José Agustín: caminatas, fiestas y subversión
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19 noviembre, 2021
por Christian Mendoza | Instagram: christianmendozaclumsy
El diario El País publicó recientemente una nota sobre una residencia llamada “Don’t Let Me Be Lonely”, diseñada por la oficina Common Accounts. El proyecto se pensó inicialmente para una pareja de hombres homosexuales y se situó en Cottage Country, una zona rural de Canadá. El programa de la casa se vio modificado por una necesidad de los clientes: la pareja ahora era una relación entre tres, por lo que se agregó un cuarto donde uno de ellos ocasionalmente pudiera dormir solo. El cuarto no está separado por una pared sino que se posicionó a diferente altura, al igual que todas las estancias de la casa. Desde cualquier punto se puede observar la habitación principal —donde se tuvo que colocar una cama más grande que la que se tenía pensada originalmente—, la sala, la cocina y la biblioteca y, por ende, pueden contemplarse los cuerpos que la habitan. La presentación del proyecto abona a esta lectura de la casa como un sitio que activa la sexualidad de sus habitantes. Los inquilinos posaron en el patio o en la cama compartida, a veces en paños menores, a veces desnudos.
La relación directa entre el deseo y la manera en la que se diseñó de “Don’t Let Me Be Lonely” permite añadir algunas reflexiones más allá del número de ocupantes de la casa y de cuál es la relación entre ellos. En el artículo de El País, el despacho confiesa que una influencia para el diseño fue Adolf Loos, en su decisión de que cada espacio de la casa se volviera un escenario que se pudiera mirar desde cualquier posición. Obras como la Villa Müller o la casa que diseñó para Josephine Baker son algunas de las muestras sobre cómo la privacidad —un aspecto que, podría pensarse, es inherente a los espacios domésticos— puede ser alterada para construir fetiches y satisfacer la mirada. Como apunta Archie Hamerton en “Dream Spaces and Dancing Girls”, las habitaciones de Loos, sobre todo las que están pensadas para mujeres, diluyen los límites entre lo privado y lo expuesto. Esta idea adquiere un extremo sexual en el proyecto pensado para Josephine Baker, donde el arquitecto propuso una piscina de doble altura en el cuarto piso que sería utilizada por la cantante en un momento de fiesta: para que ella pudiera ser observada por invitados a una fiesta hipotética, y por el mismo Loos.
Proyecto para la casa de Josephine Baker, Adolf Loos
Como apunta Beatriz Colomina en “The Split Wall: Domestic Voyeurism”, algo como una piscina —que se puede colocar en alguna zona más privada— se vuelve el centro de la casa misma, ya que Baker “era el objeto principal” que debía ser observado por el visitante. El deseo se expresa de una manera asimétrica. Josephine Baker habitaría una piscina, como una rareza de acuario, para que pudiera ser sexualizada por individuos de piel blanca, quienes encontraban en la piel de Baker un estímulo exótico. La falta de paredes en las casas de Loos es una manera de “aprisionar al cuerpo”, a decir de Colomina: un dominio que el arquitecto ejerce sobre el habitante. Contrario a esto, los interiores de la casa de Common Accounts conllevan un consenso entre sus tres ocupantes. Todos desean ser contemplados y, sobre todo, dos de ellos comisionaron el proyecto, mientras que Loos buscaba encerrar a Josephine Baker detrás de un vidrio. El hecho de que los habitantes sean, de alguna manera, “los propietarios” de la cabaña es digno de enfatizarse, ya que es posible pensar que la arquitectura regula o posibilita el deseo.
En Queer Space: Architecture and Same-sex Desire, el arquitecto y crítico Aaron Betsky propuso que los hombres son quienes construyen la arquitectura, al menos en el mundo occidental, mientras que las mujeres han sido a menudo obligadas a vivir en estructuras que las encierran —en esto, Josephine Baker tiene similitudes con Edith Farnsworth, quien vivió dentro de un cubo de cristal a pesar de sus propias necesidades como clienta. Ante esto, Betsky analiza cómo las lógicas arquitectónicas pueden ser expandidas por los espacios queer, refiriéndose a las maneras —y cuerpos— no-normativas de apropiarse de una diversidad de espacios que van desde un baño hasta una casa entera. Para Betsky, los espacios queer son “una coreografía entre sitios y experiencias e “insertan a la tecnología de una manera cuidadosa en cómo entendemos al cuerpo”. También, “señalan el camino hacia una apertura, una posibilidad liberadora”, ya que tienen el potencial de cambiar “la publicidad, los estilos de vida y la ocupación de los bienes inmuebles”.
Bajo esta perspectiva, la transparencia de “Don’t Let Me Be Lonely”, con sus ventanas amplias, sus descansos para hacer ejercicio a la vista de los otros habitantes, sus camas compartidas, no imponen vías para ejercer la sexualidad de sus habitantes. Sus estancias, “las cajas teatrales” loosianas, son un dispositivo que de alguna manera fetichiza a sus habitantes, porque ellos han solicitado que el diseño funcione de esa manera: el arqiutecto respondió a otros deseos, a otras normativas constructivas y los clientes mantienen una relación estrecha, plenamente corporal, con la casa que encargaron.
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