Gobierno situado: habitar
Un gobierno situado, un gobierno en el que quienes gobiernan se sitúan, que abierta y explícitamente declaran su posición y [...]
13 diciembre, 2015
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
En el libro Formless, a User’s Guide, escrito junto con Rosalind Krauss, Yves Alain Bois dedica la última entrada de esa especie de glosario a la palabra zona. Bois compara ahí el trabajo de Gordon Matta-Clark Reality Properties : Fake Estates, de 1973, con la fotografía de Man Ray Elevage de Pussiere, de 1920. En el primer caso, Matta-Clark compró 30 terrenos pequeños —15 en Manhattan, 14 en Queens y 1 en Staten Island—, cuyo valor iba de los 25 a los 75 dólares, y los catalogó mediante el título de propiedad, un plano de localiza en la manzana y una fotografía. Esos pequeños terrenos, por su localización y, sobre todo, por sus dimensiones, estaban condenados a permanecer vacíos: tierra de nadie, waste land. La fotografía de Man Ray registraba la acumulación de polvo mediante la cual Marcel Duchamp iba produciendo los distintos tonos de su Gran Vidrio. Bois dice que “a escala urbana, la zona es lo que en la escala de una habitación es el polvo: es el desperdicio que inevitablemente acompaña a la producción.” Las zonas que registró Matta Clark eran espacios improductivos que habían escapado a la zonificación productiva de la ciudad.
El primer capítulo del libro de Keller Easterling Extrastatecraft : the Power of infrastructure space, también está dedicado a la zona, aunque ahora la escala ya cambió. Siguen siendo espacios extraurbanos aunque ya no son residuales, sino todo lo contrario: el espacio dominante. “Lo que queda después de que la modernización ha seguido su curso o, más concretamente, lo que se coagula mientras la modernización está en marcha: su secuela” —que es una de las definiciones que da Rem Koolhaas del espacio basura. Las zonas, dice Easterling, son “herederas del encanto de los puertos libres” y, podríamos añadir, del duty free, entendido no sólo como una zona libre de impuestos sino de obligaciones y deberes. Ahí anything goes, pero no en el sentido de la epistemología científica según Paul Feyerabend, sino del más extremo liberalismo económico. En su siguiente encarnación, dice Easterling, “la zona empieza a llamarse a sí misma ciudad.” Ciudades instantáneas que no obedecen otra regla más que la de garantizar el libre flujo que impone el mercado. Al final, por metástasis, las zonas empiezan a crecer ya no fuera sino desde dentro de las ciudades: ZEDECS, ZODES, etc. “Mientras desvanecen algunas de las fricciones circunstanciales de la urbanidad, la zona se transforma a así misma en un modelo para la metrópolis que acoge cualquier programa concebible: residencial, de negocios o cultural.”
Alan Colquhoun nació el 27 de junio de 1921 en Escher, y murió el 13 de diciembre del 2012 en Londres. Estudió primero en el Colegio de Arte de Edimburgo y luego en la Architectural Association, de la que se recibió en 1949. Además de proyectos en sociedad con John Miller, Colquhoun publicó a lo largo de su vida muchos ensayos que lo convirtieron en uno de los principales teóricos y críticos del Movimiento Moderno en la posguerra. En 1971 Colquhoun escribió un ensayo titulado The Superblock:
Si vemos cualquier ciudad moderna, no podemos evitar sorprendernos por el hecho de que mucho de ella consiste en grandes piezas de desarrollo inmobiliario [real estate], cada una de ellas financiada y organizada como una entidad singular. El tamaño de cada unidad —o superbloque, como he elegido llamarlas— no está determinado por ningún factor físico aislado. Puede estar limitado por el trazo existente de las calles; puede invadir una o más manzanas adyacentes al cerrar alguna vía; puede consistir en un edificio único o en un grupo. Pero de cualquier manera como difieran, existe siempre un denominador común: las enormes reservas de capital que existen en la economía moderna que permiten a agencias ya sean públicas o privadas, o una combinación de ambas, ganar control y sacar provecho de áreas cada vez mayores de suelo urbano.
Los superbloques, esos edificios o conjuntos de edificios de los que habla Colquhoun, son las consecuencias tridimensionales de las zonas, y si bien lo urbano ha respondido, desde siempre, a fuerzas sociales, políticas, culturales, demográficas y, por supuesto, económicas, entre otras, en este caso no se trata más que de un efecto colateral del sistema de producción imperante. Colquhoun añade que en estos superbloques “se refuerza la tendencia a romper el tejido urbano en grandes bultos discretos, cada uno de los cuales está unificado por el control financiero” —hay que apuntar que aquí “discretos” se usa en el sentido matemático de aislados y separados. Para Colquhoun esto marca una ruptura con la manera como las ciudades se habían construido a partir de la diferencia entre el ámbito de lo público, donde lo construido tenía un sentido simbólico y representativo —o, más brevemente: político— y el ámbito privado, territorio de la economía. Esa diferencia entre lo público y lo privado y, en consecuencia, entre lo político y lo económico, se borra progresivamente en la modernidad y termina tal vez invirtiéndose en la época del capitalismo avanzado postindustrial: la cara de la ciudad ya no es construida por espacio público sino delineada por el skyline que es, casi literalmente, la traducción volumétrica de una gráfica de crecimiento económico. Al contrario de la arquitectura y la ciudad tradicionales —término que aquí parece resumir unos cuantos milenios–, el superbloque y la zona no trascienden el uso sino que dependen totalmente del mismo: si éste cambia, desaparece o es limitado por un edificio, la arquitectura y la ciudad deben cambiar. “Nosotros no dejamos pirámides,” dice Koolhaas. No dejamos nada, de hecho. El superbloque, aclara Colquhoun, “es más (y menos) que un edificio. Tiene implicaciones de tamaño y complejidad pero también reduce el voltaje arquitectónico, pues, a diferencia de los edificios del pasado, es incapaz de adquirir el estatus de una metáfora.” La mercadotecnia y la publicidad son lógica de esta nueva “arquitectura” —y las comillas puede que no sean más que signo de nostalgia o, para citar de nuevo a Koolhaas, la constatación de que “la arquitectura desapareció en el siglo XX y hemos estado leyendo una nota a pie de página con microscopio, esperando que se convirtiese en una novela.”
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