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¡Felices fiestas!
28 enero, 2013
por Arquine
Fue en el Congreso Internacional de Arquitectura Moderna de 1956, en Dubrovnik, cuando un Yona Friedman presentó su Villa Spatiale, “un hecho de armonía entre el individuo, el individualismo extremo y la comunidad”. Se trató de una propuesta quizás poco entendida en su momento y basada en la idea sociológica de que la gente puede expresar y explicar lo que quiere sin perturbar a la comunidad. El arquitecto no podía hacerlo todo, y por tanto, quienes debían habitar tomarían las decisiones. Desde entonces su trabajo ha consistido en pensar que una persona es capaz de hacer algo desde el instinto y la improvisación; que “la arquitectura no es simplemente el arte de la construcción, sino más bien el de la gestión del espacio”. Un sitio en el que riqueza, diversidad, reflexión y utopía se encuentran y organizan en armonía; donde no existe lo nuevo, porque todo acto es único en sí mismo y corrige o altera a su manera el del instante previo.
Su visión de la arquitectura siempre ha estado más cerca de una realidad social, que de una actitud artística. Es así como su trabajo trasciende la disciplina para tocar escenarios y conceptos vinculados al individuo y la comunidad, desde el lenguaje, el estilo de vida, la economía, y la capacidad y percepción que éste tiene para habitar el espacio. “Arquitectura con la gente, por la gente y para la gente”, al conferir al individuo el rol de creador y promotor de los aspectos más importantes del espacio que habita, al mismo grado que el de cliente de los mismos, rechaza la idea moderna de la arquitectura como redentora de los problemas del espacio y nos coloca como hacedores del presente y del futuro, como el verdadero constructor de la estética y las políticas del espacio que habita.
“La arquitectura puede ser interesante si se le considera un objeto expuesto de uso cotidiano”, una pieza más hecha con, por y para el hombre de todos los días, aquél que es arquitecto solo por ser capaz de articular una construcción suficiente en sí misma. Una “Arquitectura sin construcción”, sin reglas preestablecidas, que conduce a las reglas, y que hasta el 2 de junio se muestra en el Museo Universitario de Arte Contemporáneo (MUAC). Se exhibe una serie de objetos cotidianos expuestos desde una reflexión sin formalizar, donde el azar y el instinto parecieran ser los promotores de la muestra. Composiciones, collages, dibujos y esquemas que adheridos a las paredes en aparente anarquía reconstruyen el recinto de un espacio vacío. Una serie de marcos esféricos –iconostases– que ocupan el aula para convertirse en esculturas y vitrinas, en piezas vivas que quizás esperan salir del museo y encontrar la armonía social que hoy la sala les niega.
Andrea Griborio | @andrea_griborio
La muestra de Yona Friedman en el MUAC exhibe algunos de los conceptos principales en los que se fundamenta la obra del arquitecto húngaro. En especial uno: “arquitectura sin construcción”; donde se aboga por eliminar cualquier construcción solida y estática cuya imagen e ícono se sitúe por encima de las personas o, en el caso de un museo, los objetos que contiene. Se deja así paso a lo que resulta ser lo auténticamente importante pare el arquitecto: las personas y su interacción –entre ellas y los objetos–. Para ello, Friedman aboga por eliminar las pesadas paredes y sustituirlas por una liviana y atractiva estructura espacial a modo de andamiaje que permite cualquier forma a través de la agregación de una unidad mínima. Lo primero a pensar es si tiene sentido una exposición como ésta en el interior de un museo que las mismas ideas que Friedman rechaza. La muestra separa la estructura planteada de los objetos que, según las explicaciones del material del arquitecto, debería mostrar contenidos a lo largo de la estructura espacial.
La muestra se organiza en torno a dos elementos principales: las mencionadas estructuras que ocupan la sala bien flotando sobre las cabezas de los visitantes, generando un nuevo espacio que sirve a modo de cúpula-refugio de los videos donde se explica más detalladamente las ideas tras la obra, y poniendo de manifiesto que la aparente sencillez de la unidad permite una combinación espacial capaz de crear cualquier forma posible. De otro lado, aparecen también una serie de objetos, muchos obsoletos y seguramente encontrados que los vuelve cercanos al ready made de Duchamp y cuestionan sobre qué objetos son los auténticamente validos para estar en un museo: los de los grandes artistas o aquellos de la cotidianidad más pura (de nuevo las personas). Objetos que actúan como contenedores de historias y memorias perdidas y que se colocan sobre vitrinas transparentes que los hacen flotar en torno a las personas, visualizando de algún modo el deseo espacial del arquitecto.
Pedro Hernández | @laperiferia
Si la definición de arquitectura móvil implica sistemas de construcción que permiten determinar por sí mismos la forma y orientación del espacio; los de una museografía móvil deberían al menos sugerirlo. Las ideas móviles y fluctuantes de Yona Friedman construyeron buena parte del pensamiento utópico y megaestructural de la ciudad y sus infraestructuras durante los años cincuenta y sesenta. Leer sus manifiestos y pensar sus dibujos inspira nuevas reidealizaciones de la profesión y su exhibición. Con una narrativa de dibujos secuenciales –como storyboards de una película en continua transformación– Friedman estudia a la arquitectura y sus instalaciones fuera de su propio contexto. Debate entre contenido y contenedor al sugerir que “las realizaciones del arquitecto son volúmenes recubiertos. El arquitecto no produce el volumen en sí, sólo la envoltura”. Si ya de por sí una muestra sobre su obra dentro de un museo genera una ‘contrariedad espacial’ –lo cual no quiere decir que no deba hacerse una exposición al respecto– la museografía presenta una condición similar.
El MUAC presenta el principio de la megaestructura pensada por Friedman diseñada como espacio-cadena en 1959. Se trata de una doble instalación –cuenta Friedman en uno de los videos debajo de los anillos– no de una escultura; una versión interactiva e intercambiable de la Ville Spatiale. La sala del MUAC, compleja por su escala desmedida, funciona como contenedor para las dos instalaciones, que no siguen una retícula geométrica; se aprecian distintos poliedros, cubos, cuadrados y pentágonos (seguramente Tomás Saraceno se inspiró en Friedman para su Cloud City en el MET de Nueva York). Alrededor de las fotogénicas estructuras espaciales –los visitantes aprovechan un buen marco para retratarse– se colocan las elucidaciones espaciales de Friedman. Si bien los dibujos mostrados presentan ideas, no hay una referencia clara de lo que infieren y quedan en un discreto tapiz –mal impreso– que se pierde por la misma escala del museo.
“Architecture without building exhibition”, literal. Si esta es la premisa, entonces acercar al personaje, contar su historia e ir más allá de la escenografía envolvente que el mismo Friedman critica. Los videos cuentan bien la historia, explican y por lo menos abstraen la abstracción –aunque poca gente se detenga a verlos luego de salir anonadados por la “Cromosaturación” de Cruz-Diez–. Mostrar arquitectura ya es un acierto que destacar, es necesario hacer cada vez más explícita esta relación tácita con la ciudad y el arte. Sin embargo, las exposiciones de arquitectura son más que una aproximación sin programa arquitectónico. Es imposible hablar de su representación y comunicación sin hacer referencia a las herramientas que se usan para su ejecución. Lo esencial de la movilidad pensada por Friedman estriba en la hipótesis de que el arquitecto es incapaz de determinar “definitivamente” el uso y carácter del edificio que va a construir y que corresponde al usuario de dicho edificio decidir (y redecidir) el uso que quiera darle. Sus infraestructuras no están determinadas y están abiertas a todo tipo de adecuaciones. Se extraña este discurso de flexibilidad y propuesta como improvisación en el lugar, una arquitectura móvil que acompañe la instalación, más allá de objetos dispersos, videos e impresiones para su visualización.
por Juan José Kochen | @kochenjj
“Si tenemos máquinas que pueden funcionar a perpetuidad sólo por la superimposición de pesos, podemos emprender trabajos de paisaje a la más grande escala imaginable –y entonces habremos avanzado tanto que podremos organizar las montañas más grandes de acuerdo a patrones rítmicos, creando profundidades y alturas a nuestro gusto”. Eso lo escribió el 13 de febrero de 1908 Paul Sheerbart, y se publicó en Das perpetuum mobile (Leipzig en 1910) prefigurando de algún modo, en su colección de textos y diagramas, la Caja Verde de Duchamp. Sheerbart —escritor, crítico, dibujante y visionario— también publicó en 1914 “Glassarchitektur”, texto que influyó directamente en el pabellón de cristal que, ese mismo año, diseñó Bruno Taut, quien más tarde sería miembro, entre 1918 y 1920, de la Cadena de Cristal, grupo fundamental del expresionismo alemán del que también formaron parte, entre otros, Walter Gropius y Hans Scharoun.
En “Glassarchitektur” Sheerbart escribe que “vivimos la mayor parte del tiempo en espacios cerrados. Éstos forman el ambiente desde el cual crece nuestra cultura. Nuestra cultura en cierto sentido es producto de la arquitectura. Si queremos elevar nuestra cultura a un nivel más alto, estamos forzados, para bien o para mal, a transformar nuestra arquitectura”. Sheerbart elogia las posibilidades de la construcción en acero y vidrio, no sólo por su transparencia, objetivo primordial, sino porque permite construir espacios esféricos a partir de superficies curvas. Sheerbart habla de construcciones en las que es más importante diseñar el contorno que la planta, propone construcciones transportables y anuncia como objetivo principal de la arquitectura la transformación del entorno entero, no sólo de edificios y ciudades —como se puede imaginar por su idea de mover montañas de acuerdo a patrones rítmicos gracias a la máquina de movimiento perpetuo que pretendía inventar—.
No queda claro si la última muestra de la influencia de Sheerbart puedan ser los proyectos para rascacielos de cristal de Mies van der Rohe a principios de los años veinte. Lo que sí sabemos es que tras esos proyectos, el expresionismo, al menos en el caso del mismo Mies, se fue enfriando y volviendo más recatado y puro. Del pabellón alemán en Barcelona al edificio Seagram en Nueva York, la arquitectura de acero y vidrio, ya casi epítome de Mies, terminará siendo, ya sin la fuerza del maestro de Aquisgrán, símbolo de la arquitectura corporativa del capitalismo avanzado. ¿Qué tiene que ver eso con Yona Friedman? Aventuraré una hipótesis rápida, a la que haría falta mucho estudio. De algún modo Friedman, como otros arquitectos a finales de los años cincuenta y durante los sesenta, recuperan ideas e ideales de la modernidad arquitectónica de entreguerras que habían sido marginados o francamente olvidados en los años posteriores a la Segunda Guerra.
El utopismo social y la idea de que para transformar a la sociedad se debe transformar también, y quizás en principio, su entorno, fue retomada pero recargada con las convicciones del nuevo utopsimo sesentero, que rechazaba la imposición autoritaria, aunque fuera filantrópica, y apostaba por la participación. Desde 1958, Friedman propuso estructuras espaciales vacías a ser ocupadas de manera interactiva y participativa por sus habitantes, ¿o habitadas por sus ocupantes? Así, las ideas de Friedman —más allá de sus resultados formales— me parecen relacionadas con las estrategias que ya había apuntado Walter Benjamin —quien también fuera influenciado pro Sheerbart— en un breve texto titulado “Habitando sin huellas”. En ese texto, Benjamin define el habitar —el habitar burgués, dice él— como el hecho de seguir las huellas fundadas por la costumbre —habitar es habituarse— y dice que “la nueva arquitectura” —la de vidrio y acero, y se refiere a Le Corbusier y Gropius, sin mencionar a Mies— hace eso, el hábito, imposible.
Friedman tampoco quiere que el hábito haga al monje sino al revés, que los monjes hagan, cada uno a su manera, sus propios hábitos; que los transformen constantemente. “Para satisfacer a la gente que habite en un edificio que construyas —dice— tienes que dejarlos que lo conciban”. En cuanto al museo, Friedman piensa igual: “el visitante no debe ser un espectador pasivo y paciente que reciba un contenido ya formado, sino un actor”, más allá incluso de la participación casi simbólica del Gran Vidrio duchampiano donde el espectador se vuelve parte, casi accidental, de la representación que debe, eso sí, [de]terminar.
por Alejandro Hernández Gálvez | @otrootroblog