Espacios. Memorias de una ausencia: Un paseo por espacios que evocan a quienes ya no están con nosotros.
A mi hermana Carla; mis sobrinos Andoni, Carla y Maite, Nico, Kelly y Greg. A mis amigas y amigos Alejandro, [...]
16 septiembre, 2021
por Jose Maria Wilford Nava Townsend
Era 2017 y, trabajando por Bogotá en el que fue el primer Taller intersemestral con las Universidades Javerianas de dicha ciudad y la de Cali, tocó un fin de semana largo. Originalmente no había planeado nada, pero estando ahí el ansia de conocer más nos empujó a mi colega Pilar Álvarez, a mí, y a un par de estudiantes a buscar algún paraje que nos diera otras perspectivas diferentes a las obtenidas en la capital Colombiana.
Así surgió, por medio de un rastreo en la red, el nombre de Villa de Leyva y las imágenes nos terminaron de convencer para realizar la excursión.
Al norte de Bogotá, en la región de Boyacá, entre los valles que se forman por el tridente andino que caracteriza a esta cordillera en el territorio colombiano, la Villa debe su nombre a Andrés Díaz Venero de Leyva, primer gobernante del Nuevo Reino de Granada, y su fundación en la localización actual data de 1572, aunque a decir de los textos consultados en sitios oficiales de la ciudad y de turismo del país —no hay mucho en la red y evitamos Wikipedia, aunque no está del todo errada— tuvo un par de emplazamientos anteriores, que fueron descartados porque violentaban las leyes de Indias, al intentar ubicarlos en territorios sagrados para los indígenas locales.
El asentamiento iba destinado a los soldados españoles que, al término de la guerra con que se culminó la conquista de la región, se encontraban desempleados, por lo que la Villa debía ser un ejercicio logístico para generar despensas agrícolas. Esta circunstancia generó que, para la retícula prototípicamente renacentista que seguían las Ordenanzas de Felipe II con que se genera la traza, las dimensiones en la plaza mayor parezcan desproporcionadas con la escala de la ciudad y sus edificios. La retícula se gira para definir sus ejes nororiente a sur poniente en un sentido, y perpendicularmente del morponiente al sur oriente en el otro, acomodándose a la orografía y a la hidrografía del valle.
Mientras el río va rodeando la ciudad por el norte, al oriente se levanta la sierra de Iguaque, protegida actualmente como parque nacional con su peculiar ecosistema de páramo, ese productor natural de agua donde se quedan atrapadas las nubes y la vegetación es rala para adaptarse al poco oxígeno de alturas por encima de los 3000 metros sobre el nivel del mar, y que al impregnarse con la humedad del aire, condensa ésta en agua. El vital líquido escurre entonces erosionando la superficie del cerro y genera las quebradas en vertiginosas pendientes que dibujan su trayectoria como sombras en la piel de la montaña.
Con ese marco, la arquitectura de la ciudad se desarrolla con una expresión que he encontrado recurrente en las tipologías del altiplano colombiano, en especial las galerías de madera que se cuelgan a la fachada.
No deja de ser de una belleza peculiar la austera expresión de la Parroquia del Rosario, apareciendo como una silueta atrapada en la cinta urbana de la Plaza que, repentinamente, se suelta a partir de su campanario bajo y su tejado rematado a dos aguas. El interior es de una simplicidad rigurosa, donde la estructura marca la pauta del espacio, solo exacerbado por el remate churrigueresco del retablo principal. Esa cinta se respalda con el evento ya narrado del páramo montañoso, creando un contraste entre lo definido por el arte y oficio, contra lo configurado por la naturaleza.
En una dimensión que da para caminarla sin problemas en un día, el peinado de la retícula se resalta por otras plazas, las unas derivadas de la presencia de los mendicantes, como San Francisco y San Agustín, u órdenes de asistencia como El Carmen, las otras, civiles, donde la uniformidad de las viviendas establecen un patrón de vanos y macizos jugando a los ritmos verticales y horizontales.
La Villa tuvo su máximo esplendor hacia finales del siglo XVII, decayendo su economía significativamente ya en el XVIII. El monocultivo del trigo, que potenció su origen y crecimiento, terminó agotando la tierra y congelando a la arquitectura de la población en el tiempo, aunque los originales indígenas prefieren la versión donde la Diosa tierra castiga la producción como penitencia a la sustitución que se hizo, discriminando al local maíz por el trigo europeo.
Como se ha reflexionado en otras narraciones de esta sección, la paralización de la economía propicia que ya en el siglo XIX los románticos, enamorados de los parajes que aluden a un pasado no tan remoto en el tiempo, aunque sí retirado del paso comercial decimonónico, y los intelectuales ávidos de escenarios inspiradores, revivan a la Villa ahora como destino para el descanso y aislamiento espiritual. Esto no impide que el asentamiento tenga su nombre inscrito en la lucha de independencia colombiana, ya que justamente es el tipo de sitio donde uno puede reunirse a plantear escenarios futuros sin que le estén molestando demasiado. El congelamiento tiene sus ventajas.
A mi hermana Carla; mis sobrinos Andoni, Carla y Maite, Nico, Kelly y Greg. A mis amigas y amigos Alejandro, [...]
Espero que para los lectores, que hayan conocido este sitio, esta narrativa les reviva bellos recuerdos, y para quienes no [...]