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Exposiciones

Damien Hirst en el Museo Jumex: ese otro ocultista

Damien Hirst en el Museo Jumex: ese otro ocultista

25 agosto, 2024
por Olmo Balam

Bien vista, la afición ocultista por los gabinetes de curiosidades nunca se ha ido del todo. Durante los siglos XIV y XV (lo que, para no complicar las cosas, suele llamarse Renacimiento europeo), los humanistas tempranos reunían en esas colecciones heterogéneas, fundadoras de sus propios órdenes, una visión casi literal del mundo: caótica, sin índice, esotérica, por siempre recontextualizada y desambiguada. Vincent Lambert y Paul Rasse enumeran así algunos de los elementos habituales de estos anticuarios: “maravillas antiguas o modernas, naturalia o artificialia: antigüedades, obras maestras de la pintura, joyas de orfebrería, animales taxidermizados, fósiles y minerales preciosos. Los gabinetes de curiosidades eran el placer, prestigio y gloria de los príncipes, que acumulaban objetos para enriquecer sus palacios y exhibir este nuevo tipo de erudición”.

Hoy todavía se puede experimentar el rastro de esa genealogía en los museos, recintos que heredaron de sus antepasados una capacidad casi monstruosa para agrupar asuntos y objetos en amplísimos inmuebles. Esto último no es una característica inventada por el museo moderno: ya Athanasius Kircher había sentado, con su Wunderkammer, el precedente del gran espacio dedicado a la exhibición de una plétora de hallazgos, tanto arqueológicos como naturales; resultado tanto del pillaje y el saqueo, como de la suerte; regentados, de manera invariable, por aristócratas, todos ellos, eso sí, eruditos.

Death Explained (2007) [La muerte explicada]. Vidrio, acero inoxidable pintado, silicona, acrílico, monofilamento, bridas de plástico, acero inoxidable, tiburón tigre y solución de formaldehído. Díptico. Cortesía de Pinchuk Art Centre (Kiev, Ucrania)

Si los sabios renacentistas tenían en sus cámaras de las maravillas un autorretrato de su curiosidad, codificada en incontables artilugios y monstruosidades (lo que al paso de unos cuantos siglos degeneraría en la expansividad ontológica de la blanquitud [cf. Shannon Sullivan]); los equipos museísticos y los mercaderes del arte de hoy han creado un mundo propio por medio de lo que es el espécimen definitivo para los gabinetes de curiosidades del siglo XXI: el artista de estrellato. Esto no ha ocurrido sin el consentimiento y alianza del artista de turno, tan atolondrado como el público por una sustancia conservadora más potente que cualquier formaldehído: la mercadotecnia.

Pocos como David Hirst han provisto su cuerpo y, se supone, su alma para el gran espectáculo de ocultismo de nuestros tiempos. Ahora que la exposición DAMIEN HIRST: VIVIR PARA SIEMPRE (POR UN MOMENTO) se marcha del Museo Jumex, vale la pena hacerle un post mortem a esta muestra que trataba, como se presume de casi toda la obra de Hirst, sobre la muerte y sus complejidades; que fue la pieza de toque para festejar los 10 años del Museo Jumex; y que, desde su inauguración en marzo de este año, ha atraído a miles de espectadores en la que ha sido una de las exposiciones más mediáticas del año.

Wisdom’s Blossom (2018) [Flor de la sabiduría]. Óleo sobre lienzo. Colección privada, Nueva York

En esta ocasión, el Jumex, con sus plantas que se repiten y recorren de arriba hacia abajo las exposiciones, sirve de espacio de encuentro en la Ciudad de México para dos londinenses: Chipperfield (arquitecto del museo) y Hirst, unidos para una exhibición en plan de retrospectiva que reúne obras a lo largo de cuatro décadas (de 1986 a 2019), en su mayoría esculturas, animales disecados y pinturas que han circulado (y circulan) por museos de todo el mundo. VIVIR PARA SIEMPRE, bajo la curaduría de Ann Gallagher, se divide en secciones como “Gabinetes”, “Lo gótico”, “Historia natural”, “Religión y ciencia”, “Pinturas de puntos”, en los que se ordenan productos farmacéuticos, osamentas, vitrales, pinturas giratorias o móviles, mucho de todo esto ordenado en repisas y aparadores. Las líneas curatoriales de discurso, que utilizan oposiciones como la vida y la muerte, poseen coherencia y factura, una voluntad de interpelar al público y acercar al visitante que no la debe ni la teme a un artista bajo la premisa de que el arte contemporáneo está hecho para no ser entendido. La labor de divulgación, no obstante, a veces es redundante frente a la transparencia e inmediatez de las piezas: embutidos, sartenes de colores, cajas de cartón recubiertas de pintura brillante, cuerpos enteros o cercenados de diversos animales, diamantes, todo ello complementado con la instalación aleatoria de un balón de playa que flota entre hojas de cuchillos. Es cierto, incluso en objetos tan pueriles como un bote de pastillas o una alacena roja cubierta de laca es posible encontrar el secreto del mundo, pero más allá de ese encuentro ocasional entre ambas dimensiones, poco hay en la obra de Hirst que realmente pueda arrojar luz sobre el siempre disputado equilibrio entre la vida y la muerte.

De esto último son ejemplo los famosos animales en formol o los insectos profanados como recortes para collages que conforman esculturas y vitrales, pero no muestran algo que no pudiera visualizarse en el diorama o insectario de cualquier museo de historia natural. La descontextualización de los cuerpos muertos (algunas fuentes estiman que Hirst ha usado, a lo largo de su carrera, algo más de un millón de cadáveres de moscas, mariposas, borregos, vacas y peces, desde charales hasta tiburones) y el presunto virtuosismo de la técnica de conservación utilizada para mostrarlos en soluciones de azul turquesa les dan a estas esculturas la misma rigidez del trofeo de caza, emblema de poder, pero no de conocimiento.

Self Portrait (Full Body) (2008) Autorretrato (cuerpo completo). Caja de luz y radiografía. Colección privada

Lo mismo puede decirse del cráneo con diamantes, For the love of God (2007), que es una de las obras centrales de la exposición y está a la mitad de la segunda planta del museo. Con esta pieza, el británico quería impulsar una reflexión sobre la muerte y el lucro, o sobre su propia condición como millonario que va a morir y muestra el trabajo de una vida en la capital de México, país que a ojos del exotismo se divierte haciendo tzompantlis, ya sea como decoración para el Día de Muertos (colonizado ahora por James Bond o la película Coco y el Paracho de colores con el que Pixar terminó de brandear el Mictlán), o como saldo en las batallas de la guerra civil en curso que azota a esta patria desde hace casi 20 años. En realidad, la pieza de Hirst es menos interesante que los ídolos que se pueden comprar en nuestros mercados populares, en donde hay efigies de la Santa Muerte con túnicas tejidas de dólares: un gran trasunto vernáculo para la diosa del necrocapitalismo.

El límite entre la vida y la muerte tampoco alcanza a expresarse en todo su drama con el inmediatismo de la radiografía dental o el autobalconeo de los fármacos y estupefacientes de unas vacaciones problemáticas. Nada de eso alcanza para dar una idea del espíritu detrás de esta acumulación de objetos. Sobre ese problema hay algunos fragmentos que se exhiben en el sótano del museo: notas y artículos donde los periodistas no bajan a Hirst de enfant terrible y provocador; fotos de un jovencito británico no muy distintas a las de sus compatriotas, hooligans y turistas, que van a otros países a hacer lo que quieran: profanar cadáveres o robar reliquias. Esa condición inglesa, excepcionalmente londinense, no alcanza a dar a entender cómo la figura de Hirst, por lo demás anodina desde lo puramente artístico, ha sido capaz de atraer millones de libras esterlinas, premios y exposiciones en museos del Sur Global.

Para eso sirve mejor el momento final de VIVIR PARA SIEMPRE: una serie de pinturas de unos cerezos. La curaduría relaciona estos cuadros con el puntillismo impresionista francés, pero, nuevamente, es el artista quien deshace el intento de complejización: como se afirma en la propia lámina, estas pinturas son apenas “un esfuerzo [de Hirst] por hacer un arte que pudiera gustar a su madre. Sin embargo, a pesar de su carácter popular y kitsch, la elección de la imagen alude a la naturaleza transitoria de la vida”. Junto a algunas estatuas de inspiración grecolatina, que dan a la explanada en la que una gran mujer embarazada recibe a los espectadores, las pinturas cierran la exposición casi de la misma manera en que se abre con Sport Painting (1986) y Cefoperazone (2007), cuadros de puntitos brillantes sobre tablas, con las que el artista pretendía imitar a “una especie de máquina sin emociones que hace pinturas”. Es interesante la manera en que las técnicas tradicionales pueden revelar cosas sobre los artistas contemporáneos (o conceptuales). Con esta serie de cerezos, la pintura al óleo no parece un soporte tradicional, ni siquiera anacrónico, sino algo menos que amateur. Nunca es seguro que personajes como Hirst hayan hecho algo con sus propias manos, pero en este caso al menos es verosímil que no acudió a un outsourcing para crear estos lienzos de tres metros por dos de ancho. Son obras de vejez, pero no de madurez, periodo de la vida que al parecer los enfants terribles nunca llegan a experimentar. Y, sin embargo, estos tablones con plastas de óleo son el único rasgo de vulnerabilidad de Hirst: un hombre frente al lienzo, armado sólo con pinceles y colores; pinturas que en su simpleza no participan de ninguna trayectoria, vanguardista o no. Por supuesto, este último gesto de vulnerabilidad no es voluntario, pero deshace por unos momentos la cualidad discreta del artista que se oculta de manera incesante.

Y he ahí la paradoja de la exposición y su lógica multitudinaria: la enorme atracción que ejerce sobre un público que, en muchas ocasiones, va ahí como a ver fenómenos de circo, mismos que nadie quiere entender, pero sí mirosear; o, lo que es más importante, y no se podría con tanto descaro de espaldas a la mujer barbuda o el licántropo de turno: ejercer el gran género fotográfico del siglo XXI, la selfie, verdadera obra de arte que está por crearse cada día, en cada visita guiada y tras las horas de espera en las filas, efectuada a unos cuantos centímetros del cenicero gigante, la estatua de un ángel preñado, o ganado en rebanadas. Por su lado, los críticos —si es que eso como estamento o grupo no-grupo todavía existe— irán como yo y muchos otros (sólo hace falta revisar las reseñas escritas en los últimos meses; como las de Letras Libres o Revista de la Universidad), a ejercer frente a ese gabinete de curiosidades que cancelan la propia curiosidad, el equivalente crítico de la selfie: la hot take, opiniones calientes para acompasar las olas y domos de calor, y lograr que artista, público y crítica actúen al unísono en el quehacer hidrocarbúrico (y moralizante) que llamamos contenido.

DAMIEN HIRST: VIVIR PARA SIEMPRE (POR UN MOMENTO). Se exhibió en el Museo Jumex desde marzo y estuvo abierto hasta el 25 de agosto de 2024.

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