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Columnas

Viajes con Teodoro

Viajes con Teodoro

28 mayo, 2021
por Miquel Adrià | Twitter: miqadria | Instagram: miqadria

 

El paisaje urbano de la Ciudad de México está punteado por las obras singulares de Teodoro González de León. Sus bancos, delegaciones, museos y corporativos contribuyeron a definir el tejido urbano de buena parte de la capital y también de la República. Próximo al modelo renacentista que heredó de Le Corbusier, González de León no sólo fue arquitecto, urbanista, pintor y escultor, sino también fue un promotor de la arquitectura entendida como fenómeno cultural. La monumentalidad y contundencia de buena parte de su obra pública llegó a identificarse con el poder, generando una ambivalente reacción de admiración y rechazo entre las generaciones posteriores. Su carácter universal lo proyectó en la estela de los grandes creadores mexicanos que supieron ser modernos y comprometidos con su tiempo sin constreñirse al ámbito nacional.

Su lenguaje vinculado al uso del concreto aparente como único material, se justificaba por su maleabilidad, economía y poca sofisticación constructiva, aunque su uso venía precedido por su experiencia como residente de obra en la Unité d’Habitation de Marsella, perpetuándolo hasta el final de su vida, cuando las condiciones que lo fundamentaron son ya muy distintas. La plasticidad y la abstracción que permitieron pasar del proyecto a la obra sin solución de continuidad, justificaría por sí solo el uso del concreto aparente. Así, las edificaciones de Teodoro González de León se alzan como una reflexión sobre los usos del tiempo. Alejandro Rossi señaló con acierto  “su capacidad de respuesta inmediata”; su excepcional concentración artística, “como si nunca estuviera distraído”. Gran conversador, González de León repudiaba la perorata y el tono impositivo; sabía escuchar. En cuanto tomaba la palabra, era breve y certero. Sus argumentos tenían filo, pero su velocidad de respuesta no dependía de ocurrencias ni corazonadas, sino de reflexiones que venían de lejos y llegaban en el momento justo.

Hoy celebramos el 95 aniversario de su nacimiento y recuerdo a propósito de su natalicio ese libro maravilloso de Ryszard Kapuscinski, Viajes con Herodoto (donde el aprendiz de periodista viaja simultáneamente a los conflictos bélicos de mitad del pasado siglo y a las guerras entre persas y griegos de 2500 años antes) y lo cruzo con algunos viajes con Teodoro por ciudades que parcialmente le pertenecían, en las que vivió y que albergaron experiencias y recuerdos.

Pocos meses antes de su muerte, en 2016, tuve la oportunidad de interceptar a Teodoro para recorrer la memoria de sus ciudades con él, desde París de 1949 hasta el Nueva York de nuestros días. Así, nos encontramos con Teodoro y su esposa Eugenia en París y visitamos, bajo la lluvia, el taller de Amédée Ozenfant mutilado. En la Sainte-Chapelle, Teodoro maravillado, hizo que nos maravilláramos como él y que prestáramos la atención necesaria a los vitrales y nos abstrayéramos del gentío. En el apartamento de Le Corbusier del Edificio Molitor recordó donde estuvo instalado un mes dibujando las cancelerías de madera que sustituirían a las originales de hierro podrido. En medio de la sala del estudio rememoró desde dónde veía el rincón en que Le Corbusier escribía, y siguiendo sus movimientos y sus costumbres, rastreaba los objetos –piedras y huesos– que coleccionaba. Evocó también la presencia discreta de Yvonne, la esposa de su mentor, que ya cojeaba por aquel entonces. Y las pocas veces que fue desde el apartamento al Taller de la rue de Sèvres 35 con Le Corbusier en su convertible verde, dando un rodeo para hacerle descubrir al joven arquitecto mexicano cómo se abría la ciudad al llegar al Sena. Las otras veces caminaba por en medio de las calles en una ciudad posbélica, sin coches.

Visitamos la Fundación Le Corbusier, ubicada en las casas La Roche y Jeanneret, donde su director, Michel Richard, nos esperaba para conducirnos por los espacios canónicos de la modernidad, dejándonos asomar entre bambalinas a la alacena y a la azotea. En el viaje a Marsella en TGV hizo gala de su memoria providencial a la que le seguía exigiendo nombres y fechas hasta sus últimos días, a veces golpeándose la frente con los nudillos o las yemas de los dedos. William Curtis (crítico de arquitectura británico instalado en el suroeste francés, autor de destacados libros sobre Le Corbusier así como de un texto introductorio del libro Teodoro González de León. Obra Reunida, que publiqué en 2014, 2010 y 2016) se unió al equipo para dialogar con Teodoro en los pasillos públicos del tercer nivel de la Unité d´Habitation, en la azotea jardín y entre los pilotis colosales que levantan el edificio. Teodoro mencionó una anécdota a propósito del primer piloti, cuando visitó la obra con George Candilis para asistir al desencofrado: viendo la mala calidad del concreto descimbrado, los jóvenes pasantes –con las obras puristas de años antes en mente–, informaron a Le Corbusier a su llegada a la obra y éste, en silencio, rodeó la enorme columna y, maravillado, se dirigió al constructor italiano que la llevó a cabo para felicitarlo: “bravo, esta debe ser la expresión del béton brut”, del concreto aparente.

Ahí nos dejaron Eugenia y Teodoro. Y ahí dormimos en clave Modulor a riesgo de caernos de la cama. Se fueron a San Petesburgo en lo que nos perdimos por la Bienal de Venecia de 2016 y por la Ciudad de México, para reencontrarnos unos días después en Nueva York. Teodoro llegó fascinado de su nueva lectura de San Petesburgo que había visitado unos meses antes, habiéndose quedado con el pendiente de conocer la ciudad actual, más allá del centro histórico. Nos contó de su músculo industrial y sobre todo de Carlo Rossi, un arquitecto ruso de ascendencia italiana que –según Teodoro- supera a Karl Fredrich Schinkel como arquitecto neoclásico, en la medida que -más allá de sus excelentes edificios- hizo ciudad, completando episodios urbanos. En Nueva York quisimos ver lo que Teodoro veía desde su ventana. En México era autorreferencial y vivía viendo su patio y sus formas. En su departamento neoyorkino atisbaba la calle, el cityscape, y leía su historia. Paseamos hasta el Lincoln Center, consultamos el programa de ópera, de música contemporánea, y se acordó de Pierre Boulez, ese compositor que tanto le costó entender y que llegó a apreciar más que a ningún otro. Comimos en sus lugares de nuevo –en el Ciriani de West Broadway– y paseamos por el SoHo para reconocer un retablo de ciudad hecha de acero, de columnas y trabes de fierro fundido a pocas cuadras de donde se armó. Con prudencia le pregunté si quería ver Manhattan desde el cielo y me confesó que nunca había sobrevolado Nueva York en helicóptero. Lo pensó y se animó. La curiosidad le pudo. Al día siguiente me confesó que no durmió con el vuelo dando vueltas por su memoria: entendió Manhattan como la isla que es, tupida y densa con edificios clavados como dardos en una roca, donde un tapete verde, perfecto, es la excepción. Tal como lo contaba, me remitía a los dibujos de Rem Koolhaas en Delirious New York.

Visitamos el MoMA, templo de referencia obligada, del que Teodoro identificaba cada etapa del edificio y cada autor. Platicamos con Barry Bergdoll -el curador de arquitectura de MoMA por aquel entonces- sobre el museo de Taniguchi, de arte y, finalmente, de arquitectura, de lo que representaba Teodoro González de León –en opinión de Bergdoll– dentro de la arquitectura latinoamericana y universal a propósito de la exposición Latinamerican Architecture que se llevó a cabo en el MoMA, del hallazgo del plano de Ciudad Universitaria que todos mencionábamos pero que nadie había visto y que algunos dudaron de su existencia. Teodoro apuntó: “Estaba muy bien trazado, yo lo dibujé. Todavía dibujo bien.”

Me podría extender con más detalles y anécdotas y aún así confirmaría lo que me dijo Benjamín Romano: “Por muy buen narrador que seas no vas a poder compartir todo lo que viviste.” Sin embargo, sirvan estos apuntes para recordar a Teodoro González de León, que hoy, 29 de mayo, cumpliría 95 años.

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