Gobierno situado: habitar
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¡Felices fiestas!
25 mayo, 2016
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
El 24 de abril del 2015 Reinier de Graaf, asociado de OMA, la firma de Rem Koohlaas, publicó un texto en la Architectural Review con un largo título: “La arquitectura es hoy una herramienta del capital, cómplice en un propósito contrario a su misión social”. De Graaf empezaba su texto comentando el libro que el economista francés Thomas Piketty publicó un año antes, en 2014, El capital en el siglo XXI. “Si Piketty tiene razón, decía, podemos de una vez por todas enterrar la ilusión de que el sistema económico presente opera en última instancia para el interés de todos y que sus beneficios eventualmente se filtrarán hasta los más pobres de la sociedad. Contrario a lo que todos los economistas después de Keynes nos han dicho, la desigualdad producida por el capitalismo puede no ser una fase temporal que será superada en algún momento; resulta más bien un efecto estructural e inevitable a largo plazo del mismo sistema. El análisis de Piketty —continúa De Graaf— es notablemente simple. Identifica dos categorías económicas: el ingreso y la riqueza, y entonces define la desigualdad social en función de la relación de ambas a lo largo del tiempo, concluyendo que, cuando la tasa de rendimiento del capital supera la tasa de crecimiento de la producción y el ingreso, la desigualdad social inevitablemente crece.” Picketty es un tanto más duro en su diagnóstico: cuando se da esa relación entre la tasa de rendimiento del capital y la del ingreso, “el capitalismo produce mecánicamente desigualdades insostenibles, arbitrarias, que cuestionan de modo radical los valores meritocráticos en los que se fundamentan nuestras sociedades democráticas” . Según los estudios de Piketty, el desarrollo económico produce riqueza pero no necesariamente igualdad. Al contrario. Sin mecanismos de redistribución social de la riqueza, ésta termina acumulándose y generando diferencias monstruosas. El estado de bienestar y la relativa igualdad social y económica que se vivió durante varias décadas del siglo XX no fue, entonces, producto del desarrollo económico, sino de aquellos mecanismos que hoy ya no funcionan del mismo modo. “Si el siglo XX fue una anomalía, apunta De Graaf, entonces probablemente también sus ideales: un periodo entero caracterizado por la creencia ilustrada en el progreso, la emancipación social y los derechos civiles puede retroactivamente descartarse como un momento fugaz de ilusión, una nota a pie de página en el largo curso de la historia.” Para De Graaf las implicaciones arquitectónicas de las ideas económicas de Piketty son evidentes: “A quince años del nuevo milenio es como si el siglo pasado jamás hubiera ocurrido. La misma arquitectura que alguna vez simbolizó en concreto aparente la movilidad social, hoy sirve para evitarla. A pesar de tasas cada vez más altas de pobreza y de desamparo, grandes proyectos de vivienda social se demuelen con absoluta determinación.” Algo así, concluye De Graaf, como “la remoción metódica de la sustancia física” de aquel sistema económico ya desaparecido. Conversamos con Gerardo Esquivel, encargado de la revisión técnica de la traducción al español del libro de Piketty sobre la interpretación de De Graaf.
¿Es precisa su lectura de Piketty?
En efecto, Thomas Piketty plantea un paradigma distinto al de otros economistas y cambia nuestra concepción de la desigualdad, cambiándola de tajo. Para Simon Kuznets, ganador del premio Nobel de Economía en 1971, la desigualdad y el nivel de desarrollo en un país no seguían una relación lineal sino que su comportamiento se podía describir con la forma de una U invertida: la curva de Kuznets. Cuando la riqueza de un país se acrecienta, en principio la desigualdad aumenta, pero llega un punto en el que, tras cierto nivel de desarrollo, empieza a disminuir. En su visión, conforme los países se hacen más ricos la desigualdad tiende a disminuir y hay una convergencia en niveles bajos de desigualdad. A partir de un amplio análisis de datos, histórico y geográfico, Piketty desmiente la hipótesis de Kuznets y, con base en evidencia empírica concluye que lo que pasó en ciertos países durante el siglo XX fue algo totalmente atípico, debido a condiciones particulares como las guerras, el surgimiento del Estado de bienestar y una serie de políticas —como el New Deal en los Estados Unidos— que condujeron a la reducción de la desigualdad, pero no de una manera natural y como consecuencia del desarrollo económico. Se trató, más bien, de un proceso deliberado resultado de políticas deliberadas sin las cuales la desigualdad tiende a aumentar, como sucedió en Europa a fines del siglo XIX: gran concentración de riqueza en manos de unos cuantos y la mayoría viviendo miserablemente. Para Piketty, en menor escala pero en la misma dirección, eso está pasando desde finales del siglo XX, derivado del desmantelamiento de muchas de las políticas que se establecieron en el siglo pasado. Por tanto, se revierte el proceso de disminución de la desigualdad. Piketty sostiene sus ideas con datos de varios países desarrollados, pero no hace falta ser economista para entender lo que está pasando: cuando vemos, por ejemplo, lo que ocurrió en Estados Unidos con el movimiento Occupy Wall Street, la demanda fundamental fue la gran desigualdad entre el uno por ciento más rico de la población y el otro 99 por ciento.
De Graaf apunta a que el cambio en la concepción de la desigualdad que suponen las ideas de Piketty dependen en parte de que toma en cuenta la diferencia entre ingreso y riqueza.
Así es. Cuando se habla de desigualdad, muchos economistas piensan en términos de ingreso: lo que se recibe a cambio del trabajo que uno hace en un tiempo determinado, al día, al mes, al año. Se trata de un flujo. Y aunque hay desigualdad en relación al ingreso —mayor en México que en otros países, de hecho— ésta no es comparable con la que depende de la riqueza. Puedo no tener ninguna riqueza debido a la condición económica de mi familia —no heredar propiedades ni dinero en el banco— pero en cambio tener un buen ingreso gracias a mi capital humano, es decir a mi preparación, a aquello que sé hacer. Al contrario, hay quienes pueden tener grandes riquezas independientemente de su capital humano. A diferencia de la riqueza, el capital humano es intransferible, no del mismo modo: puedo heredar bienes, pero no puedo heredarle el doctorado a mi familia. Sin embargo, los argumentos de Piketty no tienen una lectura marxista, como hubo quien supuso, ni se derivan de una envidia a la riqueza. Su intención, incluso, como le han criticado otros, no es el derrumbe del capitalismo a causa de sus propios defectos, sino su supervivencia: la desigualdad implica grandes riesgos para el capitalismo, incluso para el desarrollo del talento, si asumimos que éste se encuentra distribuido aleatoriamente. La visión de Piketty es, en cierto modo, reformista, incluso conservadora. Busca la igualdad de oportunidades para lograr un mejor nivel de bienestar para la mayoría sin invitar a una lucha de clases.
Conjunto Urbano Presidente Alemán. Fotografía: Moritz Bernoully
De Graaf relaciona los resultados del Estado de bienestar, entre los años veinte y setenta, quizá, del siglo pasado, con el desarrollo de cierta arquitectura. Fue la época en que en muchos países se apostó por lo público: escuelas, hospitales, unidades habitacionales producidas por el Estado y donde el calificarlos como obras públicas no implicaba ningún menosprecio. Con el neoliberalismo de Thatcher y Reagan en los años ochenta y en México con Salinas en los noventa, el Estado dejó de invertir, al menos como lo hacía antes, en políticas públicas de bienestar.
Justo en el periodo en que disminuyó la desigualdad, el papel del Estado fue determinante en la construcción de muchas grandes obras públicas, incluyendo obras arquitectónicas y espacios públicos que tenían como objetivo construir eso: lo público. En los últimos años, por ejemplo en México, la construcción de escuelas o universidades públicas se ha reducido. Antes tenía otra lógica y el papel del Estado mediante esas obras era abrir ciertos espacios que hoy ya no se tienen. La retracción del Estado tiene que ver con ese cambio de paradigma, en los años ochenta en Gran Bretaña y Estados Unidos, y luego en los noventa en otros países, como México, acompañado de la crisis económica.
En 2014 Oxfam presentó un reporte revelando que 85 personas poseen la misma riqueza que la mitad de la población mundial: 85 personas tienen lo mismo que 3,500 millones. La condición de la pobreza y de la desigualdad en México llega a ser incluso peor que en otros países. Según el informe Desigualdad extrema en México, concentración del poder económico y político, que preparaste también para Oxfam, en el país hay más de 53 millones de pobres; el 10 por ciento más rico del país concentra más del 64 por ciento de la riqueza del país y el 1 por ciento más rico tiene el 21 por ciento de los ingresos totales de la nación.
Son datos sorprendentes, pues resulta que en esta medida de la concentración de la riqueza, México es el país que concentra más riqueza en menos personas, verdaderamente ricas. Por ejemplo, con el puro rendimiento de la riqueza de las cuatro personas más ricas de México, podrían contratar a 3 millones de mexicanos pagándoles el salario mínimo. El número de desempleados en el país es de 2.4 millones, así que podrían contratarlos a todos y a 600,000 más y sin perder nada de su riqueza. Eso nos habla de la desproporción entre esa riqueza y el costo de la mano de obra no calificada.
Pero en el reporte para Oxfam, además de esos datos, presentamos algunos grandes principios que podrían generar el inicio de una reducción de la desigualdad. Primero, la construcción de un Estado social auténtico: ver las necesidades de manera diferente y pensar más bien en derechos a los que el Estado debe garantizar el acceso, proveerlos y de buena calidad. No como un paliativo que realmente no ayuda a avanzar en el combate a la pobreza y sólo vale para evitar una insurrección. Segundo, crear una política fiscal progresiva, cobrando más a los que más tienen y con nuevos impuestos dedicados a gravar los ingresos de los más ricos, como el rendimiento de acciones, las herencias, etcétera. Tercero, hay que gastar mejor lo recaudado, enfocando el ejercicio del gasto público en infraestructura, en educación. Algunos programas sociales en México son regresivos, en vez de impedir que la brecha de la desigualdad crezca más. Cuarto, hay que tener una mejor política laboral y aumentar el salario mínimo. Y, por último, para que lo recaudado mediante impuestos no sea mal empleado, hay que generar mecanismos de transparencia y rendición de cuentas.
¿Con este tipo de políticas, podría regresarse al Estado de bienestar?, ¿es eso deseable?
En México realmente nunca hemos tenido un Estado de bienestar. Algunas políticas y planes parciales funcionaron relativamente. Pero debemos cambiar la concepción de lo que tenemos y preocuparnos por los 50 millones de pobres que hay en el país, de los cuales 23 millones no tienen acceso a la canasta básica con los nutrientes mínimos. Hay que cambiar nuestros programas sociales y garantizar la sustentabilidad financiera, condiciones de bienestar altas y nivel de igualdad. Igualdad y democracia van de la mano, es una demanda por cumplir.
Centro Médico Nacional Siglo XXI. Fotografía: Thomas Ledl. Licencia License CC BY-SA 4.0
Esta conversación tuvo lugar en el programa La Hora Arquine el 6 de julio del 2015. Gerardo Esquivel es economista graduado en la Universidad Nacional Autónoma de México (unam) con maestría en El Colegio de México y doctorado por la Universidad de Harvard.
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