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Espacios. Manantiales y arroyos: Réquiem para un cauce

Espacios. Manantiales y arroyos: Réquiem para un cauce

 

No creo mucho en los días nominales para celebrar, a nivel nacional o internacional, algo, pero la verdad es que últimamente algunos son altamente necesarios para provocar reflexiones y reacciones sociales que, quizás algún día, permitan reformular nuestro sistema de habitar el planeta. A propósito del día internacional del Agua y tras la reflexión pasada, sobre el acueducto de Tembleque, hoy presento, no sin cierto desaliento, una pequeña historia sobre un proceso cuyo único fin, de no ser revertido, es la muerte misma.

La primera imagen, enmarca un recuerdo fijo no muy lejano. Un cristalino arroyo se abre paso entre las rocas, ya moldeadas por siglos de caricias no siempre tiernas, del agua que pasa. A los bordes de éste, el bosque tupido vigila su paso, alimentándose y alimentándolo.

Una escapada cuando mis hijos eran más pequeños, al Desierto de los Leones me susurró al oído como un diablillo travieso, la idea de meternos cauce arriba, lo más lejos posible, para buscar el origen del río Mixcoac. Si hacemos una encuesta entre la población de la Ciudad de México, hoy, difícilmente encontraremos que alguien pueda referirse con este nombre, a otra cosa que no sea una ancha avenida donde el principal flujo superficial, es el de vehículos motorizados.

La Sierra de las Cruces, como se le conoce a esta región de la cordillera poniente en la Cuenca de México, es uno de los mayores espacios de producción de agua de este sistema hídrico. Como el río Mixcoac, el Magdalena, el Tacubaya o el Becerra, brotan desde aquí entre y desde manantiales otrora protegidos por un abundante bosque que ha ido cediendo a los intereses industriales primero, y urbanos después.

De la vertiente del río Tacubaya, sigue brotando el legendario manantial de Santa Fe, al lado de la ermita donde Vasco de Quiroga fundó su primer Hospital Pueblo (segunda Imagen). Con este manantial, se nutrió la Ciudad de México desde el siglo XVI hasta el porfiriato, época donde el crecimiento poblacional de la capital hizo insuficiente los suministros de agua comenzando con la extracción de pozos profundos. El manantial hoy día solo nutre del vital líquido, a una muy pequeña parte de la mancha urbana, cada vez con menos caudal. El siglo XX depredó la región primero con minería, luego lo usó como basurero y, finalmente, intentó recuperarla parcialmente, pero como polo de desarrollo inmobiliario. Cada obra nueva que se levanta en la zona contribuye a la desertificación de esta.

Ya antes de llegar a la ermita, los arroyos superficiales que brotan del irreductible bosque protegido por la denominación de Parque Nacional, a menos de un kilómetro de distancia de su cuna, comienzan su proceso de contaminación. Descargas de aguas negras, plásticos, químicos, ropa y muebles entre otras cosas son arrojados a las barrancas, incluso a pesar de acciones loables que vecinos, autoridades y sociedades civiles de las distintas secciones de estos cauces han hecho para concientizar y concientizarse. La realidad es que, incluso habiendo académicamente numerosos estudios sobre el valor sistémico de las barrancas, las acciones siempre son fragmentadas y por tanto incompletas.

Las siguientes imágenes muestran puntos específicos de este flujo muerto en vida: Reencauzamientos emparedados por muros de concreto para una parte del arroyo Santa Fe, entubamiento del mismo a la altura de Universidad Iberoamericana, segmentos que aún subsisten rodeados de vegetación, pero convertidos en tiradero público en el río Becerra, parques que miran desde sus andadores cómo el torrente arrastra basura y heces, desvirtuando recursos humanos, sociales y financieros inyectados con ilusión, y condenados por su parcialidad, tanto en río becerra como en río Tacubaya. Un tubo azul cruza el Molino de Belén, es la arteria que aún captura agua para consumo humano de otro de los manantiales del sistema, cercano al río Tacubaya. Represas construidas hace ya casi un siglo, como la de río Tacubaya, para contener la fuerza imponente del agua que baja enfurecida por el cauce cuando llueve en el cerro, arrastrando todo lo que encuentra a su paso, totalmente azolvadas.

Ingratos somos los urbanitas con los dioses que nos dan de beber, pero ¿para qué ocuparnos de nuestras propias fuentes de agua, si son solo arroyos y barrancas de montaña, cuando podemos traer agua de otras cuencas y desertificarlas o sacarlas de las entrañas mismas de la tierra y hundirnos hasta llegar al infierno? ¿Cómo vamos a detener el progreso convertido en torres de concreto, acero, aluminio y cristal por estos insignificantes cauces?

Como Mozart, escribimos no solo el réquiem del cauce, también el propio. Pero la esperanza es lo último que muere y la naturaleza puede recuperarse, claro que se necesitan visiones para treinta años y, como diría Mafalda, lo urgente no deja tiempo para lo importante.

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