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Columnas

El nombre, ¿es lo de menos?

El nombre, ¿es lo de menos?

2 febrero, 2023
por Christian Mendoza | Instagram: christianmendozaclumsy

Antes de que Daniel Giménez Cacho encarnara a Silverio Gama, protagonista de la película Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades (Alejandro González Iñárritu, 2022) y quien busca la raíz de la mexicanidad en el Zócalo o en el Castillo de Chapultepec, el actor organizaba recorridos por Tepito, un barrio menos monumental y menos fotogénico, a los que llamaba “safaris”. Nadie cuestionó que la actividad colonial de avistar animales, con el fin de apreciarlos en todo su esplendor salvaje, se utilizara para describir una serie de visitas a una zona de la ciudad donde vive gente, al igual que en la Narvarte o en la Condesa, donde pareciera que las mesas de restaurantes en la banqueta imprimen mayor alcurnia. Será que para la imaginación geográfica de quienes planearon recorrer Tepito, la vida en la colonia Morelos era digna de tomarse como una suerte de gabinete donde los espectadores podían ver cómo vivían los tepiteños con el fin de tener una experiencia estética. Sin embargo, no se necesita desmadejar mucho para encontrar el problema: una de las zonas más céntricas de la capital de México es también una de las zonas más imaginadas y menos comprendidas. A la manera de los monstruos, podríamos decir que Tepito pertenece a la tradición oral de la ciudad. Se habla mucho sobre lo peligroso del barrio, y sólo se visita si un actor es quien protege a los turistas, recomendaciones mediante de “no portar objetos ostentosos” antes de ingresar a este paraje exótico.

A Tepito también se le conoce como el “barrio bravo”, lo que a veces se utiliza como una especie de demarcación no oficial para todos los capitalinos, la cual delimita a Tepito del resto de la ciudad. La urbe que rodea al barrio no es tan peligrosa. Sobre esto, podemos afirmar, junto a Luz América Viveros Anaya, que nombrar los sitios es una práctica social que “delata pactos que los habitantes establecen con su pasado, con la memoria y con una manera de situarse en el mundo”. En el texto “A veinte calles de la Plaza de Armas y a diez mil de la civilización”, la autora comenta que “esa designación de los lugares está mediada, a veces tensamente, por los alcaldes o regentes civiles que intentan ya normar, ya cubrir deudas políticas, ya establecer homenajes de panteones políticos, profesionales, artísticos o culturales”. Viveros Anaya concluye: “No hay inocencia en el gesto de nombrar”. Tepito ya existía cuando, en 1883, José Tomás de Cuéllar escribió un artículo titulado “La nomenclatura de las calles”. Como cronista urbano, este autor defendió la simetría, las superficies lisas y la tecnificación de las ciudades. Por lo tanto, no le parecía que entre cuadra y cuadra se cambiaran los nombres de un centro urbano en continuo crecimiento, y que mucho menos las denominaciones estuvieran dadas por las tradiciones religiosas o los oficios que ahí se ejercían. En su texto, Tomás de Cuéllar narraba que al tramo de las calles de Corpus Christi, Calvario y Acordada se les había nombrado avenida Juárez y que, a pesar de esta síntesis, los ciudadanos seguían acostumbrados a una nomenclatura mucho más primitiva. “Y ya que de avenida Juárez se trata, pregunto yo: ¿qué inconveniente hay en que la avenida Juárez la constituya de hoy en adelante y para siempre toda esa vía desde la primera calle de Plateros hasta salir a despoblado? Así quedarán suprimidos los nombres de primera y segunda de Plateros, Profesa, primera y segunda, y Puente de San Francisco y, para suprimir esos nombres sustituyéndolos con el de nuestro benemérito don Benito Juárez, hay todas estas razones”. 

La idea de facilitar la vida a los transeúntes no es, en principio, problemática, pero la forma en la que nombramos las estructuras de la ciudad está fundamentada en la ideología de un momento determinado. Para Tomás de Cuéllar, si los antepasados habían emprendido la “larga y laboriosa tarea” de “conservar en lo posible el alineamiento en las nuevas construcciones, hasta lograr una ciudad más regular y más perfecta que todas sus contemporáneas del continente, nos toca a nosotros hacernos dignos de esa previsión sensata y meritoria, y al encontrarnos calles que atraviesan la ciudad en línea recta en toda su extensión, sin más defecto que cambiar de nombre a cada cien pasos, nos toca, repito, bautizar esa vía con una sola letra, con un número o un solo nombre, siguiendo en esto el espíritu práctico de las ciudades modernas”. ¿Quién se hace cargo de la noble tarea de nombrar los sitios de la ciudad? Viveros Anaya habla de los alcaldes, pero también los bienes raíces tienen una injerencia importante en los mapas urbanos. Por supuesto, las clases medias quieren habitar barrios donde puedan criar con decencia a sus hijos, o donde sus inversiones inmobiliarias puedan demostrar con mayor contundencia su estrato económico. En uno de los anuncios publicitarios del desarrollo habitacional Chapultepec Heights se leía “El patrimonio de los suyos”, y una familia conformada por una mamá, un papá y una hija miraban su título de propiedad y su casa. La Nueva Tacubaya fue un territorio destinado a compradores similares, al igual que el Nuevo Polanco, un ejemplo más contemporáneo donde las clases medias producen espacios dignos para la crianza de los hijos y para las inversiones que se pueden heredar. Este panorama resulta ajeno a Tepito, aquel sitio donde se hacen safaris y donde se puede arriesgar el pellejo si se ingresa con teléfonos o prendas que puedan activar los instintos criminales de sus habitantes. En Tepito no viven familias y  el tipo de negocios que ahí se encuentran no elevan la plusvalía de la vivienda. Al menos hasta que una inmobiliaria decida lo contrario. 

El 28 de enero, el diario El Financiero reportaba que la compañía constructora UBK rebautizaba a Tepito como “Reforma Norte” para ofrecerles a sus potenciales clientes departamentos con costos que llegan a los dos millones de pesos. Si las familias de mamá, papá e hijita se encontraban lejos del “barrio bravo”, el mismo “barrio bravo” tiene ahora para ellos una promesa de patrimonio. Sin embargo, como mencionábamos, todos los capitalinos sabemos de la reputación de Tepito, y es de dudarse que una maniobra mercadotécnica pueda captar inversores y especuladores, y mucho menos gente que quiera trabajar en su nuevo proyecto en la paz de alguna cafetería. Pero también podemos decir que el estrato porfiriano está completamente sedimentado en nuestra consciencia urbanita. En tiempos de Tomás de Cuéllar también se aspiraba a eliminar las vecindades (lo que también contribuiría a la rectitud de las calles tan deseada por el cronista), por tratarse de una forma de vivienda que encarnaba el “mal moral de la pobreza”, una denominación hecha por quienes planeaban las políticas urbanas mediante la cual se borraba cualquier desigualdad estructural. Bajo esta perspectiva, los “pobres” no podían acceder a una casa mejor construida por su calidad humana. Tal vez quienes van de “safari” a Tepito tampoco se preguntan si esa inseguridad (que sí es real) se debe a que, casi siempre, la infraestructura ha sido utilizada para elevar la plusvalía de las colonias donde sólo habita la clase media, como puede ser la seguridad misma de las calles. También cabría preguntarse si sabemos cómo es que los tepiteños se nombran a sí mismos. Si Tomás de Cuéllar decía que por mera practicidad se debían borrar los nombres religiosos de las calles (que dan cohesión) o los nombres de los oficios (que, en su momento, les entregaron un territorio a los comerciantes), decirle “Reforma Norte” o “barrio bravo” es, de alguna manera, anular la identidad de un barrio que, como pocos, puede empezar a contar su historia desde tiempos prehispánicos. Igualmente, podemos leer el nombre de “Reforma Norte” como un eufemismo con el que se quiere disimular que en Tepito también hay casas y negocios y, sobre todo, gente. 

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