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9 junio, 2017
por Pedro Hernández Martínez | Twitter: laperiferia | Instagram: laperiferia
La empresa más grande de renta de espacios turísticos es una que, sin embargo, no tiene ningún hotel, ni hostal, ni departamento, ni habitación propias: Airbnb. La idea es sencilla y se fundamenta, en su origen, en la conocida economía colaborativa: si tienes un espacio, compártelo, alquílalo y saca un pequeño incentivo de ello, ¿quién sabe?, quizá con ese dinero puedas, como promete la propia publicidad de la empresa en varias partes del mundo, desarrollar ese proyecto creativo personal.
Por supuesto, no hay nada de malo en la idea en sí. El asunto entra en cuestionamientos cuando, debido a las nuevas demandas provocadas por la oferta de espacios, los precios de las rentas de las viviendas cercanas suben —es más rentable ofrecer la propiedad en Airbnb que tener un inquilino con contrato— y parte de la población local no puede seguir viviendo ahí. Resultado: zonas de la ciudad se vacían para dar cabida a esos nuevos turistas que ya no quieren ser turistas sino “vivir la experiencia de vivir la ciudad”.
Ya he hablado antes en esta misma web sobre ciertos procesos de los que algunos han advertido sobre esta y similares plataformas, como la homogeneización y estandarización del diseño que trae como resultado —a sabiendas que un determinado espacio más moderno y de diseño, con pisos de madera y sábanas blancas, es más atractivo que otro para el navegante— o la precarización que esta forma de mercado impone, en la que cada espacio de tu vida debe ser capitalizado a fin de establecer cierta ganancia y rentabilidad. Pero, por supuesto, faltaba acotar el impacto que esta nueva economía genera en las ciudades.
Los estudios son diversos y algunos, como este desarrollado por montera34, analizan con minuciosidad los datos para ver qué tan cierto es que Airbnb es responsable de la subida de precios o de la gentrificación de ciertas partes de una ciudad. Tomando como base el País Vasco, al norte de la península ibérica, la investigación de este grupo permite ver cómo las ofertas de la empresa tienden a concentrarse en determinadas zonas turísticas de una ciudad. Tal esquema es el mismo que sigue, por ejemplo, la Ciudad de México —la ciudad del país con mayor número de huéspedes en Airbnb—, que, a la vista de los datos arrojados por la web airdna, es en las delegaciones más céntricas, como Miguel Hidalgo, Benito Juárez, Coyoacán y, en especial y con mucha diferencia, Cuauhtémoc, donde mayor número de plazas se ofrecen. Se puede advertir entonces que el fenómeno de la gentrificación está asociado al numero de plazas de Airbnb. Dicho de otro modo: allí donde más se ha producido un proceso de expulsión de la población local, así como de sus comercios, es donde más plazas están disponibles. Sin embargo, adjudicar el proceso de transformación urbana a los nuevos modelos de renta es en sí mismo quedarse corto. Los procesos de gentrificación que barrios como La Condesa o La Roma han sufrido en los últimos años vienen de antes y de un proceso más largo y complejo al que empresas como Airbnb y demás se suman.
Ello no evita que, muchas veces, surjan textos, bien cargados de cierto conservadurismo, bien a la caza de la polémica o en busca de likes, donde se decida lanzar proclamas denunciando cómo estamos perdiendo las ciudades que queremos. Por ejemplo, un artículo publicado por GC España, con un título bastante llamativo —Cada vez que usas Airbnb te estás cargando una ciudad que amas—, advierte que este nuevo turismo no sólo expulsa a los tradicionales residentes sino que, consecuencia de ello, se transforman los comercios, al no necesitarse comercios de día a día como pueden ser ferreterías o talleres; un proceso lento que a la larga produce la gentrificación y transformación de los barrios. Pese a todo, y a la manera de exponer el artículo, tal apunte está basado en un sustrato de verdad, que debiera, inevitablemente, hacer que se revisara el modelo de urbanismo que estamos produciendo hoy en día. Y es que, tal y como se advierte tanto en el texto como el los datos arrojados en la investigación de montera34, el gran problema de Airbnb pasa por la poca regulación que existe en el mismo medio que permite, por un lado, que no tengan que cobrar impuestos especiales sobre la renta o el hospedaje y, por otro, que haya empresas o propietarios que controlen al mismo tiempo varios apartamentos o sub-renten propiedades ajenas. Nada ilegal en sí mismo, pero demuestra la transformación del propósito inicial. Bajo la llamada economía compartida, de la cual nacieron empresas como éstas, se ha convertido —o corre el riego de hacerlo pronto— en una economía controlada por unas pocas manos que subvierte cualquier propósito inicial —un beneficio común— por uno mucho más perverso, pero que se enraíza en nuestro competitivo sistema capitalista —el personal. Se trata pues de una corrupción de las ideas de las que partía la economía colaborativa.
Pero, pese a todo estas visiones más o menos críticas, el fenómeno sigue imparable y algunos ya han decido ver la plataforma como un potencial. Ello no evita que, más allá de ciertas campañas —Suecia sacó recientemente en la plataforma una serie de anuncios donde el país ENTERO se ofrece como destino turístico: sus costas, sus bosques y sus montañas son una estupenda habitación abierta para pernoctar—, ciudades como Barcelona, Nueva York, París, Seúl, Atenas, Barcelona o Toronto, que han visto crecer el mercado de Airbnb exponencialmente en los últimos años, ya poseen un numeroso grupo social de vecinos y apoyo institucional que critica y se persigue la presencia de departamentos en renta a través de la plataforma —y que ha derivado en el tan discutido fenómeno de la “turistificación”—, exigiendo políticas que los defienda de algo que consideran que va en su contra. Mientras y por su parte, la Ciudad de México sigue ya el ejemplo de otras ciudades en el mundo, como Lisboa, París, Londres, Milán o Ámsterdam, y ha anunciado que será la primera ciudad de América Latina en crear un impuesto especial a Airbnb, cobrando 3% del total de la cuenta del huésped para las arcas de la ciudad.
La discusión está, pues, sobre la mesa. Así, las presiones o los apoyos frente a modelos de Airbnb y derivados —como Uber en el caso del transporte— exponen, una vez más, cómo la ciudad es ya el lugar donde se pondrá a prueba el futuro. Ya no discutimos sólo las políticas a nivel estatal, sino que importan tanto o más aquellas cuestiones que afectan a lo local, a nosotros en nuestro día a día, pues, tal y como señala recientemente Alejandro Hernández Gálvez en su texto Urbe et orbi, nos enfrentamos a “un futuro (…) de ciudades y no de estados o naciones”, donde no sólo la gente, los vecinos, tendrán algo que decir, también las empresas cuyas operaciones afectan a la vida de estos, “empresas (…) que (…) controlan grandes redes de producción, distribución y consumo de bienes”. Pero en ese futuro, claro está, pasa también por decidir el modelo social que deseamos tener, si uno que priorice el bien común de la ciudad en su conjunto o uno que prefiera el de unos pocos —propietarios y empresarios—. Nada fácil. De momento, la Ciudad de México parece haber visto más beneficio en el apoyo a una empresa, tan es así que algunos han advertido tal acuerdo como un “idílico romance” que supone, primero, un reconocimiento a la marca —que ahora tiene cierto reconocimiento legal frente a las quejas de la Asociación Mexicana de Hoteles y Moteles que consideran a la plataforma como la causante de la desocupación entre el 30 y el 40% de sus habitaciones—, y un reto para el Gobierno de la CDMX: transparentar las ganancias, a fin de definir de forma clara en qué y en dónde se destinará el dinero obtenido de este nuevo impuesto.
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