Gobierno situado: habitar
Un gobierno situado, un gobierno en el que quienes gobiernan se sitúan, que abierta y explícitamente declaran su posición y [...]
13 julio, 2013
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
En su nota del lunes pasado en este blog, Andrea Griborio comentaba unos zapatos diseñados por Zaha Hadid que recientemente aparecieron en varios medios. Como otras cosas diseñadas por la famosa arquitecta, aquellos zapatos parecen más un ejercicio de extravagancia formal y complicaciones físicas para lograrla, que aquello que algunos, seguramente anticuados, seguimos pensando aun es uno de los puntos básicos del diseño: la precisa relación establecida entre una acción y algo que la facilita, la aclara, la completa, a la que sirve de suplemento o, en algunos casos, a la que enaltece o denuncia —Philippe Stark habló en algún momento de la función que realmente desempeñaban los objetos que diseñaba como sublimante-denunciante. No veo a los zapatos diseñados por Hadid como sublimantes o denunciantes de nada, y me parecen —como muchas otras cosas de lo que produce, desde muebles hasta edificios— no sólo gestos excesivos sino innecesarios. Digamos que no me gustan, pero eso, finalmente, es lo de menos —o es problema mío y no de los zapatos ni de la diseñadora. Pero me llama la atención esa manera de abordar un problema que, pese a que pudiera pensarse menor, tiene mucho que ver con la arquitectura: el vestir —incluyendo al calzado, por supuesto— y la moda.
A finales del siglo XIX el vienés Adolf Loos aprovechaba la ropa para hacer críticas sociales que iban mucho más allá del gusto. Cuando Loos cuestiona la ropa interior de sus contemporáneos austriacos comparándola con la de los ingleses y estadounidenses del momento, su argumento es claramente social e incluso económico y político. La ropa interior de los austriacos, de lino, era la de quienes no se mueven mucho, de quienes no realizan actividades físicas y, por tanto —pensaba Loos— de quienes no valoran el trabajo. La ropa interior de los británicos y los americanos, de algodón, es fresca y está pensada para quienes trabajan y valoran ese trabajo. La ropa interior, pues, era vista por Loos como signo y síntoma de una estructura social y económica. Loos también cuestionaba el uso de trajes típicos en los que el vestido sirve más como representación y símbolo, al tiempo que denota cierta exclusión: quienes los usan se mantienen al margen del progreso, aseguraba. Del lado de la moda, podemos pensar que Le Corbusier no planteó en cuestiones de diseño arquitectónico nada que fuera mucho más arriesgado que lo planteado en cuestión de vestidos por Coco Channel, o ver el proceso de diseño de Yohi Yamamoto —en el documental Cuaderno de notas sobre ropajes y ciudades, dirigido por Wim Wenders, por ejemplo— como algo mucho más aleccionador que una de esas charlas en las que un arquitecto describe su obra como un sastre que dijera he ahí un botón, ése es el ojal.
Si fuera cierto, entonces, que la arquitectura es algo más que una disciplina del diseño —Pier Vittorio Aureli ha dicho que la arquitectura no es diseño sino que es una forma de pensar el mundo que a veces se sirve del diseño—, esperaríamos de unos zapatos diseñados por una arquitecta reconocida y merecedora de los más altos galardones de la profesión —como el Pritzker— algo distinto —superior o al menos equivalente— al formalismo de Jimmy Choo o a los extravagantes zapatos que presumía Celia Cruz. Pero no fue así. Será, tal vez, que la arquitectura y los zapatos ya no son lo que eran antes.
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