo que causa inevitables escalofríos. El foso al centro de la arena, deja una idea de las alternativas para el espectáculo que se manejaban entonces: macabra creatividad.

Salimos del recinto arqueológico para volvernos a encontrar con la fachada de acceso del museo obra de Rafael Moneo y su taller, cuya narración vendrá en la segunda entrega de esta reflexión.

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