25 junio, 2013
por Arquine
por Alejandro Hernández | @otrootroblog
Aunque mi sola experiencia no baste, supongo que una encuesta más o menos seria comprobaría que no se trata de una coincidencia: cuando en una plática no especializada se llega al tema de la arquitectura, antes que Mies van der Rohe, que Le Corbusier o Frank Lloyd Wright, antes que Borromini o Palladio, Gaudí (25 de junio de 1852 – 10 de junio de 1926) será mencionado como uno de los favoritos. Admitido que, por diversas razones, los nombres de muchos arquitectos importantes de la historia occidental son desconocidos incluso para quienes poseen un vasto acervo en lo que a pintores o escritores se trata, la fama de Gaudí debiera resultar, además de sorprendente, aleccionadora. ¿Por qué tantos lo eligen como su arquitecto favorito? La respuesta parece obvia: su singularidad. Incluso en su tiempo, cuando desde el modernismo catalán hasta el art nouveau francés y belga o el arts and crafts inglés, entre otros movimientos similares, el despliegue de las formas referidas a cierto simbolismo era algo común, Gaudí ya se distinguía. Más allá de los motivos vegetales que abundan en toda la arquitectura del periodo, incluida la suya, su figuración tiende un arco que va de lo mineral a lo animal, animando la materia como casi jamás lo hace la arquitectura. La figuración en Gaudí parece tener al menos dos niveles. En el primero hay dragones y serpientes, soldados, vírgenes y santos, cuyas formas, rebuscadas pero definidas, aparecen decorando las superficie de las fachadas, coronando los edificios o entre los hierros de una reja. En otro nivel, la figuración en Gaudí es, paradójicamente, abstracta: en sus edificios el material reacciona o cede ante fuerzas que son como aquellas que configuran a la Tierra. Algunas de sus obras llegan a tener una condición casi geológica: si hacen pensar en algo vivo no es en virtud a ningún artificio representativo, sino de la misma manera como lo hacen un paisaje o una roca empujada por fuerzas inconmensurables o tallada por el viento. El resultado de esta figuración es más informal que formal: la forma no es simple apariencia sino información sobre una serie de procesos.
Cierta tradición quiere ver el origen de todo arte en la imitación de lo natural, en la repetición mediada y meditada de algo que, a partir de la producción de lo que de ese modo se fabrica, llega a distinguirse de lo humano y es, por tanto, artificial. La arquitectura no escapa a esta idea. Muchos tratadistas han especulado sobre la relación entre la hipotética primera cabaña y el nido, la madriguera o la cueva. La naturaleza se concibe, pues, como productora de formas perfectas que el hombre debe imitar en sus quehaceres. Tal vez sin plena conciencia de ello, al pensar su arquitectura Gaudí se aleja de ese supuesto. Sus formas no parecen estáticas y su estabilidad depende justamente de lo contrario: de una dinámica que no alcanzamos a percibir a falta de tiempo. La naturaleza que imita esa arquitectura no es aquella —sustantivo divinizado— que produce formas definidas, sino una que apenas se entiende como la confluencia de múltiples procesos generativos, jamás cerrados, mientras que la forma no es ya más que una función estadística de la relación, en un momento dado, entre un material y una fuerza. Por eso su arquitectura es monstruosa. No tanto por su inusual y, muchas veces, literalmente grotesca apariencia, sino por la concepción de los procesos generativos de la forma como autónomos y abiertos. Gaudí confirma que, finalmente, toda forma es monstruosa: sólo puede ser mostrada y no demostrada; su explicación se da en el despliegue de las fuerzas que, como variables, la condicionan. Y, por monstruosa, finalmente imposible de reproducir. La obra de Gaudí es singular porque parte de la comprensión de la forma como una singularidad, como un punto, sin importancia particular, de una cadena de transformaciones constantes.
Así, además de algunas características que aparecen en la arquitectura de Gaudí y prefiguran ciertos temas fundamentales de la arquitectura moderna, como la planta libre y la consecuente diferenciación entre estructura portante y cerramientos o fachadas —características que obedecen en principio a la lógica interna del proyecto más que a una estrategia general, cual sería el caso de Le Corbusier—, por debajo de los mosaicos coloridos, entre los repliegues de las piedras y los estucos, las superficies de Gaudí se acercan al trabajo que, en nuestros días, realizan varios arquitectos. En principio podríamos pensar en Frank Gehry, cuya obra también se caracteriza por el exceso —y quien también es conocido por muchos que no tienen especial interés en la arquitectura. Pero el trabajo de Gehry sólo toca la superficie. Por eso, más allá de la mera apariencia, tal vez haya un nexo más profundo entre Gaudí y las investigaciones de otros arquitectos actuales, quienes, gracias al auxilio de ordenadores y sofisticados programas, exploran las posibilidades de la forma como variación continua, aun cuando sus resultados no hayan pasado del ciberespacio a este lado de la pantalla —cosa que algunos de ellos ni siquiera pretenden. Y, finalmente, quizá el nexo mayor de Gaudí con lo que se hace en nuestros días sea la concepción de la forma como resultado de un proceso abierto e indeterminable a priori desde fuera. Aunque la fama de la obra de Gaudí acaso dependa en mayor parte del interés inocultable que despierta, en todos nosotros, lo monstruoso.
Publicado originalmente en Letras Libres (junio 2002)