Los dibujos de Paul Rudolph
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17 mayo, 2018
por Miquel Adrià | Twitter: miqadria | Instagram: miqadria
Toronto no podía recibirnos mejor. Un clima primaveral en una ciudad acostumbrada a invernar bajo tierra y la amabilidad de sus gentes que viven como gringos sin la carga de serlo. Caras conocidas al llegar al hotel sede de la próxima entrega del premio Pritzker 2018 –un hotel Hyatt, por supuesto–, hasta topar con el celebrado y admirado Doshi y su familia. Recordamos el encuentro en Ahmedabad, doce años atrás, y le entregué el libro de las Obras reunidas de Teodoro González de León que escribimos William Curtis y yo. Los casi cuatros kilos de libro no doblaron la escueta figura del arquitecto que, a sus noventa y dos años, ve reconocida su tenacidad moderna con este premio.
Doshi y González de León casi coincidieron en el taller de Le Corbusier, aunque fue primero el mexicano (1948 y 1949) y luego llegó el hindú (1951-1954). Ambos regresaron a sus orígenes para sembrar las ideas de la modernidad. En realidad, Balkrishna Doshi llegó al número 35 de la rue de Sèvres literalmente con la maleta que contenía todo su equipaje, por recomendación del colombiano Germán Samper. Se conocieron en el 8º CIAM (Hoddesdon, Inglaterra) poco antes, y coincidió que en ese momento estaba iniciando el proyecto de Chandigarh, y los dibujos del hindú eran buenos, por lo que Samper se atrevió a recomendarlo. Ahora, cincuenta y ocho años después, el premio Pritzker –como en un reality show– los unió de nuevo y refrescó recuerdos y miserias de aquellos años de formación. Le Corbusier le inculcó algunas estrategias para conseguir sus propósitos: trabajar constantemente cada hora de su vida; infiltrar sus ideas como “troyano” con inteligencia, aun cuando tenga pocos recursos, y vivir como un acróbata. Así, dibujando todo el tiempo, empezó a entender el significado del espacio y de la luz y, sobre todo, el valor de la sección que es –le decía Le Corbusier– donde se definen las proporciones y los propósitos. También reconoce a otros maestros que forjaron su carácter: su abuelo, que le enseñó los potenciales de la madera y de la tecnología; Gandhi, que hablaba de austeridad pero sobre todo de sustentabilidad, y, en especial, Louis Kahn, al que invitó para llevar a cabo un proyecto en Ahmedabad y de quien aprendió a preguntarle al tabique “qué quería ser”.
Balkrishna Doshi confesó en su conferencia en el nuevo auditorio de la universidad de Toronto que se siente tanto arquitecto como maestro después de toda una vida enseñando arquitectura en la universidad de Ahmedabad –que él mismo proyectó en 1964–, pero ante todo se reivindica como ciudadano. Recordó sus primeros proyectos en la India, que tenían que llevarse a cabo con presupuestos irrisorios; sus edificios multifuncionales; su primer edificio público, el Instituto Indio en 1958, realizado integralmente en concreto aparente sin puertas ni ventanas; el concurso para el ayuntamiento de Toronto en 1959 –que no ganó–, o una comunidad para ocho mil familias a partir de variables tipológicas que permitían su autoconstrucción en fases, instruyendo y empoderando a la gente.
Doshi da por implícita la sustentabilidad en toda obra de arquitectura y a lo largo de su larga carrera ha reivindicado las tradiciones, el uso de materiales locales, los elementos dinámicos que permiten modificaciones permanentes, la incorporación de usos mixtos para facilitar la vida urbana, así como el diálogo con clientes, usuarios e instituciones, donde se reconozca la inclusión de la complejidad. Para él, la arquitectura también es la conformación del tiempo y la generación de sorpresas y encuentros espaciales. Nunca estuvo interesado por “el partido arquitectónico” ni porque un edificio “exprese” lo que es. Cuenta que todavía hay quien le pregunta, al visitar su taller, si es un pabellón en medio de un parque. Él dice que sólo es un espacio para habitarse, hecho con materiales y tecnologías locales, que aísla del calor, deja pasar el aire y que es bello, que eso es arquitectura; sin olvidar que no sólo es cuestión de poética o belleza, sino de durabilidad y estabilidad. Para Doshi, la arquitectura requiere de mucho tiempo: primero, para soñarla, después, para contar con la participación del cliente y para entender el lugar. Argumenta que no tiene sentido hacer arquitectura en un lugar ajeno, que no cree que ningún arquitecto deba trabajar en países que no conoce.
En esta 40ª edición del premio Pritzker –la primera que se celebra en Canadá–, el jurado, presidido por última vez por Glenn Murcutt, celebra la continuidad moderna y la poética de la materialidad. Si durante años el premio encumbró a los stararchitects formalistas, en las últimas ediciones abogó por obras cercanas a la gestión social –Shigeru Ban, Alejandro Aravena– y a la creación local e intimista –RCR, en la penúltima edición–, para, ahora, celebrar la permanencia de la modernidad con este nonagenario vital que destila una cultura de más de 1,000 millones de personas, más de 40 lenguas y muchas religiones. Este viernes se formalizará la entrega del premio Pritzker en el Museo Aga Khan de Toronto, con la presencia de anteriores miembros de este olimpo arquitectónico.
‘Dibujando todo el tiempo comencé a entender el significado del espacio’ #ArquinePritzker #Doshi pic.twitter.com/bXOSV0Kx4H
— Arquine (@Arquine) 16 de mayo de 2018
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