Espacios para la vida: Entre Alchichica y Litibú
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¡Felices fiestas!
9 diciembre, 2020
por Jose Maria Wilford Nava Townsend
Hacia 2004, leía un artículo sobre la nueva ala del Ontario College of Art & Design. Inevitablemente las imágenes de una caja blanca, que se elevaba varios niveles sobre la calle, en unos pilotís diagonales de colores primarios, parecía, a simple vista, un prototípico ejercicio de veleidad arquitectónica, destinado a la proyección mediática. Luego, la lectura del texto del artículo, dejaba ver que no era tal.
Alsop, fundador del estudio All Design, lejos de pretender ser un autor individualista y protagonista, trabajó con la idea de participar dentro de un colectivo que combinaba edades, experiencia e intereses, pero no sólo eso. Su ejercicio implicó erradicar, desde esta perspectiva, la barrera histórica de los “creativos” semidioses que infieren la idea única de un planteamiento proyectual, para abrazar la dinámica de los trabajadores de un oficio que impacta inevitablemente en la vida cotidiana, no sólo de aquellos que utilizarán los espacios construidos como un pequeño hábitat temporal o permanente, del cual son parte ecosistémica, también de los habitantes del barrio y a las actividades preexistentes del mismo.
Sin renunciar a intereses propios, como la expresión sublime de los elementos edificados (llamémosle expresión artística), el colectivo pretende integrar al proceso de producción creativa otros actores, como residentes del barrio, administrativos de la institución que requiere el edificio, y los futuros habitadores del mismo.
No son Alsop ni su grupo los inventores del diseño participativo, pero al menos en esta propuesta la aplicación de dicho concepto termina generando un resultado que, si bien es peculiar y diferenciado de lo habitual, se encuentra profundamente integrado a su entorno contextual.
Atrás quedan conceptos sumamente académicos que aún pululan en las aulas de la formación arquitectónica más tradicional, como lo son el programa arquitectónico predeterminado —prejuiciado, diría yo. El programa no existe, se descubre, se encuentra a partir del intercambio de conocimientos entre quienes realizarán actividades dentro de un espacio por existir, quienes deben ejecutarlo, y quienes desarrollan sus actividades por fuera de la futura construcción, mismas que se verán alteradas para bien o para mal, según el resultado, por ella. Otro que es obligado a evolucionar, es el famoso “partido” arquitectónico —esa supuesta idea generadora que sintetiza analíticamente la propuesta arquitectónica en su sitio—, ya que, en este caso, no es una idea la que surge ya sea por conclusión analítica o por inspiración de la musa correspondiente, es más bien un universo de pensamientos que, como células, se van agrupando hasta formar un organismo ¿Quién es el autor entonces de esa síntesis? Y si no lo hay, si es un colectivo ¿debemos seguir llamando “partido” al resultado sintético o hay que buscar nuevos léxicos? Que se abra la discusión.
El caso es que, eventualmente, las imágenes publicadas en suma con el texto explicativo, hace ya 16 años, abrieron la puerta de la curiosidad de quien aquí escribe. Y un día, el destino me llevó a Toronto, ciudad que acuna el edificio comentado.
El viaje de trabajo dejaba algunos momentos libres y, sin dudarlo, fueron utilizados no para comer, actividad necesaria pero trivial cuando uno no sabe si podrá algún día regresar a un sitio al que llegó sin haberlo planeado con mucha antelación, y si para conocer la ciudad en su espacialidad.
Llegué al OCAD buscando la caja flotante que, para picar más mi inquietud, podía ver desde el cuarto de mi hotel, peculiar casualidad. La impresión de coherencia espacial fue inmediata, posiblemente por el conocimiento literario que tenía previamente del emblemático edificio, posiblemente porque cumple en realidad con lo descrito.
El prismático volumen, acabado en su piel exterior con una lámina blanca, salpicada equilibradamente por ventanas traslúcidas y cuadrados de color negro, me remite inevitablemente a una escuela de arte y diseño, es decir, la piel es coherente con el significado. Esa piel no deja de transportarme a los cuadros minimalistas de Sol Lewitt, así como sus pilotís en colores primarios a Le Corbusier y a van Doesburg, pero hay mucho más.
Su elevada posición le convierte en un gran palio urbano, bajo el cual se cobijan antiguos edificios ya de valor patrimonial, que de otra forma habrían tenido que ser demolidos si la construcción reclamara los metros cuadrados de desplante a nivel de calle, que el consensado programa de actividades requería. Por otra parte, la misma elevación se convierte en el umbral de un parque local, regenerado como parte de las sugerencias que la creatividad de los vecinos aportó al proceso y, sumado a esto, permite la vista de parte de esos vecinos —los que, habitando los departamentos del frente de calle opuesto, no hayan perdido la vista hacia el espacio público verde, bloqueada inevitablemente de haberse resuelto de otra forma.
Así, el edificio se convierte en un emblema de la ciudad, porque los ciudadanos son los que le dan valor al mismo, y por qué no, también en un imán de ese peculiar sector del turismo cultural, que es capaz de trasladarse para conocer y valorar la arquitectura contemporánea.
Al final, siendo parte de ese turismo, para conocer este elemento que se presenta con una geometría tan básica como contundente, a mí, me faltó tiempo, tiempo para seguir aprendiendo que no hay una fórmula para añadir una palabra (arquitectónica) a un texto (urbano). Lo que hay es trabajo, duro, profesional, incluyente, y sensible a la colectividad que habita en un sitio.
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