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Columnas

El cuarto de servicio

El cuarto de servicio

26 febrero, 2019
por Juan Carlos Espinosa Cuock

 

Les dije suavemente que bebieran vino y que tuvieran una habitación propia. Virginia Woolf, A Room of One’s Own, 1929

Si eligiéramos cualquier proyecto residencial de la clase media en México, (especialmente entre las casas y departamentos construidos a lo largo del siglo pasado) nos encontraremos con frecuencia una habitación extremadamente pequeña y extraña: escondida detrás de la cocina, debajo de una escalera, improvisada en algún sótano o como un chipote en la azotea, pero siempre ubicada ambiguamente en los resquicios de la casa. 

Como regla general estas recámaras son apenas accesibles: su lógica constructiva y espacial no obedece a la de los espacios servidos de Kahn, y tampoco siguen a su definición de espacios servidores. Sus límites corresponden al residuo, esparcidos sobre el imperio de lo no esencial. Esta pieza se ubica en los remanentes del espacio doméstico, conformado por esquinas indeseables, áticos invisibles o huecos aparentemente inútiles; pero el desarrollo de la ciudad provocó la transmutación de ese espacio inútil en el dibujo a uno necesario en la realidad, elevandolo a símbolo de estatus por la alquimia del mercado y haciendo que los arquitectos (que también transmutaron en desarrolladores) transcribieran ese especulativo valor al papel de los planos, alargando artificialmente la lista de amenidades de los programas arquitectónicos, y ensanchando los folletos de venta que justificaban su comodificación. 

Si había que agacharse para salir, colgarse de alguna escalera para entrar o caminar de lado para acceder a ellos, era irrelevante; las reglas mínimas de diseño no aplicaban en este universo paralelo del espacio doméstico, esa alteridad que por la fuerza de la costumbre, convención social, el uso y la necesidad, se volvió en algún punto del siglo XX tangencial, y también accesorio al espacio doméstico de las casas burguesas mexicanas. Estos “cuartos” estaban siempre fuera de la vista de sus habitantes, desconectados deliberadamente del espacio habitual de sus recorridos para evitar observar el doloroso vínculo entre la alteración social que significaban, y la transformación individual que representan para el usuario que las habita.

Sus diseñadores los etiquetaban genéricamente en los planos como “cuartos de servicio”, cuya adaptabilidad servía bien al arquitecto para ajustar algún potencial conflicto espacial en otra zona más relevante del proyecto de una casa: hacer la alacena más grande, meter un jacuzzi, el cuarto para la televisión. Su función mercadológica, por otra parte, era la de ampliar el programa arquitectónico con un dispendio en letras y economía de números, ayudando a evitar dejar cualquier espacio esencial de la casa sin ningún uso o atributo, que era también una condición necesaria para el estilo de vida burgués que lo adoptó con entusiasmo como parte importante de su identidad y una necesidad de la habitabilidad moderna, como lo fueron el garage, el clóset o el baño de visitas.

Como sus máquinas y aparatos, las casas y departamentos del siglo de la eficiencia, tenían que reducir su tamaño y sus componentes para poder adaptarse a las cada vez más restringidas y costosas dimensiones de las expansivas ciudades mexicanas, ahora emplazadas sobre las vastas tierras de las haciendas de nobles y curas que hacía poco menos de un siglo, se repartían el territorio del país de cerro a cerro y que ahora, responden a un estricto control aritmético basado en la mesura geométrica, en función de la multiplicación eficiente de los metros cuadrados.

Así que en un afán por “humanizar” esta condición de exclusión en México, (y como sucedió con todo lo demás) fue llamado piadosamente “el cuarto de la muchacha”, con todas las implicaciones etarias, de género y hasta morales de su existencia; su ubicuidad planeada desde el dibujo, su incorporación dentro de las casas para agregarle valor, pero sobre todo su adaptación a la vida diaria por consenso cultural, representan hasta la fecha un tipo de arquitectura que a través del tiempo normalizo la segregación; no sólo en los barrios ricos y populares de México, sino también en algunos de los barrios de clase media de las periferias de las ciudad, en donde las familias de la clase trabajadora dependían de la mano de obra barata de inmigrantes de la provincia mexicana (predominantemente mujeres) para el mantenimiento y operación de sus hogares.

El caso sirve como ejemplo de la implementación de un espacio que adapta deliberadamente los valores culturales al desarrollo inmobiliario urbano, volviendolos una parte indispensable de los valores del mercado. Los bloques de departamentos privados y condominios exclusivos de la ciudad, eran lugares en donde una verdadera combinación de ornamento superficial, gusto local, máxima explotación de la tierra y una ley difusa promovieron espacios deficientes y a menudo opresivos, incluso para quienes los compraban. 

A su vez, esta separación conceptual entre “usuario” y “trabajo” que establecía su existencia, se extiende a otras tipologías de servicio en estas colonias y barrios aspiracionales que van desde el “cuarto de la muchacha” hasta la “caseta de vigilancia”, donde no existe una conciencia respecto a las necesidades mínimas de habitabilidad de estos lugares, y en donde el programa arquitectónico llega apenas hasta la provisión de un techo, un lugar para entrar y la asunción de que eso era suficiente. 

Por otra parte, el trabajador doméstico es por lo general un inmigrante que al acceder a la casa, se vuelve un cuerpo ajeno que debe ser contenido y tratado de forma diferenciada, adquiriendo automáticamente la cualidad de “extraño” aislado en su propio microuniverso, cerca de la metafórica cúpula en donde habitan los señores pero al mismo tiempo, ajeno a ella. Las paredes de este cuarto muestran también las fisuras de la sociedad mexicana que se exhiben en el hogar y la familia, cuyos gestos se traducen en órdenes, castigos y recompensas. La separación física con los patrones de la casa, tiene su correlato en los sucesos que vive la servidumbre que habita estos espacios complementarios entre paredes adentro y afuera, dividida entre su lugar (físico-social) y los gestos de afecto y desdén que le prodigan.

Al ingresarla en este sitio frágil, y una vez que se identifican y establecen las normas culturales y domésticas discrepantes de ambos tipos de uso, a este cuerpo extraño luego se le remite a su contenedor designado y diseñado a partir de la identidad, clase, género y tipo de sus ocupantes. La ubicación de este contenedor dentro de la casa, involucran otras características de operación: aperturas controladas y contención de objetos personales que no deben hacerse públicos, la intrincada circulación para llegar a estas habitaciones pasando por escaleras y patios, utilizando corredores estrechos y puertas corredizas para separarlas de los rituales de circulación de los usuarios de la casa. 

La habitación de la “criada” por otra parte, es una variante in extremis de estos espacios: El cuarto contenía una cama y un baño para su uso personal cuyos objetos por ningún motivo, debían mezclarse con el uso y los enseres de la casa. La “criada”, refiere directamente a la crianza, una forma piadosa de esclavitud y una forma torcida de la caridad, cuyo cuerpo estigmatizado se ve obligado a convertirse en un ermitaño en el corazón de la familia; su invisibilidad forzada, es quizás el componente más siniestro de la tipología; lo que está oculto no interrumpe las visitas diarias de los residentes, y se normaliza rápidamente en el entorno doméstico.

Aún podemos encontrar rastros de estos cuartos en algunas casas y departamentos de la ciudad, para recordarnos a perpetuidad las convenciones culturales mexicanas, ya sea informales o institucionales, pero aún vigentes respecto a la exclusión; sobreviven como vestigios de esta particular forma de clasismo y explotación laboral, en una disciplina que sostiene que el trabajador doméstico y sus espacios de uso, pertenecen a la categoría de elementos accesorios, subordinados a un diseño que debe ocultarlos inteligentemente detrás de varias capas de arquitectura para garantizar que se comporten de la manera más discreta posible. 

El resultado de su incorporación sistemática al espacio doméstico mexicano, fue la materialización de una tipología muy bien definida que consistía en un cuarto de alrededor de 5 metros cuadrados de superficie en promedio, casi  siempre sin ventanas y que sólo era accesible a través de otro cuarto. Con el tiempo incorporó otros elementos en torno suyo como alacenas, covachas y lavaderos en un sistema de espacios que nunca estuvo diseñado para albergar personas durante largos períodos de tiempo, aunque ellas todavía se queden. 

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