Un vacío entre muros y techos
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4 octubre, 2013
por Pablo Martínez Zárate | Instagram: pablosforo
Evoquemos el sustantivo “plano”. Repitámoslo en nuestra mente. Si usted es arquitecto, sus referentes muy probablemente apunten hacia los trazos que conforman un diseño, hacia el instrumento o guía de construcción que acompaña el proceso de materialización de un edificio. Pero si usted, como quien escribe estas palabras, trabaja más bien con la imagen en movimiento, la primera referencia será aquella unidad mínima de sentido dentro de una narrativa cinematográfica, el núcleo compositivo de cualquier escena o secuencia fílmica.
Esta coincidencia semántica no es gratuita. Sergei Eisenstein, aquel monstruo del montaje soviético, nos advertía ya hace tiempo sobre la hermandad entre ambas disciplinas, la arquitectura y el cine. El ruso identificaba en la arquitectura, no en la fotografía ni en el teatro ni en la literatura, al arte antecesor del cine por dos aspectos: el ya mencionado plano, por un lado, y “la trayectoria”.
Desde esta perspectiva, la trayectoria es el eje sobre el cual el ojo transita, dentro y fuera de la pantalla, en un filme o en un edificio, y que determina la sensación tanto espacial como temporal de la experiencia. En este sentido, la arquitectura y el cine comulgan en tanto ambas basan su actividad en el diseño espacial y su revisiones temporales.
En un plano arquitectónico, la trayectoria se convierte en el eje que conecta las dimensiones de un espacio específico así como las dinámicas espaciales entre este espacio de partida y aquellos que lo suceden. Estas líneas, ciertamente, se viven hasta terminada la edificación, pero el plano arquitectónico ya las anuncia. En un plano cinematográfico, la trayectoria opera de manera semejante: funciona al interior de una composición aislada, sugiriendo focos y fugas definidos en la toma, pero también supone relación entre dicha composición y las que la envuelven y, a su vez, podemos intuirla desde el guión.
En ambos casos, el cómplice es el ojo. El ojo que va tras las líneas de la película o las líneas de un edificio. El ojo que se somete al reino del cineasta o el arquitecto para encauzar el ritmo de su experiencia. Pero sería ingenuo pensar que a partir de estos puntos en común podríamos hermanar incondicionalmente ambos dominios de la actividad humana. Entonces, ¿cuál sería, más allá de la distancia evidente, la diferencia sustancial entre el cine y arquitectura?
Otro ruso podría ofrecer una respuesta. Para Andrei Tarkovski, podemos imaginar una película sin actores, sin escenografía, sin música, pero resulta “inconcebible una obra cinematográfica sin ninguna sensación del paso del tiempo en la toma”. Por ello, para el autor de películas como El Espejo o Nostagia, el cine es la “escultura del tiempo”.
Nos acercamos a la piedra angular de esta reflexión. El espacio arquitectónico es temporal por añadidura, el tiempo cinematográfico es espacial por la misma causalidad. La pantalla es plana, no obstante, el manejo del tiempo en la toma (a partir de movimientos de cámara, encuadre y duración de plano) nos permite experimentar una sensación de profundidad en una escena. En el caso de un diseño arquitectónico, la temporalidad no se hace explícita sino por la trayectoria del cuerpo en el espacio. El fenómeno es inverso, pero análogo. Tal inversión nos permite cerrar esta provocación inaugural sobre cine y arquitectura y establecer el punto de partida para continuar con estas reflexiones que buscan no solamente nutrir la curiosidad, sino también las prácticas arquitectónica y cinematográfica a partir de la contraposición de películas, edificios y metodologías de ambas disciplinas, a fin de que un arquitecto recurra al cine no solamente como entretenimiento, o un cineasta a la arquitectura como deleite o refugio, sino como focos de inspiración para su labor, herramientas trans-disciplinarias de construcción de mundo.
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