Gobierno situado: habitar
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¡Felices fiestas!
24 septiembre, 2018
por Alejandro Hernández Gálvez | Twitter: otrootroblog | Instagram: otrootroblog
Con diferencia de horas se supo de las muertes de Paul Virilio, quien nació en París el 4 de enero de 1932, y Robert Venturi, nacido en Filadelfia el 25 de junio de 1925. De hecho, su muerte estuvo más separada que lo que la temporalidad de la noticia hizo pensar. Virilio murió, también en París, el 10 de septiembre, pero no fue sino hasta el 18, el día en que en Filadelfia murió Venturi, que se dio a conocer su fallecimiento. A uno le interesaba la guerra, en un sentido amplio, y sus efectos en el territorio o la velocidad y el riesgo del accidente, entre otras cosas; a otro, la elocuencia de lo vulgar en arquitectura, algo que quizá sólo puede apreciar plenamente quien, como Venturi, conoce el lenguaje clásico de la arquitectura.
De niño, Paul Virilio vivió los bombardeos a Nantes durante la Segunda Guerra. Estudió en la Escuela Nacional Superior de Artes Aplicadas, en París, al mismo tiempo que tomaba cursos con los filósofos Vladimir Jankélévitch —autor, entre otros, de un libro titulado El no sé qué y el casi nada— y Raymond Aron. En 1975 publicó su primera obra: Bunker Archéologie, un estudio de los búnkers construidos por los alemanes en la costa del Atlántico durante la ocupación y que de adolescente había visitado, escapándose de los adultos que prohibían ir a esa zona. En esos edificios monolíticos pero que habían perdido la horizontal debido a la erosión de la arena bajo ellos, encontró Virilio muchos de los intereses que guiarían sus investigaciones sobre la relación entre el espacio y el tiempo. “Para mi —escribió en aquél libro—, la organización del espacio va a la par de las manifestaciones del tiempo.”
Robert Venturi se recibió como arquitecto en la Universidad de Princeton en 1947. En 1954 obtuvo el Premio de Roma y vivió en aquella ciudad durante un año. Lo que para Virilio representaron los búnkers, para Venturi sería la arquitectura manierista romana. En 1966 publicó su primer libro, Complejidad y contradicción en arquitectura. El inicio de su manifiesto amable es una declaración de gustos personales: “Me gusta la complejidad y la contradicción en arquitectura. No me gusta la incoherencia o la arbitrariedad de la arquitectura incompetente ni el rebuscamiento de lo pintoresco o del expresionismo”. Un poco más adelante, sigue con otra declaración de principios, o preferencias: “Prefiero la riqueza de significado a la claridad de significado.” De las pocas imágenes en Contradicción y complejidad en arquitectura que no retratan arquitectura clásica, manierista o moderna, pero con A mayúscula, tres le sirven a Venturi para comparar en una página el “orden espacial consistente” de la Plaza de San Marcos, en Venecia, que se mantiene más allá de “las violentas contradicciones de escala, ritmo y texturas, sin mencionar las distintas alturas y estilos de los edificios que la rodean”, con el de otra plaza, Time Square, en Nueva York, que en la imagen de los años cincuenta aparece aun sin anuncios luminosos o en movimiento, pero que para Venturi sigue siendo consistente, en comparación a “las inconsistencias de la carretera, que es el caos, o a la infinita —y aburrida— consistencia de Levittown.”
En los años 60, Venturi conoció a la que sería su socia y luego esposa, Denise Scott Brown. Juntos, sumando a Steven Izenour, escribirían otro famoso libro de la historia de la arquitectura en la segunda mitad del siglo XX: Aprendiendo de Las Vegas. El objetivo era estudiar un paisaje urbano no sólo banal, sino también despreciado por muchos especialistas, bajo el principio de que “aprender del paisaje existente es la manera de ser un arquitecto revolucionario.” Afirmaron que Las Vegas era un espacio de “comunicación intensiva” donde se vive bajo “el predominio de las señales sobre el espacio.” Su interés por el arte Pop es evidente, sobre todo en la manera de atender algo para lo que “las técnicas de representación aprendidas de la arquitectura y del urbanismo obstaculizan la comprensión.” Sin embargo, pese a las diferencias, Venturi, Scott Brown e Izenour afirman que “existen paralelismos entre Roma y Las Vegas.”
“Roma ya no está en Roma”, escribió Paul Virilio en otro de sus libros más conocidos, La estética de la desaparición, publicado por primera vez en francés en 1980, tres años después de que se publicara Aprendiendo de Las Vegas. “La arquitectura —continuaba Virilio— ya no mora en la arquitectura sino en la geometría, en el espacio-tiempo de los vectores; la estética de lo edificado se disimula en los efectos especiales de la máquina de comunicación.” Tanto para Virilio como para Venturi, Scott Brown e Izenour, la ciudad de la comunicación acelerada, para el primero, e intensiva, para los segundos, ha dejado de ser un lugar: “Si prescindimos de los anuncios, nos quedamos sin lugar”, escriben Venturi y compañía.
Paul Virilio inicia su ensayo “La ciudad sobreexpuesta”, publicado en 1984 en su libro El espacio crítico, con una referencia a la ciudad de Venturi, Filadelfia. Según Virilio, a principios de los años sesenta el alcalde de aquella ciudad declaraba, a razón de las luchas por los derechos civiles, que las fronteras del Estado ahora se habían trasladado al interior de las ciudades. Virilio apunta que la construcción del muro de Berlín en 1961 confirmaba la hipótesis del alcalde de Filadelfia. Más adelante, Virilio declara que el urbanismo se componía y descomponía, en un mismo gesto, con los sistemas de transferencia, tránsito y transmisión. “Si es que existen hoy en día monumentos de algún tipo —agrega—, ciertamente no son del orden de lo visible.” Para Virilio, el bloque monolítico que se presenta como un monumento ya ni siquiera requiere de un anuncio que aclare su condición.
Casi al final de su ensayo, Virilio hace una referencia directa a las ideas de Venturi y Scott Brown e Izenour: “Así, más que Las Vegas de Venturi, es Hollywood quien detenta el saber urbanístico ya que, después de las ciudades-teatro de la Antigüedad y del Renacimiento italiano, fue Hollywood la primera Cinecittà, la ciudad del cine viviente donde los decorados y la realidad, las listas de contribuyentes y los guiones de cine, la vida y la muerte, se fundieron y mezclaron en el delirio.” Ya en La estética de la desaparición Virilio había afirmado que “la cuestión no consiste hoy en saber si el cine puede prescindir del espacio sino, más bien, si los espacios pueden prescindir del cine”. Que en Hollywood se hubiera construido una Las Vegas de tamaño real —para la película dirigida por Francis Ford Coppola One from the heart, que fue un fracaso financiero— era prueba para Virilio de que Hollywood había vencido a Venturi, “no por demostrar la ambigüedad de la arquitectura contemporánea, sino por exhibir la índole «espectral» de la ciudad y de sus habitantes.” Pero tal vez la transformación de Las Vegas que estudiaron Venturi, Scott Brown, Izenour y sus alumnos llevo a algo radicalmente distinto y probablemente más cercano a Hollywood: no a las calles y estudios que se encuentran bajo el gran letrero en Los Ángeles sino en tanto un espacio que sólo encuentra sentido en la producción acelerada de imágenes. Así, habría quizá que transformar aquella frase de Venturi y compañía: si prescindimos de las imágenes, nos quedamos sin lugar, y sumársela a la declaración de Virilio concluyendo que hoy “la arquitectura es puro cine” —aunque, eso sí, el cine ya no es lo que era antes.
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