Carme Pinós. Escenarios para la vida
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13 noviembre, 2013
por Pedro Hernández Martínez | Twitter: laperiferia | Instagram: laperiferia
Dice Jorge Wagensberg que “la realidad se compone de dos cosas: objetos y fenómenos. Los objetos ocupan el espacio, los fenómenos ocupan el tiempo. Los objetos son distribuciones espaciales de materia, energía e información. Los fenómenos son cambios temporales de los objetos”.
“Los objetos cambian” nos dice el investigador catalán, o más bien, los objetos intercambian, a través de fenómenos, materia, información y energía. Un objeto no es entonces autónomo sino que se encuentra en constante modificación, relación, interacción e intercambio con otros elementos. Es la interacción lo que propicia el cambio. La ciudad y la arquitectura no se encuentran lejos de estas definiciones. Puede ser vista como un objeto o, incluso, un cuerpo que podemos interactuar. La relación con la arquitectura se establece a través de la fricción, el choque y el encuentro. La arquitectura dispone límites que influyen en la manera de comportarnos. La vida –en la arquitectura– es la fricción con los otros cuerpos, arquitecturas u objetos. Poco importa. La ciudad y la arquitectura posibilitan relaciones y en su interior se almacenan los fenómenos. La ciudad, como contenedor de objetos y fenómenos, es con ello un organismo vivo, cargado de flujos, que se relaciona con el medio y que, al tiempo, permite establecer conexiones. Con todo lo dicho ¿no es acaso la ciudad y la arquitectura un sistema de relaciones? Como apunta Mónica Arzoz en La ciudad como reflejo de sus redes, una ciudad puede reducirse “básicamente a conexiones, en diferentes escalas, entre personas, actividades y lugares”. Y si bien es cierto, las ciudades tienen forma y se desarrollan (en ocasiones) en base a diseños. Pero no podemos olvidar que es justamente un diseño es lo que nos permite usar el espacio e interactuar de una determinada manera con él. La ciudad –y la arquitectura– va más allá del objeto para transformarse en aquello que permite establecer un determinado estado en el mundo, posibilitando con qué o con quién podemos establecer contacto.
Así, las ciudades, las arquitecturas, condicionan la sociedad que vive en ellas y, al tiempo, son “reflejo de las sociedades que las conforman” como enuncia Ricardo Álvarez. Esto es, la sociedad, la ciudad y su evolución en el tiempo son aspectos íntimamente vinculados y se desarrollan de forma conjunta. Así, la aparición de las nuevas tecnologías como internet y las redes sociales no son sino una expansión de lo que ya produce la sociedad y que se manifiesta en la arquitectura o la ciudad donde edificios, personas u objetos (con mayor o menor información, energía o materia) están condenados a cruzarse, mezclarse e interactuar. Las nuevas tecnologías de redes únicamente expanden esa condición que ya otorga la vida. Puede que la tecnología cambie la forma en la que nos relacionamos, puede hacer que la información se multiplique o puede hacernos más sensibles a través de dispositivos que almacenan y usan la información, aumentando el número de formas que conectamos, pero no cambia el sentido último de la ciudad: ese espacio donde la vida fricciona, contacta e interactúa.
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