Espacios para la vida: Entre Alchichica y Litibú
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¡Felices fiestas!
23 abril, 2024
por Jose Maria Wilford Nava Townsend
La Sierra Morena, rica en minerales, es también el escurridero que riega el verde valle a orillas del río Guadalquivir. Ahí, su ubicación estratégica, la navegabilidad fluvial desde el mediterráneo hasta este punto y la amable topografía de su valle, llevarán a la Roma aún republicana, pero ya en expansión conquistadora, a generar una primera ciudad; Colonia Patricia Corduba, que se convertirá en la capital de la Hispania Ulterior. Un sólido puente conecta la región norte con el sur, encrucijada de dos vías: Augusta y Ad Eméritam, dentro de la provincia bética, ya durante el periodo de la Roma imperial. Al norte y amurallada, está la ciudad; al sur, los caminos.
El sitio verá a la urbe morir y renacer en múltiples ocasiones: de la Roma republicana a la Roma imperial, el paso visigodo, la ciudad musulmana y la reconquista cristiana, Todo ello reinventa y sobrepone capas de diversas ideologías a lo largo del tiempo. Todas dejan huella, todas forman parte de su genética. En esta población se pueden narrar cientos de historias y reflexionar sobre innumerables espacios, pero hoy vamos a platicar del monumento principal: la mezquita catedral. El término ya nos da la esencia de sus mezclas, en sangre y en idea, en identidad y complejidad. Si los romanos dejaron puente y vestigios de muralla, los visigodos dejan la primera huella de cristiandad con la Basílica de San Vicente, y ahí, el universo musulmán, destronará al santo cristiano para edificar la mezquita Aljama.
Corre el año 785 de nuestra era y el Emir omeya Abderramán I sueña con un bosque de columnas para contener el Corán y practicar su rezo. La edificación se alinea al cardo, eje original romano que correo de norte a sur, y lo acota con una nave sensiblemente más ancha que las otras. El bosque de columnas arma una retícula que sostiene los muros acueducto, brillante solución que permite desaguar la lluvia de los tejados que cubren las subsecuentes naves de la gran sala o iwán. El conjunto se contiene por muros que nos remiten a una fortaleza mística. El esquema abre un patio al norte, mientras que el muro sur o quibla, resguarda el nicho donde va el libro sagrado.
El orden modular del sistema constructivo descrito, permitirá a la mezquita crecer sin necesidad de hacer cambios en su esquema. Así, en 848 Abderramán II desarrolla la primera ampliación al sur; en 962 lo hará Alhaquen II, quien continuó con el orden y dirección, de nuevo hacia el sur, pero aportando lucernarios que introdujeron la necesaria luz natural al interior. Finalmente, será Almanzor quien ordenará la última gran ampliación, ambiciosa y monumental, duplicando la dimensión del edificio, pero ahora hacia el oriente. La ambición no impide reconocer la preexistencia y su maravillosa funcionalidad práctica, y el mismo módulo de columnas con las arcadas que sostienen los acueductos para desaguar los tejados, se repetirá de manera consistente. Así, el sueño de Abderramán I desbordará los alcances espaciales imaginados, en un origen, hasta límites impensables. Aquí todos caben para celebrar a Alá.
Pero la construcción del edificio no se termina con la mezquita. La reconquista cristiana en el siglo XIII cambiará el uso de culto, en un principio casi sin alteraciones físicas, y sólo acotaciones programáticas, hasta que dos siglos después aparecerá una alteración espacial: una nave gótica. Cabe hacer notar, querides lectores, que esta nave se desarrolla con profundo conocimiento de la estructura previa, por lo que el cambio se dará en la sensación espacial que ofrece la cubierta apuntada, así como el énfasis ahora en la orientación este-oeste, pero no en el ritmo procesual de columnas. Con ese mismo principio de renovación, sin alterar la continuidad espacial de manera significativa, llegará en el siglo XVI la expresión de la gran catedral renacentista, cuyas naves se suman a los entre ejes musulmanes, mientras que su volumen explota por encima de los tejados del gran recinto, aportando una silueta única al paisaje cordobés. El bello patio se mantiene, y el alminar crece y pasa a ser campanario. El conjunto conserva su sensación de ciudad mística amurallada pero permeable, con los accesos rítmicos y definidos, aunque hoy día la mayoría están deshabilitados como tales. Con este antecedente, paso ahora a compartir las reflexiones y sensaciones que caracterizan estos escritos, y con la esperanza de poder transmitir las emociones vividas por este, su servidor.
Hay muchas formas de llegar a la mezquita-catedral. Para mí, hacer el recorrido desde la torre de la Calahorra, que da acceso al puente romano, genera una secuencia más intensa en cuanto a experiencias de acercamiento. La torre, reconstruida en el siglo XIV es una potente edificación de carácter defensivo, que imprime al puente la personalidad dual de estas arquitecturas, ya comentada otras veces en estos escritos: seguridad y tranquilidad para quien vive dentro de la ciudad o para quien visita pacíficamente, advertencia rigurosa para quien viene con innobles intenciones. Desde ahí, el puente refleja en su forma, con claridad en el flujo del río, con los tajamares que miran la llegada del río en forma de punta, y se redondean del lado opuesto a la corriente.
Sobre el puente, la perspectiva que remata se nos presenta como un juego de planos: en el primero de ellos, la puerta del puente, con su expresión renacentista del siglo XVI. Un segundo plano nos muestra la interesante reinterpretación de la muralla que hace la actual oficina de turismo, para finalmente encontrar en un tercer plano: la enorme arcada de tres niveles, que se le hizo al muro sur de la mezquita-catedral en el siglo XVII, con el fin dar mejor escala a una plaza pública, coronada por el volumen que marca la capilla de Santa Teresa y en último plano, la masa de la Catedral renacentista que se eleva por encima de todo el conjunto.
Conforme se avanza en el puente, los planos cambian a la percepción y se transforman en presencias directas: primero la puerta y luego la arcada cuya altura nos anticipa el desnivel del terreno, subiendo del río a la ciudad como es lógico. Al tomar la calle de Torrijos, se enfrentará usted al contundente basamento, que cimenta el conjunto, y a una secuela de tres puertas de bella manufactura. Diferentes entre sí, la primera es una copia de la tercera, y ha sido intervenida posteriormente. La segunda, se conoce como la de los Deanes; y la tercera, como de San Esteban. Estas dos puertas, según la estupenda guía de la ciudad publicada en la década de los noventa del siglo pasado por el gobierno de Andalucía, son las únicas que se conservan en estado original. Todas las demás fueron restauradas en algún momento. El detallado lenguaje de cada una, y la filigrana con la que se expresan ambas, nos invitan a la contemplación. Todas estas puertas son infuncionales hoy día y permanecen cerradas, pero nos hablan de otros tiempos en los que el templo tuvo mayor permeabilidad en su flujo.
El recorrido nos lleva al punto donde se termina el volumen y comienza la barda del patio. Una puerta más, esta sí abierta en horario de visita, y notoriamente austera comparada con las previas, se convierte en el verdadero acceso al recinto para la visita con algún problema motriz, o para el público general, dependiendo de la cantidad de personas que esperen ingresar. Al penetrarla, se abre en su esquina surponiente el bello patio de naranjos, cuya disposición repite con exactitud el módulo entre árbol y árbol que encontraremos al interior del templo entre columna y columna, extendiendo la idea de un orden cósmico mayor, tanto en los elementos naturales como en los edificados. En lo que toca la hora de nuestra entrada, según el boleto adquirido, caminamos por el patio hasta el antiguo alminar, con su torre, que fue coronada en fecha posterior por la imaginación barroca. Pero, ¡ya es hora! Nos acercamos expectantes a la entrada, llamada “Puerta de las Palmas”, que da acceso a la nave central de la primera mezquita. Nunca será igual aquello que vemos en fotos, que la experiencia real del espacio, aquellos que publicamos describiendo con palabras e imágenes. En el fondo siempre tendremos la esperanza de que ustedes, al leernos, encuentren un camino para la aventura. Pero la vida es ruda y la economía injusta, y las más de las veces estos viajes son imposibles. Queda entonces lo compartido en imágenes y textos.
¡Entramos! A partir de aquí la narrativa no tiene secuencia cierta. Las sensaciones desbordan lo razonable y en la memoria queda la sensación de que todo sucedió al mismo tiempo, así que ustedes perdonarán si, por momentos, este texto pierde lucidez y sentido. Cuando ello suceda, les invito a perderse en las imágenes. La luz cambia, pasa primero a una sensación de penumbra en lo que la vista se aclimata, celosías y lucernarios juegan en el interior, escénicamente con estratificaciones del espacio. El bosque soñado por Abderramán I y sus sucesores, al entrar por la nave principal, se nos abre en múltiples perspectivas imposibles de leer en primera instancia. Sólo moviéndonos a través del espacio podremos orientarnos, poco a poco, en la inmensidad del bosque pétreo.
En las primeras impresiones me traiciona la luz y, debido a la emoción, no mido bien la apertura del diafragma de la cámara, ni la coordino adecuadamente con la velocidad, en consecuencia, la imagen sale fuera de foco…, pero la maravilla de la tecnología digital permite corregir a tiempo sin necesidad de echar a perder todo un rollo, como antes sucedía con la fotografía análoga, más directa y de mejor resolución, pero incierta si no se tiene calma y paciencia. Al final ajusto y comienzo a encontrar el encuadre, la luz y la velocidad correctas. Lo que desnudan mis ojos ahora sale en mis imágenes de manera congelada, parcial, sin movimiento: un fijo recuerdo incompleto como tal, pero válido para alimentar la memoria y compartir con ustedes.
Cada columna recibe una doble arcada, la primera en forma de herradura, la segunda en arco de medio punto, donde las dovelas juegan alternando el ladrillo con la piedra, en un discurso de ornamento funcional. Bellos artesonados cubren los tejados de las naves en esta sección, complejos juegos de geometría imprimen de emociones inexplicables la vivencia del espacio. Podría quedarme todo el día en uno solo de estos espacios cuánticos (cuatro columnas y un techo), como los llamó Fernando Chueca Goitia, ¡pero son tantos! Se suceden uno tras otro, en pantallas frontales desde una perspectiva, en fugas surrealistas (si movemos la vista a la perspectiva diagonal). Cientos de visitantes pasan, pero el recinto es tan grande que se diluyen. A lo lejos me doy cuenta del avance de mi recorrido. La celosía al fondo se pinta de oscuro ante la luz que la penetra. Una dimensión diferente aparece, un muro de espesor significativo marca un cambio de época, una ampliación —ya sea musulmana o cristiana—, los arcos penetran el muro y luego sigue la columnata. Los lucernarios se envuelven en arcos plurilobulados, son vestíbulos de cada ampliación musulmana. Me pierdo y me encuentro entre épocas y religiones. Ahora ya estoy en la nave gótica, ante otra forma de penetración de luz, esta vez cenital, que llama al espacio blanco de la catedral renacentista. No obstante, queda tanto que ver en la mezquita que el cerebro duda, entre una dirección u otra, y deriva al cuerpo que se entrelaza de un espacio a otro. El flujo no puede ser recto: se teje entre columna y columna, amarrando sensaciones, escalas, formas, fantasías.
En esta deriva, llego al espacio de la maqsura, aquel que se reservaba a la familia del califa. Nuevos arcos plurilobulados acotan esta sección, cubierto con bellas cúpulas de nervadura, en el que la complejidad geométrica define la jerarquía: La cúpula central es un octágono cubierto de mosaicos bizantinos, porque en la cuenca del mediterráneo, más allá de las ideologías, está el comercio que entremezcla todas las culturas. Regreso. De nuevo, la blanca luz de las naves cristianas, entrelazadas con las galerías musulmanas, me atrapa. Paso la sillería del coro, el transecto, el altar; va a empezar la misa y salgo de ahí por respeto a quien va a su celebración.
Recorro sin rumbo al borde de la locura, atravieso galerías, naves nervadas, puertas simbólicas que marcan donde inicia un espacio de culto y donde continúa el otro. Ya no sé dónde estoy. Se trata de un laberinto abierto, un bosque acotado, sí, pero infinito en su percepción. Cambia la altura, cambia la luminosidad, siguen las columnas, regresan las dobles arcadas y, al final, sé dónde estoy sin saber dónde o como llegué. Salgo otra vez al patio, maravilloso espacio de olor cítrico y pequeñas acequias que llevan, cuando se requiere, el agua a cada naranjo desde la fuente central.
Termino la visita en el alminar ahora torre campanario. Primero fue el almuédano llamando al rezo, después el repicar de los instrumentos de bronce. En esta bella torre vuelven a mezclarse todas las ideologías, todas las manos de todas las épocas y sus orfebres: albañiles, carpinteros, peones, oficiales y maestros. Veo con tristeza hileras de turistas que pasan como si nada. Es parte del tour y hay que hacer el checklist, el “yo estuve aquí” sin sentir ni importarles lo que vieron. Otras personas, como yo, quedan atrapadas, luchando contra la gravedad que nos empuja fuera del recinto, porque la vida sigue, aunque un pedazo de alma se quedó ahí para siempre.
Al final, siempre gana la gravedad. Hay que despedirse y guardar en la memoria el momento que no tiene pasado, presente ni futuro: es todo mientras la memoria subsista. Algún día se perderá esta última, porque al final todos somos polvo de estrellas y el soplo del viento, en boca del tiempo, ha de dispersarnos por el universo. Quizás, si tenemos suerte, en un bosque infinito de piedra.
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