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Colón y la cabeza

Colón y la cabeza

13 septiembre, 2021
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog

Hace poco más de un año escribí acerca de la danza de Than Tsídéh sobre el pedestal que quedó vació tras remover la estatua de Juan de Oñate en Nuevo México. Ahí citaba un párrafo del libro de Kirk Savage Standing Soldiers, Kneeling Slaves. Race, Way, and Monument in Nineteenth-Century America, acerca de los monumentos públicos:

Son la forma conmemorativa más conservadora, precisamente porque están hechos para permanecer, sin cambios, por siempre. Mientras otras cosas van y vienen, se olvidan o se pierden, los monumentos se supone que permanecen en un punto fijo, estabilizando tanto el paisaje físico como el cognitivo. Los monumentos intentan moldear el paisaje de la memoria colectiva para conservar lo que vale la pena de ser recordado y descartar el resto.

Y otro párrafo del texto publicado por Yásnaya Elena Aguilar Gil en el periódico El País, “Jamyats. De ahuehuetes y estatuas”:

El sistema colonialista que ha jerarquizado el mundo, los pueblos y sus culturas, impone sobre la superficie de la tierra representaciones tangibles de la lectura que ha hecho de la historia, mediante la colocación de estatuas. No es de extrañarse entonces que, en las recientes manifestaciones contra el racismo o en medio de las luchas históricas en contra de la opresión que han sufrido los pueblos indígenas, se sienta necesario derribar los monumentos con los que el colonialismo nos llama a recordar y a significar constantemente su lamentable actualidad.

Viene al caso recordar estas referencias respecto a la decisión recién anunciada de no volver a colocar la estatua de Cristobal Colón en la glorieta que ocupaba sobre Paseo de la Reforma. En su lugar se colocará un monumento dedicado a las mujeres de los pueblos originarios de lo que hoy llamamos México: una cabeza de 6 metros de altura —9, según algunas fuentes— concebida por el escultor Pedro Reyes. Las reacciones al doble gesto no se hicieron esperar. Hay quienes protestan por la remoción de la estatua de Colón, aduciendo que ya era parte de “nuestra” memoria urbana colectiva o que quitarla implica negar parte de “nuestra” historia y “nuestro mestizaje”, sin la menor intención de pensar críticamente a quiénes incluye ese “nosotros” y de qué manera. No han faltado las opiniones de arquitectos auto postulados como árbitros de la elegancia suponiendo que su profesión le otorga cierto privilegio a su gusto.

Pero una discusión más de fondo apunta no a la remoción de la estatua de Colón sino a la manera en que se decidió qué pieza la sustituirá y quién es su autor. En una carta pública dirigida a Claudia Sheinbaum, Jefa de Gobierno de la Ciudad de México, firmada hasta ahora por más de 230 “integrantes de la comunidad artística y cultural del país, feministas, activistas, aliadxs y habitantes de la Ciudad de México”, se aplaude que se pretenda ocupar el espacio ocupado por la estatua de Colón:

de gran visibilidad, con un monumento para las mujeres y, en particular, para las mujeres de los pueblos originarios. Celebramos este enunciado —que ya ha desencadenado debates y polémicas encontradas en la sociedad— pues creemos que vivimos un momento histórico en el que es necesario reivindicar —en su propia voz, desde su propia mirada y en sus propios términos— a personas y comunidades otrora ignoradas, negadas e invisibilizadas tanto por la historia como por los relatos oficiales. Sin embargo, nos parece inadmisible la elección de Pedro Reyes, un artista hombre que no se autoidentifica como indígena, para representar a “la mujer indígena”: así, generalizada, negando con ello la particularidad y diversidad de las mujeres que se autoidentifican como miembros de pueblos y naciones originarias, y poniendo su imagen en manos de un hombre blanco-mestizo.

En otra carta abierta, dirigida esta vez a Pedro Reyes, Pablo Helguera escribió:

Un monumento en la avenida Reforma es primordialmente un símbolo para el pueblo. En este caso, es bueno que la intención sea contrarrestar la imagen perenne del hombre blanco occidental, impuesta por siglos, y cambiarla por la de una mujer indígena. Pero el simbolismo del proyecto— al fin y al cabo un proyecto de arte público, no una exposición en una galería— no se extiende solamente al objeto final sino a la selección misma del artista. En este caso, precisamente por la importancia simbólica de este proyecto, es un error que un hombre blanco una vez más tenga el poder de determinar la imagen que deba de representar a la historia de los pueblos originarios.

No reponer la estatua de Colón en el lugar que ocupaba es un gesto consecuente con pensar críticamente qué representa ese monumento y quiénes se reconocen en eso que es representado. También lo es sustituir el monumento por otro que represente a las mujeres de los pueblos originarios de lo que hoy llamamos México. No lo es, sin embargo, como apuntan las cartas antes citadas, la manera como se han decidido tanto la pieza como su autor. Un monumento que tome en cuenta a quienes el otro ignoraba debe plantearse de otras maneras, unas obligadamente abiertas a la necesidad de escuchar otras voces y ver otras formas en las que un monumento puede representar a más personas y a otros colectivos en espacios que usualmente se modelan con visiones fijas, singulares y muchas veces excluyentes y hasta opresoras.

 

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