Gobierno situado: habitar
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¡Felices fiestas!
31 diciembre, 2022
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
En su texto Lost futures, que sirve de introducción al libro Ghosts of My Life. Writings on Depression, Hauntology and Lost Futures (2014), el crítico y teórico Mark Fisher proponía un “simple experimento mental”:
Imaginemos que un álbum que haya salido en los últimos dos años fuera teletransportado a, digamos, 1995, y se tocara en la radio. Es difícil pensar que causaría algún shock en la audiencia. Al contrario, lo que probablemente sorprendería a la audiencia de 1995 sería lo reconocibles que les resultarían los sonidos: ¿cambió tan poco la múlsica en 17 años? Contrasten esto con los rápidos cambios de estilo entre la decada de 1960 y la de los noventas: toquen un disco de jungle de 1993 a alguien en 1989 y le sonaría como algo tan nuevo que le haría repensar lo que es la música, o lo que puede ser.
Fisher, concluía ese párrafo diciendo que “mientras el siglo XX había sido tomado por un delirio recombinatorio que lo hizo sentirse como si la novedad estuviera disponible infinitamente, el siglo XXI estaba oprimido por una aplastante sensación de finitud y agotamiento.”
¿Con qué edificios se compararía algo construido en el 2022 si se pudiera enviar, aunque fueran sólo planos y fotos, de vuelta 25, 40 o 50 años atrás?
En 1997, el año en que se publicó el primer número de la revista Arquine, se inauguró el Getty Center, en Los Angeles, diseñado por Richard Meier. También se terminaron las Torres Petronas, en Kuala Lumpur, diseñadas por César Pelli y que tendrían el récord del edificio más alto del mundo hasta el 2003. Cerca de Basel, en Suiza, Renzo Piano terminó el edificio sede de la Fundación Beyeler, y en Bregenz, Austria, Peter Zumtor diseñó la Kunsthaus. Pero sin duda el edificio más popular y aclamado fue el más famoso de los últimos edificios novedosos de la historia —o al menos de esa idea de historia que supuestamente se acabó al caer el Muro de Berlín—: el Museo Guggenheim de Bilbao, de Frank Gehry. Hoy, leído retrospectivamente, quizá hubiera sido preferible un efecto Beyeler o un efecto Bregenz al efecto Bilbao, que supuso que un edificio formalmente rebuscado y firmado por un arquitecto de renombre internacional garantizaba beneficios amplísimos para los habitantes de la ciudad donde se construyera.
Si la comparación fuera con obras de hace 40 años, 1982, la competencia sería con el Memorial a los Veteranos de Vietnam, de Maya Lin o con el Renault Centre de Norman Foster.
Si fuera hace 50 años, en 1972 estaríamos en el momento justo en que Charles Jencks firmó el acta de defunción del Movimiento Moderno en arquitectura, cuando fue demolido el conjunto de vivienda social Pruitt-Igoe, diseñado por Minoru Yamasaki. Ese mismo año se empezó a ocupar la torre norte del World Trade Center de Nueva York, que también es un diseño de Yamasaki y que también terminó destruido tras los ataques terroristas del 11 de septiembre del 2001. 1972 fue el año en que se terminaron los conjuntos de vivienda de Robin Hood Gardens, diseñado por Alison y Peter Smithson, y la Torre Trellick, de Ernö Goldfinger. En 2017 el Robin Hood Gardens fue demolido. Ese mismo año se incendiaron los últimos pisos de la Torre Trellick, pocos meses antes de la tragedia de la Torre Grenfell, también en Londres, donde en un incendio que duró más de 60 horas murieron 72 personas. Se dice que a la Trellick la protegió del fuego el ser un edificio protegido y que su fachada de concreto no hubiera podido ser recubierta por una de aluminio, como en la Grenfell. A Robin Hood Gardens, en cambio, se dice que la dificultad de transformar la estructura de concreto, y el no haber sido declarado como edificio protegido, le costó la demolición. Aunque en todos estos casos, desde Pruitt-Igoe hasta Robin Hood Gardens, mucho tuvieron que ver los vaivenes del capitalismo tardío —a.k.a. neoliberalismo— que, como describió Reinier de Graaf en su libro Four Walls and a Roof. The Complex Natures of a Simple Profession, publicado igualmente en el 2017, absorbió y disolvió cualquier otro interés —social, estético, cultual— de la arquitectura moderna. Y no olvidemos el Museo Kimbell, de Louis Kahn, y el Estadio Olímpico de Munich, que nos mostró cómo podría ser una nueva arquitectura desde 1972.
Si en vez de edificios comparásemos libros de arquitectura, en 1972 se publicaron las traducciones al inglés y al francés del libro de Justus Dahinden Urban Structures for the future (Structures urbaines de demain) —publicado en alemán un año antes. Y, sobre todo, es el año en el que Denise Scott Brown y Robert Venturi publicaron Learning from las Vegas. Y, para hablar de revistas, tomemos sólo un par. El número de enero-febrero de 1972 de Architectural Forum llevó por título —y se trato de— The World of Buckminster Fuller. Mientras que en México el número 106 de la revista Arquitectura México, fundada por Mario Pani en 1938, publicaba en su portada una casa articulada diseñada por Sebastián. Aunque abría con la traducción al español del Eupalinos, que Paul Valery escribió en 1923. La traducción, del mismo Pani, ya había sido publicada en 1938. Hay que decir que otro lado de Pani, junto a los multifamiliares con aires corbusianos, era un anacronismo francófilo que, por ejemplo, lo llevó en 1978 a fundar, a la manera de la Academia de Arquitectura francesa —establecida en 1953 pero con raíces en la Societé Centrale des Architectes, fundada en 1840— la Academia Nacional de Arquitectura —institución que si bien nació anacrónica, ha hecho todo lo posible por conservarse de ese modo.
Comparada la producción arquitectónica —edilicia y escrita— del 2022 con la de 1972, ¿hablaríamos, como Fisher, de una sensación de finitud y agotamiento? Quizá, pero no sólo en arquitectura. En otro de sus libros, Capitalism Realism. Is there no Alternative?, publicado en el 2009, hablaba de un momento en el que lo “alternativo” y lo “independiente” no eran otra cosa que estilos mainstream. “Ningún objeto cultural puede retener su poder cuando ya no hay nuevos ojos para verlo”, dijo Fisher. Algo que se relaciona con lo que la filósofa Marina Garcés ha calificado como nuestra condición póstuma: “Nuestro tiempo es el tiempo del todo se acaba. Vimos acabar la modernidad, la historia, las ideologías y las revoluciones. Hemos ido viendo cómo se acababa el progreso: el futuro como tiempo de la promesa, del desarrollo y del crecimiento.” Algo, pues, que pudimos comprobar en este 2022, primer año después de la pandemia que no terminó nunca. Durante la pandemia, hablamos otra vez del fin: de la historia, del capitalismo, de las ciudades y la arquitectura como las conocíamos. En infinidad de tlakshows y entrevistas y hasta congresos, muchos arquitectos hablaron de la ciudad post-covid repitiendo que terrazas y home office eran el futuro universal, pensando la arquitectura como un business, as usual, y demostrando ingenuidad e ignorancia sobre las formas de vida de la mayoría de la población mundial y en particular en México. El eslogan, ya casi sin sentido, de la ciudad de 15 minutos se volvió un mantra repetido acríticamente por arquitectos, urbanistas y hasta funcionarios públicos. Ya muchos hablan de la ciudad de los cuidados y les tiene sin cuidado las implicaciones políticas, económicas y sociales del concepto y, sobre todo, las prácticas del cuidado.
Así, parece que a fin de cuentas las cosas no cambiaron mucho o cambiaron para parecerse mucho a lo que había, ofreciendo novedades que ya hace mucho dejaron de ser nuevas. Quizá porque lo nuevo, en nuestra condición —póstuma— ya no tiene ni cabida ni sentido. Para bien y para mal. Quizá porque, por mientras, no nos queda más que repetirnos y, en lo que decidimos cambiar de otra manera que no sea a golpes de crisis y catástrofes, pensando —también desde la arquitectura— radical y críticamente lo que nos pasa, el momento en que vivimos, quedándonos con el problema —como pide Donna Haraway— en vez de sacándole la vuelta y presentar la huida como solución, habrá que aguantarse con Años viejos vendidos como nuevos.
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