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Columnas

Vocación del suelo: tres problemones

Vocación del suelo: tres problemones

16 marzo, 2022
por Pedro Zapata

En colaboración con Revista Este País

En la película Marte (2015), basada en un libro del mismo nombre, el protagonista Mark Watney se encuentra varado en ese planeta; la siguiente oportunidad para ser rescatado todavía está a años de distancia. Después de muchas pruebas, descubre que puede hacer que la tierra de Marte produzca las papas que necesita para comer. Para lograrlo, precisa realizar muchas adaptaciones, incluyendo usar sus propias heces y las de sus compañeros de viaje; esto para aportar elementos químicos, como amoniaco, que la tierra necesita para poder producir alimentos —para leer una discusión científica sobre si eso es posible, haz clic aquí—. La enseñanza es que la tierra de Marte puede, si uno está dispuesto a pensar creativamente y hacer muchas adaptaciones, ser usada para la agricultura. No es su vocación, pero se puede.

Tanto en la Tierra como en Marte, hay procesos que algunos ecosistemas pueden realizar de manera especialmente eficiente y otros que no. La sabana inundable de la Orinoquía colombiana tiene condiciones que la hacen apta para la producción ganadera. El bosque templado de pino y oyamel que rodea Ciudad de México desde el sur hasta el poniente, con su suelo lleno de raíces y material vegetal, es particularmente bueno para retener el agua de lluvia y recargar los mantos acuíferos de los que depende la ciudad. La planicie costera de Sinaloa, con la humedad del Pacífico que la sierra retiene, es idónea para la agricultura. Las condiciones naturales de la Sierra Madre Occidental hacen que algunas regiones de Durango sean especialmente aptas para las plantaciones forestales.

Estos servicios que pueden ocurrir de manera eficiente en un ecosistema a menudo son llamados, a falta de una mejor palabra, la vocación natural de la tierra. Vocación es una palabra útil: explica lo que queremos decir, pero es imperfecta al sugerir la presencia de una voluntad. No es el caso, obviamente, que un ecosistema “quiera” hacer una cosa por encima de otra. Un desierto no “quiere” nada; simplemente es.

Sin embargo, saber la vocación de un ecosistema es importante, y organizar una sociedad para que use su territorio de acuerdo con esa vocación lo es más. De hecho, muchos problemas ambientales de nuestro país y del mundo encuentran sus raíces en nuestra incapacidad de entender lo que distintos ecosistemas hacen mejor o de manera más eficiente; o peor: aunque se entienda bien, se ignora.

Ofrezco tres ejemplos para ilustrar esto:

  1. La deforestación

México es uno de los países líderes a nivel mundial en pérdida de bosques y selvas; en 2020 ocupamos un lugar en la lista de los 10 países con mayor pérdida de bosque primario. Según datos de la Comisión Nacional Forestal (CONAFOR), entre 2001 y 2018 la deforestación en México terminó con un poco más de 212,000 hectáreas de bosque al año.

Dos puntos de este mismo estudio de la CONAFOR explican el vínculo entre la deforestación y nuestra incapacidad de entender la vocación de la tierra: 1) 94% de esa deforestación ocurrió para transformar el bosque y la selva en pastizal para producir ganado o para uso agrícola y 2) la región donde el problema de la deforestación es más pronunciado, por mucho, es la Selva Lacandona.

A simple vista, puede parecer una decisión defendible. Después de todo, la gente tiene que comer. Chiapas es un estado de alta marginación: la producción agrícola y ganadera es una buena alternativa para la población. Con tanta vegetación, la tierra de la Selva Lacandona debe ser sumamente fértil. Debe tener una vocación agrícola y ganadera, ¿no?

La respuesta, para sorpresa de muchos, es un no rotundo. Los suelos de la Selva Lacandona, especialmente de la selva baja, son sumamente pobres en términos de nutrientes. Son arcillosos, con poca hojarasca y poca retención de agua. En el suelo de la selva el agua corre, no se queda. Los árboles de la región se han adaptado a este ecosistema de distintas maneras. Unos, como las ceibas gigantes emblemáticas de la zona, han modificado sus troncos con contrafuertes naturales para tener estabilidad; otros han desarrollado sistemas de raíces que corren muchos metros sobre la superficie del suelo, casi sin profundidad.

Esta realidad es una dolorosamente conocida por los habitantes de la selva, que cada año desnudan de su cubierta vegetal miles de hectáreas de selva, las siembran y miran cómo se agota el suelo en dos años, para abandonarlo en forma de potrero, vacío del mosaico de vida que normalmente llena cada metro cuadrado de la Selva Lacandona. Este ritual de muerte tiene consecuencias funestas para México y el mundo. Si bien las causas de la deforestación son amplias y complejas, muchas de ellas suceden por no entender la vocación de la selva; y en lo que aprendemos, perdemos cientos de miles de kilómetros cuadrados de bosques y selvas mexicanas cada año.

  1. Escasez de agua

El problema ambiental más severo que actualmente enfrenta Ciudad de México y que más se agudizará en los años por venir es la falta de agua. La telenovela del agua que los chilangos protagonizamos cada año incluye el reporte anual del estado que guardan las presas del Sistema Cutzamala y hace dos años, el dramón de la “K Invertida”.No obstante, nuestra obsesión con el Sistema Lerma-Cutzamala nos ha llevado a tener una visión sólo parcial de la realidad y a ignorar un problema más importante: el abatimiento de los depósitos de agua que sacamos del subsuelo y que representa el 70% del agua que se usa en la ciudad. Esa agua que usamos, y de la que abusamos como si no hubiera mañana, está ahí gracias al suelo de conservación de la ciudad, una extensión de terreno de la que la gran mayoría de los chilangos nunca han oído hablar y de la que dependen los 8 millones de habitantes de CDMX. Son decenas de miles de hectáreas ubicadas principalmente en las alcaldías del sur y del poniente de la ciudad (Tlalpan, Tláhuac, Milpa Alta y Magdalena Contreras, Álvaro Obregón) y en los estados vecinos de México y Morelos que tienen la función de captar el agua de lluvia y permitir su regreso al acuífero.

En teoría, el suelo de conservación representa un poco menos del 60% de la superficie de Ciudad de México y ha sido designado como tal como un reconocimiento de que la retención de agua es uno de los procesos más útiles para nosotros que puede llevar a cabo ese territorio. Como un reconocimiento de su vocación.

Pero esa es la teoría; la realidad es otra. En Ciudad de México, organizaciones sociales, líderes políticos y empresas inmobiliarias han tolerado y fomentado (y lo siguen haciendo) el establecimiento de asentamientos irregulares, a menudo en suelo de conservación. Las razones para estas invasiones son múltiples y muy variadas. Van desde lo siniestro, como la búsqueda de capital político por parte de líderes oportunistas, la búsqueda de lucro económico, como en el caso de empresas inmobiliarias, hasta la atención de un problema absolutamente real: la falta de vivienda de costo accesible. La Procuraduría Ambiental y del Ordenamiento Territorial (PAOT) ha estimado que por cada hectárea de suelo de conservación que se pierde, la ciudad pierde la capacidad de recargar 2.5 millones de litros de agua. En otras palabras, parece sensato aceptar que en ningún caso las invasiones irregulares tienen como propósito dejar sin agua a Ciudad de México; sin embargo, eso es exactamente lo que están logrando. En parte por no entender, o no querer entender, cuál es el mejor uso posible, para la mayor cantidad de gente, del suelo de conservación de Ciudad de México.

  1. Vulnerabilidad al cambio climático

El 21 de octubre de 2005, el huracán Wilma tocó tierra en Quintana Roo, como huracán categoría 5. Este ha sido el segundo huracán más intenso en la historia del hemisferio occidental, sólo después de Patricia (2015). A su paso arrasó con playas, caminos, casas y hoteles, causando daños por más de 2,392 millones de dólares, de acuerdo con la Asociación Mexicana de Instituciones de Seguros. Días más tarde, el 24 de octubre, el mismo huracán tocó tierra en Florida, donde volvió a causar daños, esta vez mucho más costosos que los que causó en México, dado su paso por zonas más densamente pobladas.

Cuesta trabajo imaginarlo, pero pudo haber sido peor.  Entender por qué pudo haber sido peor y por qué no lo fue, es crítico en un momento en que enfrentamos un futuro donde los fenómenos meteorológicos serán más intensos y frecuentes.

Cuando Wilma tocó tierra, tanto en Quintana Roo como en Florida, lo hizo en zonas con amplia presencia de bosques de manglar. En un estudio de 2012, Keqi Zhang y sus colegas estimaron con modelos matemáticos que sin la presencia de ese bosque de manglar las inundaciones derivadas de la tormenta hubieran llegado hasta 70% más lejos que donde llegaron en Florida y con mayor severidad. Ello con todos los costos asociados con estas inundaciones, tanto en términos económicos como en vidas humanas.

Esto no debe sorprendernos. Está bien documentado el papel que tienen algunos ecosistemas costeros como los arrecifes de coral, pastos marinos y bosques de manglar al atenuar los impactos de los fenómenos meteorológicos extremos. Logran esto porque sus estructuras dispersan la fuerza de un oleaje que viaja muchos kilómetros desde mar adentro, acumulando fuerza sin nada que lo frene.

Estos ecosistemas son defensas naturales contra algunos de los impactos más destructivos del cambio climático. ¿Qué estamos haciendo al respecto? Si tuviéramos sentido común, estaríamos invirtiendo millones en protegerlos y restaurarlos. Lamentablemente, estamos haciendo lo opuesto: acabar con ellos lo más rápido posible.

Enfoquémonos en un caso en particular: el predio Tajamar, en Cancún. En la madrugada de un día de enero de 2016, acompañados por la policía estatal, una empresa contratada por el estado mexicano entró a destruir 58 hectáreas de manglar junto a la laguna Nichupté, para hacer espacio para un centro comercial y un desarrollo inmobiliario. Para cuando la sociedad civil había logrado detener la obra mediante una orden judicial, 90% del manglar ya había sido talado.

Dejemos de lado la destrucción de la biodiversidad que habita un manglar, dejemos de lado que la tala de manglar es ilegal en la legislación mexicana y en los tratados internacionales de los que somos parte, incluso desde un punto de vista estrictamente egoísta, este episodio demuestra nuestra inusitada habilidad para darnos balazos en el pie. La industria turística de Cancún, que 11 años antes había sido puesta de rodillas por el huracán Wilma, olvidó rápido ese episodio y estaba lista para destruir precisamente la infraestructura natural que puede proteger sus activos en el futuro. Todo ello por no entender, o no querer entender, que el manglar le es mucho más útil a toda la sociedad deteniendo huracanes que albergando un nuevo Starbucks.

¿Qué hacer?

Siempre habrá una competencia entre los usos del territorio. Es raro el caso donde la vocación, el marco legal y los incentivos económicos se alinean y todos apuntan en una misma dirección. Es por eso que es tan importante que el Estado mexicano, en sus tres niveles, tenga mejores mecanismos para decidir QUÉ SÍ se puede y QUÉ NO se puede en determinado predio.

El camino es relativamente sencillo, por lo menos en teoría. La ciencia marca el contorno de lo que se puede o no se puede hacer. Es descriptiva, no prescriptiva. Con los pies bien planteados en esas bases científicas, debe seguir un proceso de planeación participativa, que involucre a los sectores afectados y establezca un mecanismo justo y transparente para dirimir diferencias.

Hay una buena noticia: mucho de esto YA SE HIZO en México. Se trata de un esfuerzo masivo que duró años, que encabezó la SEMARNAT y que culminó con la publicación en el Diario Oficial de la Federación del Ordenamiento Ecológico del Territorio en 2012.Este ordenamiento cumple con todos los requisitos para ser un instrumento de planeación territorial de clase mundial, sólo necesita ser rescatado del cajón donde lo metieron en 2012 y ser puesto en práctica. Haciendo eso, podemos empezar a revertir el daño que se ha hecho ignorando la vocación de nuestro territorio.

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