Gobierno situado: habitar
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9 junio, 2020
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
El 7 de agosto de 1963, José Villagrán García dictó en el Colegio Nacional, del que era miembro, la primera de las ocho pláticas que daría bajo el título general de Estructura teórica del programa arquitectónico.
Villagrán nació en la Ciudad de México el 22 de septiembre de 1901. Estudió en la Escuela de Arquitectura de San Carlos, de donde se recibió en 1923. Su obra construida incluye hospitales y escuelas y proyectos privados. Fue quien diseñó el edificio que hoy ocupa la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional, en Ciudad Universitaria. También fue profesor de muchas generaciones. Desde 1924 dio clases de composición y teoría de la arquitectura, y llegó a ser director de la Escuela Nacional de Arquitectura entre 1933 y 1935. Es reconocido, además, por su intento de construir un aparato teórico coherente. Ingresó al Colegio Nacional en 1960.
Aquél miércoles de agosto, Villagrán inició su plática aclarando que ese “cursillo” estaba dirigido “no sólo a especialistas, sino abiertamente a quien quiera puedan interesar los temas que en diversas ramas de la cultura les sirven de motivación” y excusándose de abordar “conceptos generales que son de uso habitual para quienes se dedican a nuestra especialidad.” En seguida, afirmó que para el arquitecto en activo y el estudiante, “un programa posee una significación suficientemente objetiva: es el conjunto de exigencias que debe satisfacer una obra por proyectar.” Sin embargo, aclaró que es un concepto que no se trató de manera explícita en la teoría de la arquitectura sino hasta que lo hizo Julien Guadet en el primero de los cuatro tomos de sus Éléments et théorie de l’architecture, compilación de los cursos que dictó en la École nationale et spéciale de beaux-arts de Paris y que fueron publicados en 1894.
En el segundo capítulo de ese tomo, titulado Principios directores, Guadet le dice a sus alumnos: “En sus composiciones, ustedes serán guiados en principio por una fidelidad leal al programa. El programa no debe ser obra del arquitecto, siempre le será dado: a cada quién lo suyo. El arquitecto es el artista capaz de realizar un programa, pero no le toca decidir si el cliente necesita una o varias recámaras, si harán falta una o varias caballerizas, etc. Es sabido que con frecuencia el arquitecto no recibe ningún programa y muchos de nuestros edificios más notables han sido construidos sin tenerlo. Es muy molesto y, ¿quieren saber por qué sucede así? Porque tres de cada cuatro veces los clientes o los administradores no saben lo que quieren. Eso no impide que debieran ser ellos los que supieran, no nosotros.” Después de tal advertencia —el programa le toca al cliente, no al arquitecto— y el reclamo que sigue —pero no lo hace—, Guadet explica para qué sirve el programa. Primero, nombra los servicios y establece sus relaciones, “pero no sugiere ni su combinación ni su proporción. Ese es su trabajo; el programa no debe imponer soluciones. El programa les da la libertad de elegir los medios, pero hay que entender qué es lo que se les pide.” El programa, sigue Guadet, “también les indica un elemento esencial de la composición: el emplazamiento, el terreno.” En resumen, según Guadet el programa no lo hace el arquitecto y sirve para definir las necesidades espaciales y el emplazamiento del edificio a proyectar.
Villagrán sigue de cerca a Guadet al explicar qué es el programa arquitectónico, pero antes define lo que para él caracteriza a la arquitectura, distinguiéndola, de un lado, del arte de la edificación —generalmente auxiliada por la ciencia de la edificación, dice—: construir una presa o un puente, por ejemplo; y, del otro lado, de la escultura monumental, que puede emplear las mismas técnicas y los mismos materiales que el arte de la edificación pero con otros fines: si aquél es utilitario, ésta es simbólica. “La arquitectura, dice Villagrán, es otro hacer, otro construir, con finalidades propias, como la edificación y la escultura monumental, y, no obstante que emplea los mismos materiales de edificación, sus obras tienen fines y procedimientos que al concurrir le dan propiedad.” Lo arquitectónico es a un tiempo, para Villagrán, utilitario y simbólico. “Entendemos por arquitectura —dice— el arte de construir espacialidades en que el hombre integral desenvuelve parte de su existencia colectiva.”
Vuelve entonces al programa, explicado como “la suma de las finalidades causales arquitectónicas.” La primera y principal de dichas finalidades, siguiendo lo que planteó como arquitectura, es la habitabilidad. La segunda “categoría esencial” del programa arquitectónico, derivada de la habitabilidad, es la ubicación: “toda obra que sea habitable estará ubicada espacialmente.” La tercera y última “categoría esencial” del programa arquitectónico la denomina subjetivo-objetiva. Y aquí es donde Villagrán toma distancia de Guadet. Si para éste “el programa no debe ser obra del arquitecto”, para el arquitecto mexicano la relación es un tanto más compleja y se basa, de nuevo, en una triada formada por el sujeto, el objeto y el conocimiento que aquél tiene de éste. “En el caso de la aprehensión de un progrma —explica Villagrán— el arquitecto creador es el sujeto que conoce; el objeto, su objeto, lo constituye el conjunto de finalidades que se le proponen para perseguir en su obra su satisfacción en espacios construidos arquitectónicamente.” A esas finalidades las califica como el problema. El problema no es el programa, “sino uno de sus determinantes objetivos”. Así, el programa resulta ser, al menos en parte, también obra del arquitecto:
Estos determinantes extra sujetos, extra arquitecto, son aprehendidos por el creador y se proyectan sobre el programa, que es una imagen de conocimiento, un principio de creación y, por lo tanto, de una subjetividad incuestionable, pero también de una objetividad relativa, pues está determinado por el problema u objeto de la creación.
Al tomar distancia de lo planteado por Guadet a finales del siglo XIX en una serie de conferencias dictadas en la Ciudad de México en 1963, Villagrán piensa el programa arquitectónico ya no como algo dado al arquitecto sino como algo en parte objetivo —el problema— y en parte creación subjetiva.
Quince años después de las conferencias de Villagrán, en 1978, Rem Koolhaas publica Delirious New York, donde explora la idea de la programación cruzada en edificios como el Down Town Athletic Club, o complejos como el Rockefeller Center, e incluso a la escala urbana de Coney Island, donde se definen “relaciones completamente nuevas entre sitio, programa, forma y tecnología.” Unos años después, en 1983, Bernard Tschumi publica Index of Architecture, donde escribe:
Cualquier programa dado puede ser analizado, desmantelado, deconstruido de acuerdo con cualquier regla o criterio y luego reconstruido en una configuración programática distinta. Discutir hoy la idea de programa no implica de ningún modo volver a nociones de función versus forma, a relaciones de causa y efecto entre programa y tipo o alguna nueva versión de un positivismo utópico. Al contrario, abre un campo de investigación donde los espacios se confrontan finalmente con lo que sucede en ellos.
En 1982, tanto Tschumi como Koolhaas participaron en el concurso para diseñar el Parque de la Villette. Tschumi ganó, pero las propuestas de ambos marcaronn un punto de quiebre en la manera de entender el programa. Koolhaas planteó que “el programa de la ciudad de París era demasiado grande para el sitio, sin dejar espacio para el parque. La propuesta no fue para un parque definitivo, sino de un método que, combinando la inestabilidad programática con la especificidad arquitectónica, eventualmente generará un parque.” Por su parte Tschumi planteó que “el proyecto de la Villette no procede de una «visualización» inicial, de una «síntesis de preferencias formales y de limitaciones funcionales, o de una ‘composición’ clásica». Aquí la arquitectura es parte de un proceso complejo de transformación. No es previsible al inicio. Es el resultado o, quizá, el intermediario, pero jamás el dato inicial.”
Algunos años después, en 1989, Koolhaas y Tschumi participan en otro concurso, el de la Gran Biblioteca de París. Koolhaas cuestiona la pertinencia del programa planteado para el concurso y Tschumi interpreta el programa —“basado en circuitos y movimiento: de académicos, de libros, de visitantes”— y le suma otro circuito y otro movimiento: el de una pista de atletismo. Ninguno de los dos ganó el concurso. Resultó más atractiva la mezcla programática propuesta por Perrault —una biblioteca y un bosque. En 1999 Koolhaas gana el concurso para la Biblioteca Central de Seattle con un proyecto que parte de “identificar cinco grupos programáticos «estables» y rearreglarlos en plataformas superpuestas, combinados con cuatro grupos «inestables» que ocuparan zonas intersticiales.” El análisis y la reconfiguración del programa anticipaban las determinaciones formales y espaciales.
En una entrevista en paralelo, 2 Architects, 10 Questions on Program. Rem Koolhaas + Bernard Tschumi, hecha por Ana Miljacki, Amanda Reeser Lawrence y Ashley Schafer para la revista Praxis, a la pregunta de cómo había cambiado con la práctica su concepto y uso del programa, Koolhaas responde: “Mi trabajo con el programa empezó con el deseo de buscar medios diferentes de expresión que resultaran similares a escribir un guión.” Y agrega más adelante: “El programa tiene para mi cada vez más otra connotación, cercana a la agenda. He tratado de encontrar la manera en que podamos rodear o evitar la pasividad del arquitecto, esto es, su dependencia de las iniciativas ajenas”. Por su parte Tschumi afirma que “las relaciones entre programa y forma pueden ser de reciprocidad, indiferencia o conflicto. Reciprocidad cuando se le da una figura (shape) al programa para que coincida con la forma, o a la forma para que sea recíproca a la configuración que se le dio al programa. Indiferencia cuando una forma elegida puede acoger cualquier programa, resultando generalmente una forma determinista para un programa indeterminado. Con el conflicto, se deja al programa y a la forma chocar a propósito para generar acontecimientos inesperados.” Así, parece que, finalmente, al menos en el trabajo de Koolhaas y Tschumi, la relación entre problema y programa, entre lo objetivo y lo subjetivo, entre la función y la forma, se ha vuelto si no más compleja, sí de contornos más difusos.
Cabe apuntar, como nota final, que atendiendo al menos a su etimología, el problema —del griego προ, adelante, y βάλλειν, arrojar— y el proyecto —del latín pro, hacia adelante, y iacere, lanzar— son prácticamente la misma cosa. Acaso el programa no sea más que la manera de dejar claro que el problema es el proyecto.
José Villagrán García murió el 10 de junio de 1982 en la Ciudad de México.
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