Gobierno situado: habitar
Un gobierno situado, un gobierno en el que quienes gobiernan se sitúan, que abierta y explícitamente declaran su posición y [...]
17 mayo, 2016
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
Dicen que aun hay camiones en Atenas que llevan escrita al frente la palabra metáfora. Imagínense: viajar en una metáfora que te lleve a otra parte. Es que eso hacen las metáforas: transportan. No, no es mera cursilería, aunque algo tenga de eso. La palabra metáfora se forma de meta, que quiere decir más allá y pherein, que significa trasladar. La metáfora, en retórica, transporta una carga de sentido de una palabra a otra. “La metáfora —dice Aristóteles en su Poética— consiste en dar a una cosa un nombre que pertenece a otra.” Por ejemplo, decirle a un complejo de oficinas, hotel y centro comercial, CETRAM.
En un texto publicado en este sitio titulado Chapultepec como metáfora, Ernesto Betancourt plantea ciertas condiciones de la ciudad de México y, en particular, del Bosque de Chapultepec, con la intención de justificar el reciente y polémico proyecto del gobierno local para construir el metafórico CETRAM. Los datos que proporciona Ernesto son reveladores, unos, y aterradores otros.
Primero, del Bosque de Chapultepec nos dice que no es una idea sino 430 hectáreas con más de 500 árboles por hectárea, en promedio, y al que visitan 15 millones de personas al año. Esos y otros son, dice, los datos, no las ideas. Sin embargo, para empezar, hay que aclarar que los datos no son tan independientes de las ideas: sin la idea de conservar un bosque urbano como Chapultepec al centro de una ciudad que crece incesantemente, esos datos no sólo no tendrían sentido: no existirían. Sin la idea de qué es un bosque urbano —reserva ecológica, parque recreativo, espacio cultural o todas las anteriores—, no podemos entender por qué lo visita tanta gente. Esa idea del bosque nos permite plantear si debe conservarse tal y como está, inamovible, o qué cambios son aceptables —mejorar y ampliar los museos existentes, por ejemplo, sin afectar al bosque o agregar ciertos servicios públicos, sin ocupar grandes áreas. Los datos solos no dicen mucho si no somos claros sobre la manera como los interpretamos, sobre el sentido que les damos, literal o metafórico. Para eso sirven las ideas.
Ernesto dice que el presupuesto requerido para el mantenimiento de Chapultepec rebasa los 500 millones de pesos cuando el disponible apenas supera los 200. Si tenemos la idea de que Chapultepec tiene cierto valor, será lógico exigir que el presupuesto aumente hasta lo que sea necesario. Pero no hay dinero, nos dicen. Esa falta de recursos no es un problema aislado sino resultado de que “la ciudad está en quiebra, en banca rota.” Eso es, por supuesto, una metáfora. La banca rota o la quiebra implica que una persona —física o moral— es incapaz de saldar a sus acreedores. La ciudad de Detroit se declaró en quiebra en el 2013 porque le resultaba imposible pagar los más de 14 mil millones de dólares de adeudos. A menos que Ernesto tenga información sobre el estado financiero de la ciudad que no se conoce públicamente, el ex-Distrito Federal no está en quiebra: tiene unas finanzas en muy mal estado a causa, parece, de una serie de malas administraciones. Nos dice también que de los 153 mil millones de pesos que ingresan al año, la ciudad gasta el 78.6% en “gasto corriente.” Puesto de manera simplista, eso quiere decir que la ciudad gasta 78 pesos de cada 100 en pagar, entre otros, a funcionarios que nos advierten que los 22 pesos que sobran no alcanzan para nada. Ernesto comenta que en Montreal o en Nueva York hay mayores ingresos por recaudación, de lo que se infiere que allá se pueden hacer más cosas. Por supuesto la analogía —otra figura retórica— entre esas ciudades y la de México no funciona si no planteamos un panorama más complejo: las diferencias de ingresos de los habitantes, por ejemplo, la menor desigualdad o el menor peso que tiene allá la economía informal y, del otro lado, la mucho mejor calidad de los servicios en esas ciudades. Decir que una ciudad recauda más en impuestos que otra es un dato interesante pero casi inútil si no aclaramos las complejas condiciones bajo las cuales se da tal diferencia.
Volvamos a la metáfora de la ciudad en quiebra. Según los datos que aporta Ernesto Betancourt, parece que las finanzas de la ciudad no dan para arreglar banquetas y calles, camellones y parques, plazas y edificios públicos. Eso explica el deplorable estado de la ciudad —algo que el gobierno local, por cierto, no se ha atrevido a declarar y enfrentar abiertamente. Por eso, dice, “el gobierno tiene que repartir sus escasos ingresos para pagarle a quienes trabajan en el gobierno para medio barrer, medio cuidarnos, medio hacer que el metro circule y que medio nos llegue el agua todos los días (a los que nos llega).” La única salida a tan terrible situación parece inevitable: las alianzas con el sector privado para desarrollar proyectos de interés público. O, más bien, se nos quiere hacer creer que es inevitable, pues eso de interés público es algo menos que una metáfora, casi una excusa que al no discutirse ni definirse con claridad resulta vacía. ¿Cuándo es de interés público un hotel de lujo sobre una estación de metro donde diariamente llegan más de 200 mil personas de las cuales el 80% no podrán pagar el precio de una habitación? Si, como dice Ernesto, las nuevas torres en Reforma e Insurgentes no han aliviado el mal estado financiero de la ciudad ni, agreguemos, han mejorado las condiciones generales de la población, ¿por qué habríamos de confiar en la construcción de otra torre como remedio a un problema de mucha menor escala: el paradero de autobuses? Y, por otro lado, ¿bajo qué términos debemos pensar que un parque o un bosque o una estación de transporte público deben recuperar el dinero en ellos invertido? Al contrario, algunos pensamos que lo que se invierta en lo público no se recupera necesariamente en pesos y centavos y, por tanto, la contundencia de ese argumento no resulta tan evidente: es ideológico. Escudados en datos se nos pide tener fe en el salto que va de “no hay dinero” a “hagamos alianzas con el sector privado” y aun más a “lo mejor para todos es construir una torre de cuarenta pisos ahí.” El creyente casi siempre es ciego a sus propios mitos.
Veamos el caso en el que se originan estos argumentos: el desarrollo inmobiliario al lado de la Secretaría de Salud metafóricamente llamado CETRAM. Ernesto lo define como un “complejo multiusos en un predio público que crea un centro urbano, pone en valor el patrimonio inmobiliario de la ciudad y mejora la zona donde hoy existe un estercolero.” El “complejo urbano” es, como ya se dijo, una torre de oficinas de 40 niveles acompañada de un hotel de lujo y un centro comercial a los que se suman cinco niveles de estacionamiento. La sola idea de llevar esa cantidad de autos a una estación de transferencia modal debería parecerle absurda al gobierno de una ciudad con tan escasa inversión en transporte público y los cada vez mayores problemas ambientales. La excusa de que “esas son las reglas, malas, pero esas son,” resulta inaceptable viniendo de quienes debieran dedicarse a resolver el absurdo. Por otro lado, el “complejo urbano” no incluye vivienda, pese a que se insiste en hablar de “densificar la ciudad central” y los servicios que ofrece son todo menos incluyentes, aunque se mencione a los “excluidos” —una revisión de los perfiles socioeconómicos reales de la ciudad y del país no le vendrían mal a la colección de cifras que se nos ofrecen. El “predio” público en el que se construirá la torre también requiere ser definido. Más allá de los apresurados y opacos ajustes que en los últimos meses realizó el gobierno de la ciudad para aparecer el lote donde se propone el “conjunto urbano,” revisar la manera como ese “predio” terminó desgajándose del Bosque de Chapultepec y dejó de ser considerado como área de valor ambiental no resulta ocioso. Más si “el suelo urbanizable es muy escaso dentro de la ciudad y por lo tanto muy caro,” lo que hace de ese sitio probablemente uno los más codiciados de la ciudad y con el que los encargados de administrarla parece no saben negociar en nuestro beneficio. Más aun, la condición de ese terreno depende, de hecho, no sólo de las decisiones que toman funcionarios sobre su escritorio sino de una idea de ciudad y, en este caso, de lo que es el Bosque de Chapultepec —con y sin metáforas. ¿Cuándo y cómo una parte del bosque deja de serlo y se vuelve “suelo urbanizable”? Es una idea de ciudad lo que previene la construcción de edificios altos en el frente del lago en Chicago y lo que mantiene la playa de Ipanema abierta a la ciudad y no bordeada por edificios. Es una idea de ciudad y de lo que es un parque lo que hizo que Frederick Law Olmsted se opusiera a cualquier construcción dentro de Central Park —no lo logró, pero pese a eso, el Met no es una torre de oficinas de 40 niveles con centro comercial. Son esas ideas las que hacen realmente la ciudad, no los puros datos y la visión estricta y a veces estrecha del funcionario o del financiero. Sin una idea de ciudad articulada políticamente, esas acciones no pueden realmente defenderse.
Ahí, de nuevo, los ejemplos que utiliza Ernesto para justificar la operación chilanga no llegan a ser analogías, pues no se explica la lógica de aquellas intervenciones: un plan maestro de más de 120 hectáreas en Euralille incluyendo salas de conciertos, vivienda y parques no tiene realmente nada que ver con el “CETRAM” en Chapultepec y al no explicar la controversia —aun viva— respecto a la construcción del edificio de Pan-Am sobre Grand Central en los años 60 en Nueva York se nos quiere hacer pensar que “eso” es necesaria e indudablemente “bueno.” Insisto, si los ejemplos se usan de manera superficial, sin analizar atentamente las circunstancias de cada caso, no llegamos ni siquiera a las metáforas y nos quedamos con íconos vacíos.
Pero hay algo más grave que dejé para el final, la afirmación de que el CETRAM “mejora la zona donde hoy existe un estercolero.” Más allá de que dudo que la única y mejor manera de mejorar esa zona sea con el modelo financiero, arquitectónico y urbano que se propone, me preocupa la última palabra: estercolero. ¿Se trata de una metáfora? ¿Es esa la visión que esperamos del gobierno capitalino al tratar de convencer sobre las bondades de un proyecto para la ciudad? Sin duda el paradero del metro Chapultepec era, cuando lo ocupaban cientos de vendedores, sucio y difícil de caminar, pero ¿un estercolero? El metro Tacubaya: un estercolero; Pino Suarez: un estercolero; La Merced, otro estercolero. Tal vez lo sean bajo cierta mirada, pero ¿qué revela esa mirada de nuestra idea de la ciudad y de los otros? ¿El “estercolero” se elimina quitando a quienes “lo producen” o atendiendo a las causas de esas condiciones? ¿Es el proyecto de inversión, en el fondo, una propuesta de “saneamiento” urbano?
Al calificativo se suman, al final del texto, muchas descalificaciones. Para Ernesto, al metafórico CETRAM se oponen lo “herederos de la cómoda bonanza alemanista,” los “nostálgicos de la izquierda estatista,” los “náufragos de ambos gobiernos que viven en la informalidad,” los “eufóricos del uso de la bicicleta” y los “académicos neomarxistas alérgicos al bienestar,” entre otros. Ernesto termina descalificando a la crítica que no esté informada y tenga un rango de opinión amplio, aquella que parte, dice, del “enojo, el encono y el revanchismo,” pero desgraciadamente no se libra de los males que acusa. Su visión es parcial y, peor, excluyente, lo que seguramente es inevitable en cualquier persona, pero reprobable si viene de quien, desde el gobierno, trabaja por el bien común. Es cierto que la posición ideológica determina nuestras apreciaciones, pero la supuesta neutralidad de los datos es todo menos carente de ideología.
El CETRAM es, como Chapultepec, también una metáfora. Una metáfora de la manera como nos vemos unos a otros, de cómo consideramos los problemas de la ciudad y la responsabilidad de quienes la administran. Es una metáfora de cómo imaginamos la ciudad y no, lo imaginario ni es gratuito ni inútil. La imaginación encamina la producción científica y artística y también la concepción social y urbana. Una sociedad funciona exitosamente como tal mientras se imagina como sociedad, según Castoriadis, Sloterdijk y otros más. Ernesto inicia y termina su texto con referencias a eros. Bien. Pero entendamos que la imaginación y la erótica urbana y cívica han de ser, hoy, ante todo, incluyentes, diversas y plurales.
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