Un vacío entre muros y techos
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¡Felices fiestas!
18 octubre, 2013
por Pablo Martínez Zárate | Instagram: pablosforo
La cámara de Leni Riefenstahl se desplaza desde los rincones insondables de la memoria, siempre nebulosos, hasta las alturas de la Acrópolis. Sin detenerse apenas para parpadear, el ojo de la alemana entra por los Propileos hacia los pilares del Partenón y las cariátides sosteniendo la fachada del Erecteión. De la piedra en templo salta a la piedra en rostro, tomando una serie de esculturas como puente para presentar su tema, animando al famoso discóbolo en un plano a contraluz de un atleta desnudo, cuyos músculos son acentuados por la maestría que caracterizó a esta genia del cine mundial. Con cada trazo, Riefenstahl nos invita a imaginar la arquitectura y la escultura desde su filtro cinematográfico, con su don de darle vida a la roca, evocando los espíritus ancestrales que dieron pie a la competencia que estamos por presenciar: las olimpiadas. Después de este elogio de la historia y la fuerza humana, y de seguir la flama olímpica desde su cuna hasta su sede, Riefenstahl nos presenta el escenario central desde una toma aérea: el estadio olímpico de Berlín, diseñado por Otto March y su hijo Werner.
Muy distinto es el comienzo de otra gran película sobre las olimpiadas: Tokyo Olympiad, dirigida por Kon Ichikawa (1964). Después de los títulos y una imagen incandescente de un sol naciente, aparece una secuencia de un sitio de demolición. La bola golpeando un edificio hasta convertirlo en escombros mientras una voz en off nos va enlistando, una a una, las fechas y las sedes de la historia moderna de los juegos. Corte directo al estadio olímpico de Tokyo diseñado por Mitsuo Katayama. Planos fijos y desplazamientos de la monumental arquitectura donde se llevará a cabo la justa. Aquí encontramos la pista que inspira nuestro tema: las olimpiadas como fanfarronería geopolítica.
Mientras Riefenstahl dedica su película “al honor y la gloria de la juventud del mundo”, Ichikawa suelta la siguiente epígrafe, no sin un dejo de provocación: “los juegos olímpicos son símbolo de las aspiraciones humanas”. De gratuito nada en que la historia moderna de los juegos, más todavía que por los logros deportivos, haya estado marcada por intereses políticos. La famosa frase del Barón de Coubertin, “lo importante es participar, no ganar”, podrá ser cierto en cuanto a la contienda deportiva, pero nunca será aplicable al mezquino y pecuniario espíritu detrás de este gran espectáculo.
Ante la fastuosa coincidencia de que la primera edición de los juegos modernos ocurriera el mismo año que las primeras proyecciones de los Lumiere, lanzamos el dardo que busca detonar en todas las mentes sensibles una profunda reflexión sobre el origen del entretenimiento moderno. El espíritu olímpico, más allá de los comités, ha estado marcado por esta historia. No es simplemente un “festival de los pueblos” o “de la belleza”, títulos de las dos partes de la Olympia de Riefenstahl (1938); representan, más bien, el escaparate de los estados (principalmente los anfitriones, aunque no exclusivamente) por confirmarse como potencias o, en todo caso, dar la impresión de prosperidad. Así, tanto arquitectura como el manejo de la imagen, se convierten en materia propagandística de primer orden.
El resto de las películas sobre los Juegos Olímpicos (1960, 1972, 1986), han rondado esta dicotomía entre el cuerpo y el poder. En todos los casos, rey y reina del lenguaje cinematográfico han sido el desplazamiento deportivo (el cuerpo humano) en los espacios diseñados para ello (la arquitectura). Esto no solamente desde la magnificencia de los desarrollos arquitectónicos que implican la organización de los juegos olímpicos, sino también en los detalles que cada disciplina deportiva supone. Basta evocar la secuencia de los clavados de Riefenstahl o aquella de la carrera de bicicletas de Ichikawa. No obstante, conforme nos hemos adentrado en esta “ultra-modernidad”, la obsesión por lo espectacular también se ha intensificado.
En las últimas dos Olimpiadas, ambas también con su correspondiente inversión multimillonaria en infraestructura, directores de cine han sido los responsables de la dirección de las ceremonias de inauguración y clausura. Tanto en Beijing como en Londres, dentro de los complejos urbanos y los estadios construidos para tal efecto, cineastas reconocidos mundialmente estuvieron a cargo del manejo de la imagen de los eventos: Zhang Yimou y Danny Boyle, respectivamente. Ante esta tendencia, vale la pena plantearnos la pregunta cuya respuesta tal vez, para muchos, parece obvia: ¿por qué un director de cine ha de ser responsable de la ceremonia inaugural de los juegos olímpicos?
Hoy en día hacer una película sobre los juegos olímpicos no es siquiera un tema de conversación por parte de los organizadores. Lo anterior resulta natural, considerando la evolución de los medios de comunicación en el siglo XX y la perpetua reconfiguración de las audiencias y sus expectativas. No obstante, el génesis de la relación implicada detrás de la coincidencia histórica que da pie a este artículo (1896 como año del resurgimiento de las olimpiadas y el comienzo del cine), nos permite articular la siguiente premisa: las olimpiadas (y eventos paralelos) se convierten en el escaparate ideal para mostrar el poderío de un país al combinar infraestructura (teniendo a la arquitectura y a la ingeniería por un lado) con cultura y belleza (nuevamente la arquitectura, el arte, el cuerpo y la historia por el otro). En estos casos, la realidad no es lo que importa (aunque sí existen los atletas, los estadios, el talento), sino el espectáculo (engaño en menor o mayor medida, pero engaño a fin de cuentas). Siendo el cineasta el ilusionista por excelencia y quien cuenta las historias en el lenguaje de nuestra era, éste se convierte en el agente idóneo para transmitir dichos valores.
El caso de Londres es significativo por el absurdo al que se llevó la ceremonia, sobre todo si se compara con la “delicadeza” y las coreografías del caso chino. Imperiosa necesidad (y necedad, por supuesto) de competir con los antecedentes inmediatos. Muchos seguramente lo recuerdan: la transmisión televisiva abrió con un cortometraje (también proyectado en el estadio) en el cual el agente 007 recoge a la reina y la escolta hasta el helicóptero que sobrevuela Londres heroicamente para llegar al estadio diseñado por Populous. Cabe destacar que toda la filmación se hace de día, mientras el arribo al estadio es por la noche. De tal suerte que, cuando la reina “se avienta del helicóptero”, en el aire es de día, pero en el estadio no. Desliz imperdonable para una producción de esa magnitud. Pero más allá de esta necedad técnica, resalta el hecho de que la reina misma se convierte en objeto del espectáculo. Dicha contrariedad se refleja, si uno es lo suficientemente receptivo, en el gesto de la reina mientras camina por los pasillos de Buckingham, antes de subir al helicóptero. Esta necedad, ciega ciertamente al gran porcentaje del pueblo británico, se reflejó en la forma en que toda la producción giró en torno a la conversión de la historia de Inglaterra en objeto de espectáculo hasta lo obsceno, desplazando cualquier relación con el espíritu olímpico prístino (sea cual sea éste), y centrando de nuevo la energía (y el capital) en saturar dicho escaparate mundial.
En este caso (y en muchos anteriores, incluyendo Beijing), la memoria colectiva de lo que implica el espíritu olímpico (y con esto me refiero a la Grecia clásica) pierde toda conexión con lo que uno ve. Las secuencias que Riefenstahl o Ichikawa dedicaron al cuerpo, la belleza y la cultura “de la humanidad”, han quedado desplazadas. ¿Qué las ha sustituido? Danny Boyle comunica otra cosa: la cultura de la humanidad es, en realidad, la cultura británica transformada en un show multimillonario. Y no importa si están de acuerdo o no los espectadores; al final pasarán por tal cantidad de emociones, que se les olvidará qué sienten u opinan al respecto. “Impresionante”. De acuerdo, pero ¿qué impresiones prevalecen? De una película como Olympia, imágenes permanecen en la memoria; imágenes nítidas de un edificio, del estadio, de los cuerpos mostrando la humanidad al desnudo, el fervor y la pasión de los atletas y los asistentes. De una inauguración como la que nos entregó Boyle, lo que prevalece es confusión: explosiones y grandes maquetas mezcladas con monstruos luminosos y mucho humo, nubes y nubes de humo que desdibujan las fronteras del cuerpo humano. Ni los atletas ni el estadio ni el público permanecen visibles.
Si las Olimpiadas, desde su origen, se concibieron en honor a los dioses, ¿qué nos refleja la parafernalia de los juegos modernos? ¿Nos presentan divinidades fantasmagóricas que tienen su oráculo en el despilfarro apantallante y el centro comercial, sociedades cuya arquitectura, cuyo arte, cuya figura y expresión son todas reducidas a un espejo cosmético? Londres vino a demostrarnos cómo el cuerpo y la piedra nos importan un bledo: lo que importa es el maquillaje, el yeso, los efectos especiales. Lo que nunca estuvo ahí, ni estará.
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