José Agustín: caminatas, fiestas y subversión
La Ciudad de México, entendiéndola como una extensión territorial que abarca tanto al centro como la periferia, fue dura, sinónimo [...]
1 julio, 2021
por Christian Mendoza | Instagram: christianmendozaclumsy
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La historia de Tránsito, personaje principal de El Milusos (1981, Roberto G. Rivera) habla de un hombre campesino que migró de su pueblo natal, situado en Tlaxcala, a la Ciudad de México, donde intentó sobrevivir con diversos microemplempleos, sin lograr establecerse en un domicilio fijo ni percibir algo parecido a un ascenso económico. Para Tránsito, la capital del país no es una región milagrosa donde la modernidad recibe, con los brazos abiertos, a todo aquel que decida sumársele. Sin embargo, la mirada de Roberto G. Rivera delimita de una manera casi maniquea los contrastes entre dos geografías que el director piensa antagónicas: la provincia y la ciudad. Tránsito tuvo que emprender un largo viaje hacia una Ítaca fallida a la que no pudo asimilarse dado su origen campesino, mientras que los defeños tienen más capacidades para sobrevivir en un entorno más bien hostil. Pero, ¿acaso la ciudad tiene tan delimitadas sus diferencias?
Para Oscar Lewis, antropólogo estadounidense, las migraciones ocurren dentro de la misma ciudad. En la introducción de su libro Antropología de la pobreza, publicado en 1959, esboza algunas ideas sobre cómo las clases bajas habitan la metrópoli y construyen lo que él nombra como “cultura de la pobreza”. Para Lewis, México logró un incremento en el bienestar que aumentó “el número de población rural que duerme en camas en lugar de dormir en el suelo, usan zapatos en lugar de huaraches o en vez de ir descalzos […] y viajan en autobús o en tren en lugar de caminar a pie o en burro”. Pero no deja de mencionar que con el “rápido aumento de población y urbanización”, las clases bajas comienzan a vivir en barrios donde “no puede lograrse habitación decente”, ya que “gran número de personas permanece en viviendas de una sola pieza, mucho tiempo después de haber mejorado económicamente”. Según Lewis, estos barrios nacen a las orillas de la ciudad; es decir, no son ámbitos rurales lejanos al concreto de la ciudad. Pero, lejos de hablar sobre las nulas posibilidades de movilidad social, el antropólogo adopta un punto de vista singular: su objeto de estudio no son las estructuras que originan la pobreza, sino cómo ésta constituye una “subcultura” que afecta su participación en la “esfera de la cultura nacional”, sobre todo en lo que respecta a la vida en la ciudad. Paradójicamente, para establecer su marco teórico, Lewis hace uso de una técnica que llama “realismo etnográfico”, la cual abreva de la ficción, sobre todo la de las novelas que, para él, son retratos de la pobreza que el antropólogo puede utilizar.
Nos enfrentamos, entonces, a la construcción de una narrativa sobre las clases bajas, una que abreva de la creación literaria y otro tanto de la moralidad. Calificar de “subcultura” a una condición social es ya tomar una postura. Aunque probablemente no fue una que únicamente Óscar Lewis haya asumido. Nueve años antes de la publicación del libro de Lewis, Luis Buñuel estrenaba Los olvidados, una película que en su inicio contiene una declaración de principios. Después de los créditos, se aprecian tomas que capturan el paisaje de diversas ciudades mientras que, una grave voz en off declara: una declaración de principios.
Las grandes ciudades modernas, Nueva York, París, Londres, esconden tras sus magníficos edificios hogares de miseria, que albergan niños malnutridos, sin higiene, sin escuela, semillero de futuros delincuentes. La sociedad trata de corregir este mal, pero el éxito de sus esfuerzos es muy limitado. Sólo en un futuro próximo podrán ser reivindicados los derechos del niño y del adolescente, para que sean útiles a la sociedad. México, la gran ciudad moderna, no es la excepción a esta regla universal. Por eso esta película basada en hechos de la vida real, no es optimista, y deja la solución del problema a las fuerzas progresivas de la sociedad.
Buñuel ya había probado las intersecciones entre el documental y la ficción, como Lewis hizo posteriormente, en Las Hurdes: Tierra sin pan, cinta en la que, con un tremendismo más propio de la nota roja, retrata a Las Hurdes, región de España cuyo aislamiento geográfico provocaba una pobreza extrema en sus habitantes. En Los olvidados, la lente del director calandino predispone al espectador a que verá una historia repleta de violencia, nada menos que la que se vive en lo que fuera la “herradura de tugurios”, lo que ahora llamaríamos un asentamiento irregular cercano al Centro Histórico de la ciudad y donde, más tarde, sería construido Nonoalco Tlatelolco, a costa del desplazamiento de los habitantes de la “herradura”. En realidad, la mecánica de la trama en Los olvidados no abunda en detalles: El Jaibo, encarnado por Roberto Cobo, escapa de la prisión juvenil para reunir a la pandilla de delincuentes que antes lideraba. Esta historia le permite a Buñuel narrar la violencia inherente a una condición social: un ciego abusa sexualmente de una niña, unos adolescentes roban una tabla con ruedas sobre la que se transporta a un hombre sin extremidades, unas gallinas son despedazadas en una escena onírica, infancias pueden ser subsumidas por el crimen y un paisaje de casas de lámina, de alguna manera, cifra la subjetividad de los personajes. Pareciera que Buñuel anticiparía las ideas de Oscar Lewis: la pobreza es una subcultura cuya vivienda es de una manera y cuyo destino, de no reformarse (de no buscar esforzarse por pertenecer a otra clase), no tiene otra solución más que la muerte.
Aún así, Los olvidados demuestra que, además de migraciones de lo rural a lo urbano, también es necesario mirar y entender a la periferia. Al margen, físico y social, de la promesa de la modernidad, viven los olvidados, quienes se desplazan constantemente hacia las calles de una metrópoli en apariencia más civilizada, o son desplazados para que se construyan hitos modernos. Pero la artista y documentalista Sarah Minter propuso una tercera vía para interpretar las diferencias entre el centro y la periferia, una que procura evitar los sesgos morales. Minter trabajó con el video de una manera plenamente situada en una Ciudad de México que se ha modificado continuamente por desastres naturales y económicos. En su documental Nadie es inocente (1987) filma a Kara, habitante de Ciudad Nezahualcóyotl y militante punk, quien decide huir de su lugar de origen y emprende un viaje en tren. Dice Jesse Lerner en “Las subculturas, los medios marginales y lo subterráneo: Los videos punk de Sarah Minter”:
El “milagro mexicano” había resultado en un crecimiento espectacular de la ciudad capital, alimentado por la migración rural y exacerbado por el desarraigo de los barrios obreros desde cerca del centro histórico de la ciudad hasta la expansión perimetral de la metrópoli. Con esto, el área urbana se expandió, y alrededor de los bordes de la ciudad nuevos barrios, como ciudad Nezahualcóyotl, crecieron sin infraestructura adecuada, ni servicios públicos. Con frecuencia considerados como focos de pobreza, o “ciudades perdidas”, es a partir de estas comunidades que surgieron las subculturas radicales, contrahegemónicas, que se celebran en los primeros trabajos punk de Minter disputando el poder del estado, las nociones de la iglesia, y de la pequeña burguesía de “buenas costumbres”
Mientras que Oscar Lewis consideraba que la pobreza misma era una subcultura, Minter propone las conexiones entre el punk y la vida en las periferias. Si bien, las imágenes granuladas de Nadie es inocente pueden llegar a complacer el afán de escándalo, o bien, confirmar las sospechas de que alguien que no viva en esas zonas de que quienes viven en asentamientos irregulares llevan cierto estilo de vida, los personajes de Minter aquieren complejidad cuando buscan su ropa de la basura y se pintan el pelo sobre tambos de agua por afirmar una identidad basada en la estética punk, no tanto por ajustarse a las expectativas del antropólogo, el cineasta o incluso la documentalista. Como apunta Jesse Lerner, la estética punk fue apropiada por personajes de estratos sociales más altos, quienes incluso aprendieron de este estilo en el extranjero, como el curador Guillermo Santamarina cuando vivió en Ámsterdam. Los Mierdas Punk, la pandilla liderada por Kara, no cumple con las expectativas de quienes esperan ver en ellos a criminales. Se reúnen en terrenos baldíos para escuchar música. En comunidad, cantan que “no hay futuro”. Incluso, se niegan a reformarse. Kara primero busca huir para después volver a Ciudad Nezahualcóyotl, a su periferia, para no dejar de ser punk.
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