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Columnas

En memoria del maestro

En memoria del maestro

24 enero, 2013
por Arquine

Humberto Ricalde o el risueño francotirador

El pasado 7 de enero de 2013 murió uno de los más notables arquitectos que este país produjo en los últimos años: Humberto Ricalde. Con su partida deja un hueco que muchos lamentamos hondamente y que no parece fácil de llenar en un buen tiempo. Dueño de un humor a toda prueba, propietario de un ojo crítico de alto refinamiento, gozoso disfrutador de conversaciones, viajes y fiestas; colaborador atinado y sensato de los mejores arquitectos de México, maestro capaz de enardecer a los alumnos y guiarlos por la senda del entusiasmo y el conocimiento: todo esto y más fue este yucateco simpatiquísimo, de afilada lengua y sensato juicio.

Quien escribe esta columna no tiene más remedio que relatar la última visita que Humberto hiciera a Guadalajara con motivo de impartir una conferencia en el CCAU. Al día siguiente pidió que alguno de los estudiantes lo llevara a ver una obra que le interesaba (el Liceo Franco Mexicano) y acto seguido apareció en la terraza y llenó la casa de risas, juicios, noticias y comentarios que juntaban lo entrañable con lo insólito. El tequila volaba y su manera de habitar y volver propia otra casa asombraba a los niños que lo miraban azorados. Luego accedió gentilmente a impartir un par de talleres en la Escuela de Arquitectura del Iteso, en donde logró una vez más dejar boquiabiertos y pensativos a una treintena de aprendices. Sus sugerencias y referencias recorrían la antigüedad clásica, el Renacimiento, la protomodernidad, las últimas hechuras de los arquitectos más visibles…

Era un surtidor de posibilidades, una fuente de búsquedas y caminos insospechados. Para quienes tuvimos el privilegio de ser sus amigos y compañeros de episodios académicos y profesionales la compañía de Humberto fue siempre deslumbrante por sus conocimientos y, sobre todo, divertido por sus osadas ocurrencias. Era un profesional de la fiesta, la celebración, la gracia y el ingenio siempre agudo. Conoció a todo mundo que valía la pena conocer. Emparejó su suerte con el Taller Max Cetto de la UNAM, colaboró con el mismo Luis Barragán, con Andrés Casillas, con Augusto Álvarez, con Alberto Kalach… Utilizaba su inteligencia con una certeza de francotirador que sabía unir lo mortífero de sus proyectiles verbales con la bonhomía yucateca que nunca perdió. Escribía estupendamente y dejó una porción de ensayos memorables que sus amigos deberían de reunir en una digna publicación.

En un taller impartió hace unos meses en la casa de Luis Barragán de Tacubaya propuso a sus alumnos de la Universidad de Arkansas un estudio detallado de las rinconadas y vericuetos del barrio. El resultado, consistente en dibujos a mano alzada y maquetas, era deslumbrante. Dudo que los gringos hayan tenido un maestro equivalente en talento y capacidad de comunicar la poesía implícita en esas callejuelas desastradas, transfiguradas gracias a su genio en lugares de encantamiento y serenidad. Sus visitas guiadas a la casa de Barragán eran un prodigio de originalidad e inventiva juguetona e inquietante. Vamos a extrañar mucho a Humberto. Ya estará en el cielo de los grandes arquitectos, tequila en ristre, armando una fiesta de alarmantes proporciones e imprevisibles, felices consecuencias.

por Juan Palomar*

*Publicado el miércoles 9 de enero en El informador.

La última clase de Humberto Ricalde

Lo conocí un sábado, hace 10 años, en una expedición de estudiantes de Arquitectura a la Casa Barragán en Tacubaya a la que me anexé sin que él me hubiera invitado y sin -¡mucho menos!- ser estudiante de Arquitectura. Caminaba por ella con la seguridad de quien ha recorrido muchas veces un camino: cada objeto, rincón o fuente de luz de esa casa se convertía, por su voz, en anécdota o pretexto para enseñar (o, como él decía, “pensar con”) Arquitectura. En mito. Esa mañana tomó unos papeles de algún lugar de la Casa Barragán y, sin avisar, se puso a declamar, casi gritando. Cuando terminó, tras haber robado la atención de todos, nos dijo que era un poema de Pellicer, querido amigo de Luis Barragán.

Hablaba. Era su oficio. Con pasión, añoranza y maestría platicaba, casi siempre recordando. Ponía la mirada en quién sabe qué horizonte, buscándolo, cuando se refería a alguien a quien había conocido. Luego supe que se llamaba Humberto Ricalde y que, después de ser Beatriz de nuestra expedición, esa tarde se fue a beber con los alumnos a los que tuvo la confianza de invitar. Escuché que siempre decía que había que “pensar con arquitectura”. Cuatro años después lo volví a ver en una fiesta de estudiantes de Arquitectura. Lo vi de lejos, platicando con el amigo que nos había invitado y otros de recién ingreso en el Cetto. O, mejor: platicando él, contándoles historias. Todavía el año pasado, mi novia me llamó desde Guadalajara y, feliz, me contó que había ido a una plática fantástica. Era un señor extraordinario que, a medio encuentro, había abierto una botella de tequila y les había servido a todos. El viejo, el señor se llamaba Humberto Ricalde.

Todavía el viernes 4 de enero él fue lo primero que vi cuando entré al Felina. Estaba con sus amigos, sentado en la barra. Estaba lejos, otra vez: estaba con los suyos, los que piensan con Arquitectura. Así que me fui con los míos y, mezcales después, yo más borracho y Ricalde menos acompañado, me le acerqué y, al tiempo que le estrechaba el hombro, le dije “Maestro Ricalde, ¡qué gusto encontrarlo por aquí!”. Me respondió, efusivo y feliz, con los ojos saltados: “¡Hola! ¡Qué gusto verte!”. Le conté esta historia. Que nunca había podido hablar con él. Entonces me prohibió hablarle de usted y me exigió que lo llamara Humberto. Acto seguido, volví a llamarlo Arquitecto Ricalde y entonces me sujetó del brazo y me dijo “¡vas a hacer que me encabrone si me sigues diciendo así, cabrón! ¡Yo soy Humberto!” Me preguntó a qué me dedicaba y le dije que trabajaba para un Banco pero que también escribía poesía. “¿Y qué haces en esa mierda, si escribes poesía?”. Entonces le conté que recordaba bien el momento en que declamó el poema de Carlos Pellicer en Casa Barragán. Se atacó de la risa.

Me pidió que le recitara un poema mío.

«Pero, ¿para qué, Humberto, si te puedo recitar a otros mucho mejores? Mejor te recito a Huidobro.»

«A ver.»

Y empecé: Mujer el mundo está amueblado por tus ojos / Se hace más alto el cielo en tu presencia…

Humberto replicó con Pellicer.

Nos reíamos y platicábamos sobre arquitectos y poetas. Sobre educación. Le conté que yo también daba clases.

Después de un rato le recité otro poema.

«¿Y ése de quién es?»

«Es mío.»

«¿Pero qué haces en esa mierda? Vete de esa mierda de Banco.»

«Ya lo sé, Humberto; pero tengo que comer. Y nadie me va a pagar por ser poeta.»

«Pues sí. Pero este mundo necesita más gente creativa y sensible que pinches máquinas que trabajan en Bancos.»

Me besó la mano. Me dio un fuerte abrazo.

Lo presenté con mis amigos como el maestro Humberto Ricalde, la gran institución de la Arquitectura en México.

El lunes [7 de enero] supe que había muerto. Con certeza supe que ésta fue su última plática. Su última clase. Desapareció. Poético como era. Desapareció. Fantásticamente. A fuerza de repetición, “pensar con Arquitectura” parece lugar común entre quienes estuvieron en sus clases. Pero él era así: convertía todo momento, cualquier espacio en terreno fértil para aprender. Para enseñar. Y pensar. No sólo con Arquitectura: pensar con arte, pensar sintiendo. Llenar espacios. Espacios que estaban vacíos y que con su sola presencia se llenaban. Él era Arquitectura. Era espacios vueltos poesía. Era viernes, todavía. Era un mundo mejor.

por José Saed Ayub | @pepeayub*

* Publicado el martes 8 de enero en Consideraciones.

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