Hugo González Jiménez (1957–2021)
Hugo González Jiménez nació en Guadalajara en 1957. Se inscribió en la Escuela de Arquitectura del Iteso hacia 1975 y [...]
9 noviembre, 2015
por Juan Palomar Verea
Publicado originalmente en El Informador
Es de conocimiento común el hecho que, con contadas excepciones, la exhibición del ego es una de las más detestables características del gremio arquitectónico. Publish or perish, reza el viejo dictum. Y es muy extendido el número de quienes alegremente se van con la finta que quiere equiparar el mérito profesional con la exposición de las particulares hechuras por cuanto medio sea posible. Aunque sean los (ho)renders de algo no construido, aunque sean los interesantes detalles de una puerta común y corriente, aunque sea una obra espantosa o insulsa: el chiste es exhibir(se).
Con la explosión del internet la cosa ha llegado al paroxismo y existen despachos con gente dedicada exclusivamente a propagar las glorias de sus producciones y a asegurar toneladas de “likes” que, aparte de darle shampoo al ego del arquitecto, son una especie de confirmación mediática de que lo mostrado es la mera neta, la última carcajada de la Cumbancha (como diría Doñán). Quien esto escribe alguna vez tuvo la curiosidad de preguntarle a un arquitecto adicto a estas prácticas que cuántas chambas había recibido gracias a su intensa difusión en la red (o, para el caso, en revistas). Cero, contestó muy serio. De lo que se sigue que el objetivo es otro: el ego, el show, el perverso juego de los elogios mutuos, la publicación boba. Porque la crítica ante estas expansiones es prácticamente inexistente.
El problema sería más o menos inocuo, si no fuera porque la energía de cada arquitecto –y la del gremio– es limitada. Cada acción dirigida a la publicación boba (para distinguirla de la que si podría valer la pena) resta al despacho o al arquitecto que la efectúa de las fuerzas intelectuales y espirituales indispensables para la profunda introspección que cada proyecto y cada obra necesitan para ser válidos; extravían de la búsqueda, el estudio, el viaje (aunque sea alrededor de la manzana, o del cuarto), del ensayo reiterado y obsesivo que la arquitectura de pura sangre exige. La implacable persecución de una acendrada poética, hija solamente del fervor y la concentración, es la marca de la arquitectura perdurable. La condición para así rezarle mejor a la musa.
Se podrá alegar que es divertido ver hechuras ajenas en pantallas y páginas brillosas de revistas, o para el caso, en los cartones y videos que abundan en las bienales. Puede ser: también es divertido resolver crucigramas, pero la práctica real del oficio, y su función social de arquitecturar una realidad acribillada de necesidades no solamente no avanzan con la distracción y la dispersión, sino que se estancan o de plano retroceden.
Para tranquilidad de quienes piensen –como el que esto escribe– que es esencial la circulación de ideas arquitectónicas y de proyectos valiosos para la continuada educación e ilustración del arquitecto, hay que decir que el mejor medio es el viaje: la experimentación directa de la gran arquitectura. Nunca estará de más el subrayar que la vivencia plena de la arquitectura poco tiene que ver con cualquiera de sus reproducciones mediáticas. O en defecto de la presencia directa pueden ayudar los libros serios, de verdadero calado, dotados de una visión eficaz y crítica (o algunas –pocas– revistas que siguen parecidos principios –y ciertas películas). Y, para mayor tranquilidad aún, si se hace una obra arquitectónica realmente válida, tarde o temprano esos libros y esas revistas tocarán a la puerta del arquitecto que valga la pena. Y si no, no importa gran cosa. Importa la musa.
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