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Amanecer en Tlatelolco

Amanecer en Tlatelolco

3 agosto, 2021
por Christian Mendoza | Instagram: christianmendozaclumsy

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La dicotomía entre modernidad y fracaso pareciera detonar reflexiones que buscan definir cómo es que el proyecto moderno fue desmontado. En una conferencia titulada El siglo que nunca existió, el arquitecto y escritor Reinier de Graaf pasó revista a diversas ideas y construcciones del periodo moderno para concluir que, tanto la teorías como algunas obras de ese momento, fueron derrumbados casi de manera sistemática hacia el final del siglo XX. En una primera lectura, la unidad Nonoalco-Tlatelolco podría incluirse, sobre todo después de lo ocurrido el 2 de octubre de 1968. Si en el 64, el gobierno en turno inauguraba un signo contundente del progreso, cuatro años más tarde, el mismo aparato de las autoridades exterminaría en una plaza pública los ideales de democracia que la modernidad también tendría que poner en marcha. Sin embargo, la matanza del 2 de octubre no es el único rasgo identitario de Tlatelolco. La vida de Tlatelolco ocurre más allá de la obra de Mario Pani. Las actividades religiosas, las redes vecinales, la oferta educativa y cultural del Centro Cultural Universitario son algunos de los aspectos que también se deberían considerar al momento de pensar al multifamiliar como una de las obras más importantes para la historia de la arquitectura moderna y, también, para la historia reciente de la ciudad. Ahora, si concedemos que el 68 fue un momento definitivo para la unidad, podríamos decir que los habitantes no fueron receptores pasivos de la violencia. En La noche de Tlatelolco. Testimonios de historia oral (1974) de Elena Poniatowska, se recogen estas palabras de Lorena González Soto, vecina de Nonoalco:

En la Unidad Tlatelolco hubo un movimiento popular que surgió efectivamente de padres y de madres y hermanos y niños, chiquillos de seis, siete, ocho, nueve años, que como uno de sus juegos, llegaban a marchar con un rifle o un palo de escoba a guisa de rifle y pasar marchando delante de los granaderos y soldados que ya desde antes del 2 de octubre estaban allí puestos para lo que sucediera. Desde los encuentros entre los estudiantes y la policía, nos vigilaban constantemente. Los niños se subían a las azoteas de los edificios o gritaban desde las ventanas: “Pinches granaderos”, y los adultos coreábamos: “Asesinos”. Muchos de los niños participaron activamente en los mítines anteriores. 

Son muchos los intelectuales, activistas y escritores que han buscado oficializar un relato sobre lo ocurrido en el 68, y casi todos descalifican un libro escrito por una mujer. Pero en su libro más emblemático, Poniatowska incluye las voces de líderes estudiantiles, analistas y políticos, pero también la de personas de la clase trabajadora que, transitando por las calles de su ciudad, se encontraron con un grupo de estudiantes que pedían dinero para imprimir volantes o llevar comida a quienes acampaban en Ciudad Universitaria o el Instituto Politécnico Nacional, o bien, con granaderos que los inculparon de participar en el movimiento estudiantil por el simple hecho de pasar por ahí. Por esto, es posible considerar a La noche de Tlatelolco como un ejercicio de crónica urbana que, incluso, habla sobre cómo las infancias experimentaron la toma de la Plaza de las Tres Culturas. Además de las palabras de Lorena, son varios los actores que redundan en cómo los niños entendieron lo que estaban haciendo sus hermanos mayores, lo que hizo que se sumaran al descontento o, de manera más general, afirmar que los habitantes del multifamiliar se opusieron, de la manera en que les fue posible, a las acciones del gobierno. Es posible establecer una relación entre el libro de Elena Poniatowska y una de las tomas de Rojo amanecer (1989), dirigida por Jorge Fons y la primera cinta que narró la masacre de Tlatelolco. El niño Carlitos se encuentra jugando en la azotea de unos de los edificios de Tlatelolco con sus soldados de juguete, a un lado de su abuelo, un exmilitar veterano. En un momento del juego, fingen apuntarles a la formación de los soldados del gobierno.

Si en El callejón de los milagros, una cinta posterior a Rojo amanecer, Jorge Fons colocó bajo una lupa crítica a la vecindad (una tipología que fue abundantemente filmada por el cine de la Época de Oro), narrando cómo esta forma de vivienda, un significante de la nostalgia, formaba parte de las crisis traídas por la globalización, en Rojo amanecer las efervescencias políticas se expresan de manera literal entre el interior de un departamento y el exterior de una plaza pública, como propone David William Foster en Mexico City in Contemporary Mexican Cinema (2002). Para el autor, vale la pena prestarle atención a los estratos sociales que moran en una sola casa. En un espacio reducido donde se comparten las habitaciones con uno o más familiares conviven, como ya se dijo, un militar retirado, el padre de Humberto, un burócrata que pide a sus hijos universitarios no meterse en “grillas” y Alicia, ama de casa y esposa de Humberto. Esto, para William Foster representa un recorrido por las ideas de aquellos que habitan la ciudad física y simbólicamente. Ciertamente, un espacio se recorre, pero también la ciudadanía mira las noticias, se preocupa por sus hijos y discute durante el desayuno los eventos actuales. Para el autor, el departamento es representativo ya que reúne a los grupos demográficos de la ciudad más importantes de la década de los 60, como lo es un matrimonio con hijos. 

William Foster no deja de enfatizar que, aun cuando la ciudad no aparezca físicamente, ésta irrumpe en un refugio familiar mediante los conflictos sociales, político y económicos que se generan en el ámbito urbano. En Rojo amanecer, “la ciudad es omnipresente y es el eje dominante que dirige el significado de la cinta”, lo cual queda demostrado en los personajes que estructuran la historia pero también en el audio y en algunos encuadres que tensionan, de una manera por demás inteligente, al interior y exterior. Evidentemente, la línea temporal de la cinta es el 2 de octubre. Conforme el día va desarrollándose, irrumpe en un hogar de la clase media el sonido de las manifestaciones y, posteriormente, el de los disparos. La invasión se incrementa cuando, desde las escaleras y el vestíbulo, llegan los ecos de los amagamientos y de los gritos de ayuda. Finalmente, ingresa el sonido se corporeiza en la figura de un estudiante herido que pone en crisis la empatía de la familia ya que dudan si darle o no refugio. Por otro lado, en algún momento la madre abre su ventana para mirar lo que está ocurriendo en la Plaza de las Tres Culturas. Desde el punto de vista de ella y del mismo departamento, se nos narra un momento definitivo para la ciudad, para la política y para la clase media. 

El único que sobrevive al ataque militar es Carlitos quien, en la mañana del 3 de octubre, sale de su departamento para encontrar los cadáveres que se extienden desde el interior de su edificio hasta la plaza. Es el único momento en el que aparece el exterior de Tlatelolco. Aquí, es posible establecer un contraste. En los metrajes documentales, sólo vemos a los estudiantes tomando o huyendo de la plaza, rodeados de las fachadas corbusianas que diseñara Mario Pani. En la ficción de Jorge Fons, como sucede con las voces que recopiló Elena Poniatowska, se nos dice que hubo personas viviendo dentro de esos proyectos, lo que sigue siendo cierto después del 68, del sismo del 85. Tlatelolco continúa siendo habitado. 

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