La insoportable relación de los chilangos con su medio ambiente
En general, en los entornos urbanos creamos paraísos artificiales –imperfectos y, sobre todo, desiguales - de estabilidad del tiempo que [...]
10 julio, 2018
por José Ignacio Lanzagorta García | Twitter: jicito
No es un lugar común. La idea de que Buenos Aires es el “París de América” puebla los imaginarios de esta ciudad —dentro y fuera de Argentina— con una fuerza que, como casi cualquier comparación del Sur con el Norte, se acaba convirtiendo en una cruz. La abundante arquitectura del modernismo ecléctico, buenas y antiguas —aunque no siempre suficientes o bien mantenidas— infraestructuras y el proceso racial de una Argentina blanca dibujan desde hace un siglo una ciudad que, junto con otras del cono sur, se despega del imaginario urbano latinoamericano. Los lugares comunes surgen, en cambio, a partir de las evaluaciones que hacemos, forasteros y locales, de este imaginario de una ciudad tan excepcional.
En un extraordinario ensayo titulado “¿Buenos Aires europea? Mutaciones de una identificación controvertida”, el historiador y arquitecto bonaerense —que no porteño— Adrián Gorelik, entre otras cosas, desmonta uno de los lugares comunes más socorridos: el desdén a la imitación. Y sí, esa cruz del Sur aparece irremediablemente, a veces no sin razón, como un dedo flamígero que acusa incapacidad creativa, aspiracionismo decadente, pretensiones ridículas. El templo que es copia de uno italiano, el bosque urbano que es idéntico a uno madrileño, la traza que está inspirada en el modelo parisino, el área de compras que recuerda a una zona londinense. En descargo de Buenos Aires, Gorelik señala que el “afán imitativo” no es propio de las jóvenes y modernas ciudades americanas sin historia, sino también de casi cualquier otra ciudad. Todas se toman referentes entre todas, incluso entre las milenarias europeas: el paseo bonito de ésta lo queremos acá, el exitoso parque que funciona aquí vamos a llevarlo allá, la traza que reorganizó el funcionamiento de esta capital puede servir en esta otra. Pero creo que falla en reconocer que sobre la ciudad latinoamericana, la imitación tiene siempre un costo extra.
La imitación latinoamericana siempre será vista como más chabacana, más burda, más reveladora de la decadente emoción de una élite que se niega a pertenecer ahí. El péndulo se va hacia otro lado cuando la ciudad latinoamericana decide mirarse a sí misma. La paradoja es que tantas veces y, al hacerlo, también recurre a imitaciones: este decó ya no es copia de Manhattan o Miami, éste sí es bien nuestro porque sus relieves tienen inspiración prehispánica. Lima y México, sobre todo, recorren sus 200 años como capitales nacionales, 300 como coloniales, y unos 200 más como ciudad inca la primera e imperial mexica la segunda. Con y sin los afanes imitativos de sus élites, sus barrios “afrancesados” de finales del XIX y primer tercio del XX, sus historias heroicas de cuando algún europeo o estadounidense famoso en la arquitectura y el urbanismo pisó e influyó algún desarrollo de la ciudad, las capitales consiguen llenarse también de su propio relato histórico de mediana duración y divorciarse de ser solo la copia barata. El resultado nunca es satisfactorio.
Aún así, la construcción de esta historicidad da consuelo. Y entonces viene el otro lugar común: decimos que “por lo menos tenemos historia”. El mexicano que mira la ciudad estadounidense dirá: “sus ciudades no tienen historia, mira, ni siquiera tienen un centro”. Esto hace poco lo escuché replicado en la Ciudad de México, incluso en un foro académico de sociología urbana donde estas cosas se supone que alguna suspicacia nos generan. Buenos Aires, la “París de América”, tampoco tiene, dicen, historia. Esos edificios bellísimos son una ilusión, una artificialidad, otra burda imitación, aspiracionismo para llenar…, un vacío. Este lugar común no es solo una auto compensación mexicana o peruana, es también un mal porteño. En un viaje a Buenos Aires lo he escuchado ya a tres argentinos que, ante mi mexicanidad y mi elogio a su extraordinaria ciudad, se quitan el sombrero ante la historicidad de la mía.
Llega a ser incómodo. En el fondo, pareciera que hay implícito un reconocimiento pactado, por cualquiera de las dos partes, de que Buenos Aires ganó la partida en la belleza del aspiracionismo europeo mejor logrado pero, “hey, al menos ustedes tienen historia, acá estamos igual que los gringos.” Tal vez es esa la latinoamericanidad que nos rebasa a todos y no otra: el rechazo explícito a la aspiración a la vez que su desesperado deseo tácito.
En tanto, pocas ciudades reflexionan sobre sí tan apasionadamente como Buenos Aires; pocas generan imaginarios tan poderosos que transitan desde el futbol de barrio, la actitud tan particular de sus oriundos, la arquitectura, su traza y su música hasta la intensa experiencia y vivencia de sus problemáticas políticas y sociales. Yo no sé si es su “falta” de historia, pero menuda historia la que tiene, la que capitaliza, la que nos da tanto para estudiar, para admirar, para empatizar, para sentir. Su poco menos de siglo y medio de ser una ciudad pujante, creciente, con algunos escasos testimonios materiales de un pasado colonial y ninguno prehispánico, es para mí bastante más que suficiente. En una de esas la historia de las ciudades sin historia es un más potente motor de construcción de lo urbano que las historias milenarias…, perdón, solo centenarias.
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